Cuando mi padre mató a Federico yo tendría unos diez años.
Ya han pasado más de veinte y recuerdo como si fuese ayer la tarde en la que mi padre le dijo a mi madre: Voy a matar a Federico.
Yo estaba sentado en el sofá viendo la televisión. Mi madre a mi lado, cosiendo el bajo de un pantalón. Entonces mi padre llegó del trabajo, dejó la maleta encima de la mesa del comedor como siempre hacía y, de pie, con las manos en los bolsillos, le dijo a mi madre: Voy a matar a Federico.
Las palabras salieron de su boca firmes, auténticas, pletóricas, y me recordaron, quizá por la entonación, quizá por esa firmeza con la que salían despedidas, a unos meses atrás, cuando mi padre dijo: El sábado iremos al zoo. Eran dos frases que no tenían nada que ver, está claro, pero hubo algo que las relacionó, no sé lo que fue, ya digo, es difícil de explicar, quiero decir que cuando mi padre dijo El sábado iremos al zoo, lo dijo de tal forma que sabías que aquello era cierto, sabías que el sábado iríamos al zoo.
Y fuimos.
Mi madre dejó de coser y lo miró con extrañeza. ¿Qué tontería estás diciendo?
Me sorprendió escuchar esa pregunta, ya que era la misma que cuando yo decía que no quería irme a la cama todavía. ¿Qué tontería estás diciendo? A la cama, he dicho.
Así que durante un tiempo metí en el mismo saco no querer irse a la cama con matar a una persona. Los dos actos eran tonterías.
¿Por qué dices eso? ¿Qué ha pasado?, continuó mi madre, que empezaba de nuevo a coser el bajo, como si así pudiera restarle importancia al asunto, como si eso pudiera hacerle cambiar a mi padre de opinión.
Ha hecho algo que no debería haber hecho, dijo mi padre, aún con las manos en los bolsillos, de pie, tranquilo como un fantasma pobre y humilde, muerto ya, fantasma, pobre y humilde.
¿Y qué es eso tan grave que ha hecho?, preguntó mi madre siguiendo con la costura.
Ha perdido unas fotos, contestó mi padre.
¿Qué fotos?, mi madre levantó la vista de su trabajo y miró a mi padre.
Todas nuestras fotos, las de mi familia, mis padres, mis abuelos, las nuestras, todas nuestros viajes, la primera foto juntos, todas, ha perdido todas nuestras fotos. Mi padre caminaba por el comedor.
¿Y qué hacía él con nuestras fotos? ¿Para qué se las dejaste?, ya sabes como es Federico, mi madre empezó a levantar la voz.
No grites. Se las dejé porque su hijo tenía que hacer un trabajo en el colegio. Algo de un árbol genealógico, no sé, qué más da, la cuestión es que las ha perdido todas, los tres álbumes que le dejé.
¡Oh, Dios!, mi madre empezó a llorar. Pero, ¿dónde las ha perdido?, ¿cómo ha podido perder tres álbumes?
No lo sé. Esta mañana al llegar a la oficina es lo único que me ha dicho, que ha perdido las fotos, que no sabe dónde están, que lo siente mucho pero que las ha perdido.
¡Pues que las siga buscando! ¡Maldito retrasado! ¡Las cosas no se pierden así como así!
Da igual. Mañana lo mataré.
Las palabras de mi padre, aunque no lo eran, sonaron tranquilizadoras.
En aquel momento pensé que matando a Federico mi padre haría aparecer las fotos y mi madre dejaría de llorar.
Hoy, más de veinte años después, nada de estas dos cosas ha sucedido todavía.
¡No digas más eso, por favor te lo pido! ¡Eso no es motivo para matar a nadie! ¿Desde cuándo vas tú matando a la gente? ¡Oh, Dios, nuestras fotos, por favor!, sollozaba mi madre.
Está bien, concluyó mi padre.
Recordé entonces, allí sentado en el sofá, una conversación que mantuvieron unos amigos de mis padres que vinieron hace un tiempo a cenar. El amigo le preguntó a mi padre que qué salvaría de su casa en llamas. Mi padre le contestó: Las fotografías. Lo demás lo puedo comprar poco a poco. Mis recuerdos, no.
Aquella tarde quedó rota para siempre.
Y nosotros con ella.
La frase de mi padre rasgó la tarde de arriba a abajo con un chasquido inesperado y salvaje, y nosotros, mi padre, mi madre y yo, dentro de esa tarde y de ese chasquido, no tuvimos más remedio que rasgarnos de arriba a abajo también.
Al día siguiente mi madre vino a recogerme al colegio.
Subimos al coche en silencio, llegamos a casa, merendé, hice los deberes y me senté en el sofá.
Luego se hizo de noche, cenamos los dos juntos y me acosté.
casa en llamas
Rain
PARTE I
Esta noche ha tenido uno de sus habituales sueños. Sucedía en la playa, pero no en cualquier playa, estaba en el campamento de verano. Todo parecía más estrecho y alto de lo habitual, como si alguien hubiera estado jugando con las escalas del espacio. Las olas de color azul mate oscuro se alzaban y rompían casi verticalmente. Lo que no recuerda es si podía escuchar el rugido de la espuma.
Por mucho que lo intenta, no puede reconciliar el sueño. Al cabo de unos minutos suena la radio-despertador. ¿De qué sirve que suene si ya está levantado? Está a punto de comenzar otro rutinario día, así que pone el piloto automático y realiza el programa Casa-Universidad: viaje de ida. Para desayunar se prepara unos cereales. Los engulle sin apenas disfrutar de su autentico sabor a chocolate. Se viste con la ropa de diario que tenía preparada. Comprueba satisfactoriamente que lleva todo lo necesario en la mochila, recordando lo que le toca hacer hoy. Enchufa el reproductor de música para que lance aleatoriamente melodías a sus desgarrados tímpanos, coge las llaves y se dirige a la parada del autobús.
Nada más llegar a la calle alza la vista y chasquea los labios cabreado al ver las impresionantes nubes. Regresa al piso, coge el paraguas y vuelve a salir. El chico que reparte periódicos gratuitos le planta un ejemplar en los morros con la rapidez de un lince y no puede esquivarlo. Como de costumbre, la cola del autobús es muy larga y no puede subirse al primero que llega pues se llena enseguida. Abre la última página del periódico para leer lo que más le cautiva, el tiempo, la programación de la televisión y el horóscopo:
Signo: Se presenta una gran oportunidad en tu vida así que aprovéchala. La alineación de los planetas beneficia a tu campo económico, invierte. La canción que, de pronto, reciben sus oídos le encanta así que acompaña el ritmo de la batería con los dedos de los pies. Y de postres, el autobús asoma el morro por la esquina.
Una vez se ha situado entre la barra de metal, el bolso de una señora y el cochecito de un bebé, el conductor arranca el vehículo y éste se introduce por la oscura boca del túnel. Se desanima al pensar en la aburrida jornada que le espera, no sólo en su facultad sino también al salir de clase. Es curioso, ya no se acuerda de lo que había soñado. Algo sobre el mar, seguramente.
Hay retenciones en la salida del túnel, pero no le importa demasiado ya que sigue sin llegar tarde. El atasco es importante, así que mira por la ventana para distinguir el final de la hilera de coches. Se sorprende al ver que hay un montón de gente de pie sobre el asfalto, al final de la vía. Se quita los auriculares y apaga el reproductor para escuchar los comentarios de la gente. Al parecer nadie sabe nada concreto. El conductor les comunica que no les permiten salir del túnel y que permanezcan tranquilos. “Eso nunca significa nada bueno”, piensa él. Se abren las puertas y, mientras algunos deciden quedarse dentro, él decide bajar para investigar. Nunca había andado antes dentro de un túnel. Mientras pasea entre los coches, observa con atención las caras de angustia de los demás pasajeros teñidas por la luz naranja del lugar. Escucha algunos comentarios entre el gentío tales como: “No dejan que nos acerquemos”, “Han bloqueado las salidas y nadie puede salir” Divisa algunos coches patrulla aparcados junto a los últimos vehículos, en el interior del recinto. Quizás ha volcado algún camión con residuos tóxicos o se ha producido un derrumbamiento. Pero no, allí fuera ocurre algo diferente. El caos es demasiado evidente. Los guardias miran hacia arriba constantemente. ¿Qué es ese ruido?
Algo cae del cielo.
Empieza a correr entre la multitud pues no puede ver lo que pasa.
Y entonces les ve.
Lo que presencia no tiene sentido.
Está lloviendo gente.
Resulta inquietante escuchar el sordo chasquido de los huesos al partirse en vez del dulce golpeteo de las gotas de agua. Los cuerpos húmedos se deslizan hacia la oscuridad anaranjada del recinto. Aquellas carnes desgarradas y huesos dislocados le producen más nauseas que todas las películas de terror que ha visto juntas. Muchos se desmayan, conmocionados, pero las ambulancias no podrán llegar para ayudarles, todo está colapsado. Intenta llamar a alguien pero el móvil no funciona, seguramente porque los cuerpos deben de haber roto los repetidores y antenas.
El pequeño pelotón policial indica a los presentes que se aparten de la entrada mientras intentan detener el río de cuerpos. Nadie da explicaciones. Nadie responde a sus preguntas. Todos dicen lo mismo: “No lo sé”. Las cabezas ruedan hacia el interior como sandías machacadas. Son las cabezas de los que caen del cielo. Al verlos se da cuenta de que son hombres y mujeres de tiempos remotos.
El ruido se intensifica, es como un trueno que nunca acaba.
No puede soportar aquella pesadilla más... El calor, el ruido, el olor... Las luces naranjas se apagan y comienza el infierno.
nieve sucia
Un carruaje aparece por la izquierda de la imagen.
Tres caballos, quizá cuatro, lo arrastran.
Hace frío.
Nieve sucia en el suelo.
De los caballos emergen montañas de humo, como si se hubiesen acabado de caer a las brasas.
Un hombre con sombrero se detiene ante la imagen y deja pasar a los caballos y al carruaje, que hace un giro extraño y sigue hacia la derecha.
Más allá, dos monjas caminan una detrás de la otra, quizá buscando una solución, quizá nada.
Aquí, un perro se lame las heridas, la herida, una herida.
En primer plano y acercándose hacia nosotros, dos soldados armados pasean como no queriendo llegar nunca.
Quizá porque ya encontraron la solución, quizá porque no encontraron nada, quizá porque no hay nada que buscar ni que encontrar.
Más allí, una familia llora la muerte de un hijo. La madre trae ropas blancas consigo para tapar al hijo muerto tendido en el asfalto, en la tierra, en el suelo. Detrás, familiares, quizá amigos, quizá conocidos, quizá gente que pasaba por allí y se detuvo ante tal imagen.
Al fondo, unas casas bajas en las que nadie abre la ventana para mirar.
En uno de los tejados, un perro aúlla, o eso es lo que esperamos que haga.
Sin apenas importarle mucho la escena anterior, un niño apunta a otro en la cara con una pistola de juguete. El niño apuntado sonríe dejando ver sus dientes estropeados, como si quisieran decirnos que lo que importa no es la pistola sino la bala. A su lado, una niña se agacha y mira a cámara sonriendo también, quizá para que veamos que sus dientes quieren decir lo mismo.
A lo lejos, un hombre pasa por la calle tocando el violín. Lo acompaña un niño descalzo y otro más pequeño que parece perdido, o quizá ya encontrado.
El hombre mantiene una actitud solemne mientras el niño descalzo representa la desolación.
De todas formas, a ninguno de los dos parece importarle nada.
Dentro de una casa, en una habitación oscura, una mujer de pelo cano se lleva algo a la boca.
No podemos ver qué es. Quizá porque sea algo muy pequeño, quizá porque no sea nada, quizá porque no nos importe.
Hay en su mirada algo que nos dice que ya estamos muertos. Al menos a ella no le importa si lo estamos o no.
En la puerta, a la sombra de la ropa tendida, un perro se lame las heridas, la herida, una herida.
Influenciado por el relato Dentro del encuadre de Robert Coover y acompañado de fotografías de La cámara lúcida de Roland Barthes.
Fiesta en la Mansión Q
Aquella noche se celebró el aniversario de la bienaventurada Monie Q. 18 años. La gran mayoría de los invitados habían cuidado su aspecto al máximo: trajes caros e impecables, peinados de treinta dólares y, algunos de los familiares de Monie, ostentaba alguna piedra preciosa. Los mortales como yo, con nuestra elegancia innata, no necesitábamos parecer árboles de navidad.
Allí me encontré con Roofy, mi compañero de juergas desde que tengo memoria, junto a la mesa de los montaditos.
- ¡Ahí estás! ¿Cómo te va?- le dije y nos dimos un fuerte abrazo.
- Sabes que bien, tío. Qué “mona” va Monie.- sus ojos se desviaron hacia un grupo de muchachas junto a unas cortinas azules. Se apoyó en mí y ladeó la cabeza hacia ellas- Dichosos los ojos,- asentí sonriente.- veinte a uno a que la de la derecha lleva relleno en los pechos.
- Vaya, ¿no es Alice?
- Sí, eso parece. Ahora no se junta tanto con Monie, será que ha madurado.- una cabeza apareció entre nosotros.
- Hola canijos.- espetó Terence.- Probad esto,- dijo mostrando un pedazo de empanada que sostenía con los dedos pringosos, aunque gran parte de ella se encontraba ya alrededor de los labios.- Están junto a las cortinas azules.
Al cabo de un rato, mientras acechábamos por la zona de las cortinas azules, la madre de Monie decidió que había llegado el momento de abrir los regalos que los invitados nos habíamos molestado en comprar. Y lo típico, sus amigas del alma le compraron algo que la hizo gritar de ilusión y se abrazaron durante tanto rato que me dio tiempo de ir a comer algún canapé más. Entre varios habíamos reunido algo de dinero para comprarle un detalle, más por compromiso que por otra cosa. Su reacción fue una resplandeciente sonrisa, un “muchas gracias, de verdad” y dos besos; supongo que fue justo. Cuando terminó de abrir los últimos paquetes, los de sus familiares, se hizo el brindis por la salud y la felicidad de la bienaventurada Monie Q. En aquel momento, las copas chocaron y un temblor extraño sacudió la sala de celebraciones. Entonces mi amigo Roofy desapareció de mi lado. Los demás invitados comenzaron a correr y a dar gritos como locos, entre empujones y codazos. A los pocos segundos, parecía que un torbellino hubiera azotado la sala de celebraciones.
Todos desaparecieron, menos yo, que me quedé de pie en medio de la sala vacía, como el que no ha entendido el chiste, paralizado por la confusión. De repente me entró un miedo difícil de describir, me contagiaron aquella necesidad de refugio de la que estaban poseídos los invitados, así que busqué un lugar donde ocultarme. Pero no lo encontré. Abría armarios y estaban ocupados, revisaba tras las cortinas y encontraba a la gente con los ojos cerrados, rezando. ¿Amy, la gótica, rezando? ¿Terence, el machaca-huesos del colegio, llorando? No debía perder la calma. Al fin y al cabo aquello era de locos. ¿Por qué estaba todo el mundo tan asustado?
Finalmente pude notar que una presencia extraña había invadido el lugar. Un hedor nauseabundo llegó a mi como un golpe bajo, me doblegó y me obligó a seguir caminando con la nariz tapada. Ya había sentido aquel olor antes, durante una extraña pesadilla. Pero era imposible, ¿acaso podemos distinguir los olores en nuestros sueños? Fue uno de aquellos momentos en los que sucumbes a la paranoia, te sientes acosado por tus pesadillas y notas que no puedes hacer nada para escapar. Las luces parpadearon. Recorrí el pasillo del segundo piso con la esperanza de poder esconderme. Podía escuchar las respiraciones agitadas de los demás tras las paredes. Leves gemidos que surgían de todas partes. Pero lo peor era aquel silencio y la ignorancia que lo alimentaba. Aquella peste durante mi pesadilla había parecido tan real.
Finalmente encontré a Roofy. Quería respuestas y él me las iba a dar. ¡Joder si me las iba a dar!
- Roofy, ¿qué sucede? ¡Contesta, Roofy!- grité.- ¿A qué viene todo esto? No me hace ninguna gracia.- trató de decirme algo, pero no pude comprender su balbuceo. Sus ojos estaban absortos. Se quedó sentado en el suelo y levantó la mano para señalar con el dedo algo que estaba detrás de mí. Me giré y descubrí horrorizado al demonio de peluche gigante. No podía mover un músculo mientras se acercaba y su sombra oscurecía mi insignificante cuerpo. Me abrazó con sus gruesos brazos y me ahogué en sus blandos pliegues de algodón.
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Improptu 1
El tiempo no pasa cuando miras el reloj y se escapa lento cuando dejas de mirarlo. El tiempo son las gotas de la ventana. Y lluvia. Y no puedo salir al jardín porque lo ha dicho papá. La bici se moja.
— Aquí tienes, tu regalo de cumpleaños.
— Voy a salir ahora mismo a dar una vuelta.
— No. No puedes salir a dar una vuelta. Falta la cadena. Te la compraré la semana que viene.
— Es igual. ¿Qué más da la cadena?
— Ah, ¿quieres que alguien te robe la bici?
— Es igual. Nadie va a robarme la bici. Es nueva.
— Por eso. Es nueva. Te la van a robar si sales a la calle sin cadena.
— No voy a dejarla sola.
— ¿Te crees que el dinero sale de los árboles?
— Voy con la bici.
Silencio y mi cabeza como en el fuego azul que da el gas en la cocina.
— Papá, voy a salir con la bici.
Veo su mirada y me duele el pecho. No me duele, me...
— Papá, voy...
— Haz lo que te dé gana. Aquí cada uno... los dos hacéis lo mismo. Sí. Tu madre hace igual. Hacéis los dos lo que os da la gana.
Bobo vuelve a escarbar en la tierra del jardín. Se moja y se ensucia de barro; papá le dará en el hocico. ¡Bobo a la bici ni te acerques!
Me ahogo, llueve en mi cara.
— Papá... —no me sale la voz —. Papá...
— ¿Qué?
— Alguien me ha robado la bici.
No hay gritos. ¿No hay gritos?
— Ya sé que te la han robado. Te lo dije.
— Lo siento, papá. Lo siento...
Más lluvia en mi cara. Truenos en mi boca.
— Está en el garaje.
— ¿Mi bici? ¿En el garaje?
Estaba en el garaje, estaba en el garaje, estaba en el garaje...
— ¡Tú me la has robado!
— Así aprenderás a hacerme caso. Podría haber sido cualquiera.
El pasillo es muy largo y... ¿la cocina? La cocina huele.
— Mamá, papá me ha robado la bici.
— Mamá ahora no puede cariño, está haciendo la cena.
Las escaleras chillan si las subes corriendo. La habitación esta fría. Fría como ahora el comedor. Ahora llueve pero el otro día hacía sol. Sol pero también frío como el tobogán del parque en Navidad. Quiero salir a jugar con la bici. La bici está mojada. Y el tiempo no pasa.
— Papá, quiero tener ya la bici.
— No hasta tu cumpleaños.
— ¡Pero yo la quiero ya!
Espera.
— Papá...
— ¿Qué?
— ¡Qué la quiero ya!
— Cállate. No sabes más que lloriquear.
— Pero...
— Pero nada. Eres un malcriado impaciente. Tu madre te ha hecho todo un señorito. Un señorito que tiene que tenerlo todo cuando quiere. No puede ser un segundo más tarde. ¡No! Tiene que ser en el mismito instante que lo desea, y a los demás... ¡a los demás que nos fastidien!
El reloj tiene cuatro números. El tiempo pasa rapidísimo cuando voy con la bici. Aquí, no pasa.
— Papá cuando miro el reloj la hora no cambia. ¡El tiempo no pasa!
Su risa y la cocina y el fuego azul.
— ¿Papá?
— Ese reloj no da los segundos. Eres tan impaciente que no eres capaz de mantener la atención en el reloj ni siquiera el suficiente tiempo para ver como cambia el minutero...
Sí. La bici estaba en el garaje. Ahora está en la calle y se moja. Y papá sigue parado como el tiempo.
vida de greta
Fue durante una cena cuando Greta me lo propuso.
Me pareció una locura.
Por eso le dije que sí.
Greta había venido a casa. Hacía mucho que no nos veíamos. Estaba desanimada. Le pregunté qué estaba haciendo y me dijo: No hago nada, Alfred. Nada.
Pasamos la cena hablando de películas, que era lo único que hacía Greta, ver películas.
Entonces, ya en los postres, me dijo: Alfred, necesito que me hagas un favor. Necesito que me escribas la vida.
Al principio pensé que se trataba de una broma, escribirle la vida a alguien sólo puede sonar a broma. Pero después de un rato comprobé que Greta hablaba en serio.
Te lo digo en serio, Alfred. No sé qué hacer con mi vida, no sé qué hacer, ¡no hago nada! Escríbemela. Te lo ruego.
Era algo totalmente descabellado como para ser cierto.
Alguien te pide que le escribas lo que ha de vivir.
Una biografía al revés.
Decidí aceptar el reto y a la mañana siguiente me puse a escribirle la vida a Greta.
En el primer folio, en letras mayúsculas: VIDA DE GRETA.
Empecé por mejorar su aspecto físico. La apunté a un gimnasio, le hice ir a la peluquería, luego a rayos uva, no sé por qué hice esto último, supongo que quería que cogiese un poco de color después de estar enclaustrada en casa durante tanto tiempo.
Luego le encontré un trabajo. Estuvo sólo unos meses porque hice que no le convenciera mucho y, además, no le pagaban bien. Al poco tiempo encontró uno nuevo, con horarios flexibles y un sueldo mucho mejor. Hice que un compañero de trabajo se enamorase de ella pero al poco tiempo no me convenció porque me pareció estúpido y lo borré sin que dejase rastro.
Al día siguiente de su desaparición, nadie en la oficina preguntó por él. Porque yo no quise.
También le compré un gato al que llamé Salem.
Al cabo de unos meses concreté una cena sorpresa en su casa. Hice venir a sus padres, sus hermanos, sus tíos que hacía tanto que no veía y, finalmente, a sus abuelos, que habían muerto hacía unos años.
Pasado un tiempo hice que me viniera a ver y le escribí, claro, lo que me tenía que decir.
Pasamos un rato agradable.
Así pasaron los años y hoy todavía le escribo la vida a Greta.
Ella dice que es feliz, que nunca ha sido tan feliz como ahora.
Esta noche le he escrito que venga a verme.
Me preguntará: ¿Qué es de tu vida?, ¿qué haces?, y yo le diré: Nada, Greta, no hago nada.
Y esta noche dejaré de escribirla.
Y se quedará conmigo para siempre.
Pero esto ella todavía no lo sabe.
Finales comienzos.
Clara y yo nos conocimos hace ya treinta años.
Treinta años y un día:
— No he encontrado el atún en el supermercado.
— ¿Qué no había atún en el supermercado?
— Claro que había atún en el super, Clara. Había montonoes y montones de latas de atún allí, cariño —apenas pude articular la palabra "cariño" a causa de lo mucho que me rechinaban los dientes. "Cada vez me revientas más, Clara" pensé rabioso y dije en voz alta —. Dos estantes llenos, repletos hasta los topes de latas de atún. Dos estantes sólo para el atún en el supermercado.
— Ah, ¿y entonces? —su voz me llegaba desde alguna habitación de la casa.
— Pues que no tenían el atún que nos gusta. No tenían ni una sola lata de "Atunes al Peso".
— Jo, ¿tampoco tenían queso? ¿Y entonces?
— No, caramelito... —da igual, ella tampoco me oía —. Queso sí tenían. Un estante frigorífico lleno de queso, cariño. Quince mil tipos diferentes de queso en el supermercado. ¿Sabes cuántos tipos de queso diferentes hay, cariño? ¿eh? Quince mil más o menos.
— ¿Y entonces?
— Y entonces no he encontrado atún en el super. Amor, caramelito, pichoncito...
— Pues podrías haber comprado ese... ese atún que tanto nos gusta...
— ¿"Atunes al peso"?
— No, cariño. No hay queso. Por eso te dije que lo compraras.
Ahí fue cuando llegamos a nuestro punto de inflexión.
Dije: "Ah". Y seguí leyendo el periódico.
Treinta años y dos días:
— ¡Ah! ¡Sí!
— ¿Qué? ¿Qué ocurre? —pregunté después de estar a punto de lanzar el periódico por los aires asustado por la reacción inesperada de Clara.
— "Atunes al peso". Así se llama el atún que me gusta.
— Ah, ¿sí?
— Sí, sí. A ti seguro que te gustaría.
— Lo probaremos entonces. Esta misma noche.
Esa noche no probamos el atún de la célebre marca comercial "Atunes al Peso". Freí un poco de carne en nuestra incombustible sartén de la marca "Nogancha".
— Las "Noganchas" son para toda la vida —me dijo el hombre que me la vendió. Y había resultado ser del todo cierto: las "Claras" te acaban fallando pero las "Noganchas" permanecen fieles hasta el final. Es así de cierto.
Respecto al atún de "Atunes al Peso", no lo volví a probar jamás.
Treinta años y tres días:
Estaba completamente absorto en las noticias del periódico. Cuanta desgracia. Huracanes en América, inundaciones en Asia meridional, pobreza... Sí, eso lo pasaba rápido. Me traía sin cuidado. En cambio, la sección de sucesos era algo tan sublime que no podía dejar de leer ni por un momento. Sólo el darme cuenta de pronto de que alguien me estaba observando mientras leía, sólo eso podía desengancharme de los sucesos . ¿Por qué? Por una solo razón: me sentía desnudo, me sentía avergonzado si alguien me observaba mientras leía los artículos de la sección de sucesos. Simplemente.
Bajé el periódico y la vi de pie, mirando con la boca entreabierta. Clara era realmente guapa y aquella postura, que en ella era demasiado común, le daba un aspecto horroroso. Como si se tratara de alguien con un discapacidad psíquica al que de un momento a otro le tiene que caer la baba porque no puede controlar las reacciones de su propio cuerpo. Alguien deficiente como aquella niña a la que su padre había matado junto a su esposa justo antes de suicidarse, no hace tanto, en Melida provincia de A Coruña. Antes de volarse la tapa de los sesos con el mismo arma que había usado para asesinar a sangre fría, a quemarropa, a su mujer y a su hija, escribió una breve nota. Una nota que decía solamente: "Lamento no haber pillado a mi suegra". Menudo chiflado. Aquello era horrible. "¡Dantesco!" había sentenciado el reportero gallego.
Me irritaba tanto aquella postura vulgar de mi mujer... tanto que con tal de que dejara de hacerlo podría llegar a hacer cualquier cosa. Dije:
— ¿Ya has limpiado el lavabo?
— Sí, lo he dejado como los chorros del oro. Se podría comer en el suelo de ese lavabo sin peligro alguno.
Dije:
— Sublime...
Y pensé: "Dantesco".
Pero a pesar del "sublime" ella no parecía conforme. Atacó sin fuerza, pero con ahínco:
— Antes no me ayudabas nada en casa. Antes nada. Y ahora me ayudas en casi todo. Casi te tengo que suplicar que me dejes limpiar el lavabo a mi sola. ¡No puede ser! ¡Así, no!
Yo estaba indignado.
— Bueno, bueno... hago lo que puedo... todo lo que puedo... joder... ¡estoy pre-jubilado!
Sí, nuestra realidad seguía distorsionándose irremediablemente. Parecía que nos bombardeaban letales ondas. Ondas electromagnéticas de alta frecuencia como aquellas que emitía una torre de alta tensión al lado de un colegio y que provocaban cáncer a niños y profesores en el pueblo de Cilleros, provincia de Cáceres. Pero sobretodo a los niños por el escaso grosor de su corteza cerebral.
Treinta años y cuatro días:
— ¡Joder! ¡Qué susto! ¿Qué haces ahí de pie mirando como leo el periódico?
— No, nada. No sabía que te gustaba leer el periódico.
— Sí, sí —dije desabrido—. Cada mañana leo el periódico.
La miré de arriba abajo. Desde sus pies enfundados en unas zapatillas rojas con la cara de Betty Boop hasta su boca terriblemente entreabierta. En la mano derecha llevaba una sartén de la marca "Nogancha" que parecía bastante vieja. Por lo menos debía tener treinta años.
— ¿Qué haces con esa sartén?
— No sé. Te iba a preguntar por ella. No se que hace aquí. ¿Te suena de algo?
— Pues no, no me suena de nada.
Treinta años y cinco días:
Aquello era impresionante. Increíble. "Un hombre de Barcelona, provincia de Barcelona, despierta un día y ve consternado que su mujer, con una sierra de marquetería, le ha cort...
— ¡Cariño! ¡Cariño!
—¡¿Qué?! ¡Estoy leyendo el periódico! ¡Ahora no! ¡Ahora...
— ¿El periódico? —preguntó extrañada —. Vaya, bueno... es que...
— ¿Qué ocurre?
— Nada... sólo que... ¿sabes de dónde han salido estas zapatillas de andar por casa?
— ¿Esas zapatillas rojas con el dibujo de Betty Boop?
— Sí.
— Pues no. No tengo ni idea de dónde han salido —pensé en ello durante dos segundos y dije al confuso —. Quizás te las compré yo. No sé.
Pasaron los días. Cada vez hubo más nerviosismo, pero sobretodo, más inseguridad. Más desconfianza hacia nuestra vida, hacia Clara. Hasta que...
Treinta años y veintinueve días:
Bajé el periódico y vi a una mujer que ya había visto antes. Me miraba embelesada, con la boca entreabierta. Era muy hermosa y esa postura, aunque poco favorecedora, le daba cierto encanto. Cierto encanto de persona observadora, inteligente. Nos observamos durante bastante tiempo y entonces ella me preguntó:
— ¿Y tú quién eres?
— Me llamo Juan —respondí suspirando.
— Encantada de conocerte, Juan. Yo me llamo Clara.
— Hola, Clara. Un placer.
Treinta años y treinta días:
Acabé de leer la sección de sucesos. Doblegué el periódico y me lo puse bajo el brazo. En ese instante vi a una mujer. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando y me fulminó con su mirada. Una mirada que me reventó por dentro. Una mueca de desprecio que me hirió en lo más profundo de mi orgullo. Nadie más que ella podía reflejar tanta desconfianza en una sola fracción de segundo.
Sí, treinta años y treinta días después Clara y yo habíamos dejado de conocernos.
El nombre del gato.
Llegado el momento, empecé por las patas.
No lo hubiera hecho si mi mujer no me hubiera abandonado. No si aquella mañana de domingo, medio adormilado, hubiera lanzado el brazo hacia su lado de la cama y hubiera encontrado su cuerpo enfundando en la blusa de seda. Aquella blusa que, en algún momento que casi ya no recordaba del pasado, yo mismo había mantenido a ralla para colarme entre sus piernas.
Lancé el brazo pero no encontré nada. En ese momento pensé que se habría levantando pronto para ir a correr o para adelantar trabajo entre sus montones de papeles en la mesa del comedor. No era así. No estaba en casa. Ni había salido a correr. Su ropa de deporte seguía en el armario junto a todos sus pantalones, camisas, camisetas, abrigos, jerseys... Allí también estaban las maletas. Detalle que me alivió la preocupación, al menos, hasta que la llamé al móvil. Entonces me enteré de que había dado de baja el número. Tuve una sospecha y acerté. Llamé al banco. Alguien había retirado el cincuenta por ciento de nuestros ahorros. Había sido considerada, se había llevado su parte y había desaparecido dejándolo todo atrás. Se había fugado con una sola muda, por lo que era evidente que se había ido con otro. Otro que mantendría a ralla la blusa a partir de ahora. Otra blusa, claro, la que usaba para dormir cuando estábamos juntos la encontré al pie de la cama. La llevé conmigo varios días, mientras aún esperaba que volviera. Arrepentida, quizás. Torturada por la necesidad de tenerme a su lado. Sin embargo, cuanto más intentaba pensar que ella no tardaría en darse cuenta del inmenso error que había cometido, más daño me hacía el pensar que estaba alimentando falsas esperanzas, que ella por fin había encontrado la felicidad lejos de mí. ¿Y si yo estaba llorando y ella riendo? ¿Y si yo notaba el vacío mientras ella notaba como su vacío, para el que ya había creído que no había solución alguna, empezaba a llenarse? Llevé la blusa en la mano izquierda durante esos días, durante mis fantasmales paseos por el piso, durante las horas y horas que me pasaba echado en el sofá mirando el blanco del techo. Cada pocos minutos me la llevaba a la cara e inspiraba con todas mis fuerzas. Aún quedaba allí su fragancia.
Yo estaba en el paro y apenas tenía relación con el mundo. Dos factores determinantes para que me encerrara a cal y canto en el piso. Aún así, no estaba solo. Mi mujer no sólo se había dejado la ropa, las maletas y sus papeles. Se había dejado también a su gato. Un gato siamés de grandes ojos azules llamado Little Clown. Le había dicho varias veces lo estúpido que era aquel nombre. La verdad es que muchas veces le decía cosas a mi mujer que sonaban mal, que le hacían daño, y nunca supe decirle que lo sentía. "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios" me decía constantemente. Se equivocaba. Se equivocaba por completo. Sí, me daba cuenta. Sí. Siempre, siempre sentía el daño que estaba haciendo. Y lo peor es que eso me convertía en alguien aún más despreciable. En vez de dar un paso hacía adelante, más allá de la invisible empatía que convertida en una acción de perdón aliviaría el dolor de mi mujer, se me ocurría decir como un bribón sinvergüenza: "Es así, es así. Yo soy sincero, ¿preferirías que no lo fuera? ¿Preferirías que te mintiera?". Podía oler en aquella blusa esos momentos. La incomprensión, el amor propio... sus muecas histéricas. Ella me miraba y decía: "¿Sincero? Vete a la mierda". Al final, supongo que al ver que no me iba a la mierda, decidió tomar la iniciativa.
Podía vivir sin mi mujer. Perfectamente. La cosa entre nosotros iba mal. Siempre había ido mal. Y bien. También bien. No era una relación fácil, era una relación de dos personas, dos elementos complejos. Una persona es algo complejo. Es algo complejo que quiere ser simple a toda costa. Quiere ser simple para no tener miedo. Me asustaba mucho el pensar en como lo complejo supera con creces a lo simple. Queremos imponer lo simple, pero lo complejo rebosa. Y me asustó también el que una mañana, un mes después de que me abandonara, desaparecieran su ropa y sus maletas. Entonces, casi a punto de perder la cabeza, revisé toda la casa de arriba abajo. Desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche busqué desesperadamente una señal, una nota de despedida... Algo. Un "adiós". O mejor. Un "que te zurzan". Algo.
Nada. No encontré nada. Sólo su blusa en el suelo, en el mismo sitio que yo mismo la había dejado por la mañana. Volví a cogerla para llevarla conmigo al sofá. Volví a seducirla y a susurrarle gimoteando: "lo siento".
Como algo normal en la sucesión de los acontecimientos, al día siguiente, desapareció el armario. ¿Qué cómo había conseguido llevárselo sin despertarme? No tenía la más mínima idea. Yo tenía suficiente con su blusa y con mi dolor. Eso lo ocupaba todo. Al día siguiente, sábado, me desperté y no estaban las mesitas de noche. El domingo me quedé sin televisión y sin algunos cajones de la cocina. El lunes sin mesa del comedor y sin estantería de libros. El martes sin libros, sin cama de invitados y sin retrete. Así hasta que no quedó absolutamente nada.
Volvía a ser lunes y yo me despertaba tendido en el suelo de una habitación vacía. Me pasé horas vagando por el piso palpando las paredes como si acabara de quedarme ciego y estuviera completamente desorientado en mi propio cuerpo. Se había llevado las ventanas.
Desperté veinticuatro horas después y vi que al piso le faltaban metros cuadrados. En tres días perdí las habitaciones, la cocina, el lavabo... Todo menos el comedor. Allí estábamos yo y Little Clown, y más que nunca tuve la convicción de que ese era el nombre más estúpido que alguien podría ponerle jamás a un gato. Estaba rabioso. Suerte que aún me quedaba la blusa. La blusa a la que cada noche se habían aferrado mis manos para que no desapareciera junto a todo lo demás. Aquel desasosiego era insoportable. No obstante, en ningún momento se me pasó por la cabeza salir por la puerta. Ni siquiera sabía ya si tenía puerta.
Poco a poco, a cada noche que pasaba, el comedor se iba haciendo más pequeño. Y más pequeño. Y, entonces, ocurrió una desgracia. Me desperté y Little Clown se estaba comiendo la blusa. Se comía la blusa y me miraban sus ojos azules, esos ojos azules que me producían escalofríos, esos ojos azules que me decían: "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios". Y ese nombre: Little Clown. Ese ser que había recibido más caricias de mi mujer en el último mes que yo en los cinco últimos años. ¡Se estaba comiendo la blusa! La blusa y su fragancia. La blusa y su amargura. En ese instante sentí que no me quedaba nada e iracundo golpee a Little Clown en la cabeza. Con la mano izquierda. No tardó en sangrar por la boca. Había perdido la consciencia. Uno de los dos había perdido la consciencia.
Cuando clavé mi primer mordisco en la pata del felino aún podía notar como respiraba. Sí, claramente, Little Clown estaba vivo cuando lo devoré.
Continúa...
Alburquerque
Todo empezó una noche oscura de sol radiante.
Hacía tanto frío que Roy se puso una camiseta de tirantes y los pantalones cortos que se compró el otro día en una tienda que estaba de liquidación, una tienda de un centro comercial de las afueras, un centro comercial en crisis en el que casi todas las tiendas estaban cerradas, un centro comercial espléndido, sufriendo una crisis espléndida, magnífico centro comercial.
Antes, claro, se había levantado de un salto de la cama, perezoso como cada mañana de noche oscura de sol radiante.
Sin hambre, Roy se preparó dos huevos fritos, seis trozos de beicon, tres tostadas con mantequilla y mermelada que devoró lentamente, y un litro de zumo de pomelo, que engulló con parsimonia.
Se duchó, se secó, se lió un porro, se lo fumó, se peinó y, ahora sí, como hacía tanto frío, se puso una camiseta de tirantes y los pantalones cortos de los que hablamos.
Al salir a la calle, el sol radiante de aquella mañana de noche oscura le cegó y Roy tuvo que abrir bien los ojos debido al sol radiante del que acabamos de hablar.
Caminaba por la calle sin rumbo fijo, sin saber muy bien adónde ir, casi tambaleándose no se sabe muy bien por qué, si por el porro, por los seis trozos de beicon, por el litro de zumo de pomelo, no se sabe muy bien por qué, dijimos. Así que caminaba tambaleándose, como un majestuoso guepardo por la sabana.
Su teléfono sonó, el móvil de Roy sonó mientras éste se tambaleaba como un guepardo orgulloso. Roy sacó del bolsillo el móvil, sacó de su bolsillo su móvil no sería correcto debido a la repetición del su posesivo, así que Roy sacó del bolsillo el móvil, aunque Roy sacó de su bolsillo el móvil estaría bien, y también Roy sacó del bolsillo su móvil, pero lo dejaremos como al principio, porque ya sabemos que tanto el bolsillo como el móvil son suyos.
Así, Roy sacó del bosillo el móvil.
Miró la pantalla.
Brenda llamando.
Responder. Cancelar.
Como Roy tenía muchas ganas de hablar con Brenda, apretó rápidamente el botón de Cancelar y se volvió a guardar el móvil en el bolsillo y continuó caminando majestuoso tambaleante, quizá por el porro, por el beicon, en fin, de esto ya hemos hablado y no tiene el más mínimo interés.
Roy, ya con el móvil de nuevo en el bolsillo, llegó a su trabajo.
Aquí sí que se puede utilizar el posesivo. ¿Por qué? Porque queda bien.
Una vez en su trabajo, pasó seis horas sentado en una silla de madera observando a personas que miraban cuadros y se fue.
Al salir ya era de día y en aquella zona donde estaba situado su trabajo, un polígono industrial, las farolas habían sido magistralmente reventadas a pedradas por niños y padres y madres y abuelas, por familias enteras las farolas habían sido magistralmente reventadas, así que ahora, al salir Roy de su trabajo, de día y sin farolas, poco se podía ver en esa zona.
Caminando de vuelta a casa un coche le hizo luces y se detuvo a su lado.
El conductor bajó la ventanilla del acompañante.
Roy se acercó.
El conductor le extendió la mano en la que llevaba algo.
Roy extendió la suya esperando recibir aquello que contenía la mano del conductor.
Entonces el conductor soltó un chicle en la palma de la mano de Roy y dijo: Tíralo por ahí, anda.
A lo que Roy, lleno de rabia y furia y melancolía y amor, contestó: De acuerdo, así lo haré.
Ya en casa, se tumbó en la cama, cogió el móvil y llamó a Brenda. No lo cogió. Tres veces la llamó. No lo cogió ninguna vez, dijimos. No lo cogió. Es decir, no hubo comunicación entre Roy y Brenda. Así que Roy le envió un mensaje: Hola Brnda. Me gustaría follarte ahora mismo. ¿Es posible? Si es que sí, no vengas a mi casa. Si es que no, ya sabes donde vivo.
A los pocos minutos Roy recibió un mensaje: Su saldo actual está a punto de agotarse.
Después de un rato, da igual cuánto sea, una hora, dos, qué más da, un rato, un rato, después de un rato alguien llamó a la puerta.
Roy pensó: Esa es Brenda, que no quiere follar.
Fue a abrir.
Un hombre con camisa de franela a cuadros estaba apoyado en el marco de la puerta cuando Roy abrió. Lo hacía como quien llega cansado, o como quien está derrotado por la vida, o como quien quiere apoyarse en el marco de una puerta.
Roy le preguntó: ¿Le puedo ayudar en algo?, a lo que el hombre de camisa de franela a cuadros contestó: Me llamo Frederic y nací en Alburquerque, Nuevo México. Y Roy le preguntó: ¿No Alburquerque, Badajoz? Y el hombre de camisa de franela a cuadros contestó: No, Alburquerque, Nuevo México.
Está bien, dijo Roy. Adiós, dijo el hombre de camisa de franela a cuadros.
Antes de cerrar la puerta, Roy se quedó mirando a aquel hombre de camisa de franela que ahora se alejaba y bajaba las escaleras hacia la calle. ¿Y si no me estaba mintiendo?, pensó Roy.
Cerró la puerta y se volvió a tumbar en la cama.
Sonó el móvil.
Brenda llamando.
Responder. Cancelar.
Cancelar.
APERTURA 10am – CIERRE 5pm
Era una de las mejores mañanas de junio: En el zoo se respiraba tranquilidad antes de su apertura, el aire balanceaba las hojas de los árboles, el sol acariciaba las caras de los entusiasmados invitados y había un tráfico espantoso.
Las travesuras de los chimpancés hacían las delicias de los más pequeños, los leones, estirados en las grandes losas de piedra, eran objetivos de las cámaras de video y las panteras acechaban cerca de las vallas a los extranjeros perdidos que buscaban la zona de los reptiles en el mapa. Al cabo de unas horas, el número de visitantes había aumentado considerablemente. El calor se fortalecía, los mosquitos comenzaban a molestar y las colas del baño eran kilométricas. Los búfalos miraban con descaro a la multitud amontonada al otro lado del cerco mientras paseaban por el borde de la zanja. Las cebras se perseguían por la pequeña sabana, jugando con sus compañeras las jirafas, que saciaban su delicado apetito con las ramas de una alta acacia. Los hipopótamos se daban un agradable chapuzón en su estanque y los tigres dormían tumbados al sol, ajenos al vocerío humano. Los pájaros sobrevolaban sus nidos mientras las crías asomaban sus picos sobre las ramitas oteando a la muchedumbre que intentaban fotografiarlas por entre las cabezas de los demás individuos. Los loros discutían sobre la calidad de los frutos secos ante las miradas inquietas de los niños.Entrada la tarde, el ambiente estaba demasiado cargado, los hombres y mujeres del parque estaban cada vez mas nerviosos, los flashes de las cámaras empezaban a ponerles histéricos y el vocerío les alteraba los nervios. Algunos se encaraban y lanzaban sus puños contra sus contrincantes, golpeándose el pecho clamando por su territorio. Los más jóvenes escapaban corriendo o se subían a los árboles, esquivando las represalias. Las cebras dejaban de jugar, los pájaros volvían a los nidos para proteger a sus hijos asustados, los tigres rugían y los búfalos sacaban sus cámaras de vídeo digitales. La situación requería la inmediata actuación de los guardias. Disparaban dardos tranquilizantes para detener su huida y atizaban con sus látigos a las crías enfurecidas.
Al caer la noche, el parque cerró sus puertas y los animales se fueron a sus casas.
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Dos hombres y un ataúd.
Ancla sus manos en el cristal protector y cuando sus ojos se humedecen para desprenderse de las primeras lágrimas echa la cabeza hacia atrás como si quisiera invertir el proceso: llorar hacia dentro para no manchar el cristal bajo el cual descansa el muerto.
Aún así, RIGOBERTO no está seguro de que en ese ataúd esté realmente su amigo. Una persona le parece algo demasiado grande como para caber en esa exigua caja de madera. A pesar de ello, él había acabado con su vida mucho antes de que su corazón dejara de bombear sangre, mucho antes de que su cerebro dejara de albergar los impulsos eléctricos que creaban ese universo llamado DARL. RIBOBERTO sigue mirando hacía arriba para no llorar. Mira al techo porque no cree que más allá haya cielo alguno.
A su espalda está el otro hombre que presencia el velatorio. Sólo son dos. Y el cadáver. BURMÁS no mueve ni un solo músculo de su cuerpo. Rígido, preso de una tensión desproporcionada, mira al suelo como si quisiera desaparecer en él. Espera encontrar una pequeña grieta en las baldosas para bajar al infierno y cruzar las llamas con la esperanza casi esquizofrénica de no encontrar en las entrañas de la tierra a su amigo DARL.
RIGOBERTO (como saliendo de un breve sueño). Si todo el mundo tuviera un tercer brazo, Burmás... ¡ay si todo el mundo tuviera un tercer brazo!
BURMÁS (desabrido, molesto por la intervención de RIGOBERTO que ha roto el hilo de sus pensamientos). ¿Un tercer brazo? ¿Para qué tendría alguien que tener un tercer brazo?
RIGOBERTO. Por eso. Por eso mismo se me ha venido a la cabeza esa idea descabellada. Si todo el mundo tuviera un tercer brazo y con él una tercera mano con la que permanentemente sujetará una pistola que apuntará a su cabeza... ¿sabes que pasaría?
BURMÁS (seco). Me da igual. No es el momento.
RIGOBERTO. Sí, lo es. Burmás, aquí no hay nadie. Es el momento.
BURMÁS. Aquí está Darl.
RIGOBERTO (presionando sus puños contra el cristal). ¡Aquí no hay nadie!
BURMÁS. Mierda, Rigo. Mierda.
RIGOBERTO (recalcitrante). ¿Sabes que pasaría? Si todo el mundo tuviera una tercera mano con una pistola permanentemente apuntando a su cabeza... ¿sabes que pasaría?
BURMÁS (irritado, queriendo resolver cuanto antes). ¿Qué pasaría?
RIGOBERTO (empezando con un susurro y levantando el tono de voz muy poco a poco, de manera casi agresiva). Pues que no existiría ese "todo el mundo". No habría humanidad. Por voluntad propia, en un momento u otro, la gente apretaría el gatillo y se volaría la tapa de los sesos. Así, por cualquier cosa. Yo mismo lo haría. Lo haría por cualquier tontería. Sólo necesitaría un pequeño motivo, da igual cuál fuese siempre y cuando me provocara una de esas sensaciones de furor. Uno de esos arrebatadores impulsos... ¿Sabes de lo que te hablo? Por tres segundos te hierve la sangre, contraes tu mandíbula y algo se contrae dentro de ti... Apretaría el gatillo una y cien mil veces... Y no podría arrepentirme porque estaría muerto. Si, en cambio, pudiera pensar después de hacerlo seguro que me parecía la tontería más grande del mundo. Pensaría: ¡cómo pudiste hacerlo pedazo de inútil! No hay nada más importante que la vida... mi vida... y... (voraz) en cambio, hay momentos, instantes, milésimas de segundo, que la vendería... ¡mi vida! la vendería por darme el placer de abordar a la nada. Porque sí. Por destruir. Por... por morir. Por la más absoluta nimiedad. Bueno, nimiedad, por ese mismo tipo de nimiedad que se acumula con tantas otras nimiedades y que hace de una persona inteligente, sensible, un drogodependiente a los sesenta años. Simplemente, llevas sesenta años llevando una vida normal y de repente necesitas el Prozac como el comer. Eso si no te pegas un tiro o te cuelgas en el porche de tu casa. ¡A los sesenta años! Yo no tengo porche, quizás es una idea demasiado...
BURMÁS (sin poder aguantar más la verborrea de su amigo. En un tono lastimoso). ¿Por qué piensas en eso ahora? Darl acaba de morir...
RIGOBERTO (como repitiendo una voz interior). Darl acaba de morir...
BURMÁS. ¡Rigo! ¡Basta! ¿No puedes guardar silencio? ¿No puedes llorarlo en silencio?
RIGOBERTO. No. Sabes que no me puedo callar. No puedo. Me aterra el silencio. Y aquí más. Tengo la impresión de que si dejo de hablar y esto se queda en silencio, Darl empezará a torturarme. Empezará a hablar y a decirme... y a preguntarme... Rigoberto, ¿por qué no hay nadie en mi entierro? ¿Por que sólo estáis vosotros, mis amigos del alma? Y yo... yo no sabría qué decirle... la droga...
BURMÁS. ¡Calla!
RIGOBERTO. Lo siento. Lo siento, Burmás. Intentaste ayudarlo.
BURMÁS (rugiendo). Cállate. Tú no sabes nada.
RIGOBERTO. Sé lo que tengo que saber. Esto también ha sido un palo muy duro para mí. Y sé lo que significa para ti. Lo siento tanto, Burmás. Pero era el destino... era lo que le tenía preparado a Darl, no hay más remedio que asumirlo... es el destino lo que ves al otro lado de este cristal.
BURMÁS (paralizado por una extraña sensación. Sin comprender). ¿El destino?
RIGOBERTO. Sí... las drogas lo destruyeron. Estaba escrito que esto acabaría así. Su familia renuncio a él... sus amigos... su mujer. Sólo quedamos tú y yo. Y tú intentaste que trabajara en el taller donde trabajas. ¿Cuánto duró? ¿Seis meses?
BURMÁS (con un hilo de voz apenas audible). Cinco meses, quince días, dieciocho horas... en el taller...
RIGOBERTO. ¿Cinco meses has dicho?
BURMÁS. Sí. Eso. Eso he dicho. Cinco meses.
RIGOBERTO. Demasiado duro el taller para él.
BURMÁS (apunto de echarse a llorar). Demasiado duro...
RIGOBERTO: Demasiado sucio...
BURMÁS. Demasiado sucio...
RIGOBERTO. Demasiado...
DARL (voz aterradora que retumba en el ataúd). ¡BASTA!
BURMÁS (aterrado por las palabras del muerto da un salto). ¡¿Qué?!
RIGOBERTO (girándose asustado por el grito de BURMÁS). Pero, ¿qué te ocurre? ¿A qué ha venido eso?
BURMÁS (petrificado, señalando el ataúd). Él... él... él...
RIGOBERTO. ¿Él? ¿Qué?
BURMÁS. Él, él... él ha habl...
DARL (con voz estentórea) ¡BASTA! ¡BASTA, BURMÁS!
BURMÁS (resignado, preso en una especie de delirio). Sí... basta... Darl... basta...
RIGOBERTO. ¿Pero te has vuelto loco? ¿Qué te ocurre?
BURMÁS. Yo... Él...
DARL. ¡BASTA he dicho! ¡BURMÁS! Tú no trabajas en un taller...
BURMÁS. Yo no trabajo en un taller...
RIGOBERTO. ¿Qué? ¿A qué viene eso? ¿Dónde trabajas sino?
DARL. Es sólo una mafia...
BURMÁS. Es sólo una mafia...
DARL. La droga... tu me metiste en ese mundo....
BURMÁS. La droga... yo te metí en ese mundo...
RIGOBERTO. ¿A quién? ¿A Darl? ¿Tú? ¿En la droga?
DARL. Tú me destruiste...
BURMÁS. Yo te destruí...
RIGOBERTO. ¿Qué? ¿Pero con quién hablas?
DARL. ¡BASTA!
BURMÁS. ¡Basta!
DARL. Fuiste tú...
BURMÁS. Fui yo...
RIGOBERTO. ¿Tú qué?
DARL. Tú me mataste...
BURMÁS. Yo te maté.
RIGOBERTO. ¿Qué? ¿Por qué? No. No me vengas con esas. Tú no, tú no lo mataste. ¿Con quién hablas?
DARL. Te pagaron para que lo hicieras...
BURMÁS. Me pagaron para que lo hiciera...
RIBOBERTO. No, no... no digas tonterías.
DARL. Yo os quise engañar...
BURMÁS. Él nos quiso engañar...
DARL. Yo estaba acabado, yo estaba muerto de todas maneras...
BURMÁS. Tú estabas acabado de todas maneras... tú... tú... (haciendo un ímprobo esfuerzo) tú estabas muerto de todas maneras.
BURMÁS abre los ojos de par en par y se mantiene a la espera. Sólo recibe silencio del ataúd. Poco a poco comprende que todo se ha terminado. De repente sus piernas le fallan y cae al suelo. Adoptando una posición fetal emite un grito desgarrador y empieza a llorar desconsoladamente. RIGOBERTO ha dejado de apoyarse en el cristal y se ha vuelto hacia BURMÁS. No para de repetir una y otra vez lo mismo.
RIGOBERTO. No, tú no. No. Pero, ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? ...
BURMÁS (balbuceando entre gemidos). Nunca pensé en hacerlo... No. No lo iba a hacer, no... Él tuvo un mal gesto... él... delante mío... tuvo... y yo... y en mí... el se echó a reir... en mí un impulso. Un impulso fatal. ¡Y el dinero!
RIGOBERTO (Las palabras de su amigo le suenan a algo que ha dicho, pero no es capaz de conectar con la realidad, ni siquiera con el pasado más inmediato. Todo ha sido muy rápido, la estructura que se ha alzado durante años se ha deshecho con demasiado celeridad. Intenta recuperar el aplomo en vano). ¿Un impulso? ¿Un impulso?
BURMÁS sigue llorando. Palpa todo su cuerpo con sus manos temblorosas. Busca su tercer brazo, su tercera mano y su pistola. No la tiene. Tampoco tiene porche, ni valor. Lo único que tiene es la seguridad de que no habría arrepentimiento si lo hiciera. Ahora su vida desaparecerá con las cenizas de DARL. Polvo, vida y más polvo. Y, quizás, gracias al médico, quilos de Prozac.
hasta que se hizo de noche
En el parque él siempre jugaba solo, dibujando mares en la arena.
Un día ella se le acercó y le regaló un caramelo.
Luego estuvieron jugando mucho rato, hasta que se hizo de noche y casi no se veían.
Al día siguiente ella se le volvió a acercar y le regaló otro caramelo.
Él sonrió y luego estuvieron jugando mucho rato, hasta que se hizo de noche y se les durmieron las manos.
Pero al tercer día ella no vino.
Él se quedó sentado en el banco, dibujando mares en la arena.
Cuando se hizo de noche, se fue.
Así pasaron los días y ella no venía.
Él guardaba los envoltorios de los caramelos y los olía para hacerla aparecer.
Luego, volvía a dibujar mares en la arena.
Pasó el invierno y llegó la primavera.
Pero ella seguía sin aparecer.
Y los envoltorios ya no guardaban su olor.
Una tarde, después de dibujar el mar más grande de los jamás dibujados en la arena, decidió ir a buscarla.
Se quitó las zapatillas y se sumergió en el mar que acababa de dibujar.
Buceó durante mucho tiempo.
Vio delfines, ballenas, caballos, jirafas, árboles, estrellas de mar, peces multicolores, autobuses, bicicletas y arrecifes de coral.
Todo iba a cámara lenta.
Algunas veces paraba a descansar.
Se sentaba en una roca submarina y miraba el paisaje.
Cruzó todo el mar buceando.
Cruzó todo el mar para buscarla.
Hasta que un día ella apareció.
Estaba sentada en un coral, haciendo pompas de jabón.
Él se sentó a su lado y le sonrió.
Ella le regaló un caramelo.
Él le dibujo un mar en el fondo marino.
Entonces se cogieron de la mano y se zambulleron en el mar que acababa de dibujar.
Y bucearon mucho rato.
Hasta que se hizo de noche.
Multihistoria
Notó que su cara ardía cuando su nombre se escuchó por aquellos altavoces. Se abrazó con sus compañeros, todavía no se lo podía creer.
Ante la algarabía del público, avanzó por la alfombra roja para recoger el premio de la academia de cine al mejor guión original, se sentía pletórico. Intentó recitar el discurso lo más rápido posible, pues su timidez no conocía limites. Entonces un mal paso le hizo caer de la tarima. Levantó tímidamente la cabeza hacia la promoción de 1982 de su instituto, viendo como sus compañeros soltaban algunos gritos y carcajadas: por algo le habían otorgado el premio al más torpe de la clase. Las risas inundaron la estancia y su rabia desembocó en un llanto inconsolable. No quería comer nada más, estaba cansado y tenía sueño; su padre, que sostenía la cucharada de natilla en el aire, intentó calmarlo. Lo apoyó en su hombro, después lo agarró con una mano y extrajo unos apuntes del carpesano. Hacia diez años que trabajaba en aquel distrito, anduvo vigorosamente por el pasillo de la oficina abanicándose la cara, tratando de soportar con buen humor aquel agotador día de trabajo. Se quitó el jersey para guardarlo en la taquilla y Messi cogió el desodorante para echárselo por el cuerpo. Cerró la taquilla del gimnasio y se colgó la bolsa en el hombro mientras se dirigía hacia la salida. Se preparó y lanzó una patada contra la puerta, que se abrió de par en par, sus hombres entraron tras él con la mirada fija en el interior, apuntando con sus rifles de asalto la oscuridad de aquel almacén abandonado. Dando un par de gritos, los hombres de nacionalidad rusa que formaban parte de la mafia se echaron al suelo asustados. Mientras los esposaban y les recordaban sus derechos, uno de los mafiosos apareció de detrás de una caja y disparó al dirigente del SWAT. Poco a poco, a medida que su boca se llenaba de agua, la cabeza del payaso fue hinchándose. El payaso número cinco fue el primero en estallar y el niño ganador saltó de alegría; el feriante le otorgó un peluche rojo gigante como premio. El chaval ya no tenía más manos para llevar consigo aquel trofeo: llevaba un algodón de azúcar, un helado y varios globos, así que decidió tirar el algodón de azúcar en la papelera más cercana, con un espectacular mate. Dos puntos subieron al marcador y el equipo local se avanzó en aquel momento, ganando por dos tantos de diferencia. Estaba en juego el campeonato y el equipo rival vio frustrados sus esfuerzos para mantener el liderazgo en el juego cuando apenas faltaban unos pocos segundos para la finalización del partido. El entrenador pidió el tiempo muerto, debían organizar una ofensiva que no pudiera fallar. En la reanudación, todos los ojos estaban clavados en el escolta. El pívot pasó el balón al base, que lo condujo rápidamente hasta medio campo, el escolta se situó en un lateral del área, recibió el esférico, tiró y anotó los tres puntos. La sirena sonó. El entrenador saltó de gozo del banquillo y se abrazó con su ayudante, la lluvia caía sobre sus cabezas. Habían planeado ese encuentro, en aquel país remoto, tras finalizar la carrera, pues sus ajetreadas vidas de estudiantes no les dejaban tiempo para estar juntos; era hora de recuperar lo perdido. Ahí estaba la cafetería, donde tuvo lugar su primer encuentro, durante el verano de hacía seis años, ahí estaba su mesa, donde sus miradas se encontraron. Se sentaron y pidieron algo que tomar, daba igual el qué, se quedaron pensativos, tenían tantas cosas que contarse que era complicado comenzar, él desvió la mirada hacia la ventana, donde el paisaje cambiaba de forma incesante. El traqueteo del viejo ferrocarril hizo que varias maletas cayeran al pasillo, el profesor se levantó y recogió su equipaje de mano que había caído al suelo. Uno de sus inventos salió disparado haciendo un ruido estridente, despertando a varios pasajeros que estaban dormidos. Siguió sobrevolando el vagón ante el asombro de todos, dejando una estela de humo, mientras trataba de atraparlo, pero finalmente atravesó el cristal y se perdió para siempre. Se asomó y vio la avenida principal de la ciudad, donde los coches circulaban ruidosamente y con prisa. Dedujo, por aquel amontonamiento de papeles que había en su escritorio, que aquel día tampoco podría ver a sus hijos, había pasado la semana en otra ciudad dando conferencias, y ahora, estando tan cerca de casa, sabía que no podría disfrutar tampoco de un tiempo libre con sus muchachos. Odiaba recibir su llamada y repetir aquella frase, “lo siento, tengo mucho trabajo” Parecía una excusa barata, pero era la realidad. Abrió el ordenador e introdujo su clave de acceso. Se ajustó las gafas, el sudor le resbalaba por la nariz... decidió escribir su carta de dimisión.
El que acecha cerca.
A veces, cuando cierro los ojos, cuando me atormenta él, el que acecha cerca, demasiado cerca, regreso a la extraña ciudad que conocí hace treinta años.
Cruzo de nuevo su plaza Vieja y vuelvo a admirar aquel monumento central que parece nacer de la bruma pétrea. En un instante, me encuentro en otra parte de la ciudad, recorriendo su celebre puente sobre el río M. Salgo de la torre Blanca y andando por entre los Santos de arenisca que rezan bajo sus coronas doradas llegó a la otra torre, la Negra. Allí, como hace treinta años, encuentro a un hombre, un Vagabundo, que permanece agachado con las rodillas y la frente clavadas en el suelo, ocultando la cabeza entre los antebrazos y curvando la espalda para dar la forma definitiva a la quietud que se centra en sus manos. Las manos que, a modo de altar, sostienen y alzan en el aire, ceremoniosamente y sin moverse un ápice a lo largo de las horas, una maltrecha gorra. Contiene pocas coronas. Pero no por ello se crispan sus párpados sintiendo la humillación y una confusa ofensa. No. Todo lo rezuma él. Muere a cada instante y vive cuando cae una maldita moneda. "No la merezco" dice siempre en silencio. "No merezco nada". La realidad se deforma con su presencia, se deprime el espacio y el tiempo como en una especie de pozo infinito bajo sus pies. Él no cae. Siempre al borde, pero no cae. Se huele la humedad, el ambiente viciado, incluso bajo el sol más vigoroso.
Eso mismo pasa cada vez que cierro los ojos atormentado por él, el que acecha cerca, demasiado cerca. Después abro los ojos y vuelvo al mundo "real".
Sin embargo, ayer... ayer no ocurrió así. Cuando vi al hombre con la gorra pidiendo limosna el efecto fue devastador. Imaginé que Yo era Él y que Él no era nada, únicamente un producto de mi imaginación enferma. Luego imaginé que yo era el río M. y el Vagabundo era el puente. Y me dolió tanto la cabeza que al abrir los ojos me encontré metido en una habitación minúscula, minúscula y muy negra.
Fue increíble cuando encontré una pistola en mi mano derecha. Y aún fue más increíble cuando me di cuenta de que estaba apuntado directamente a la cabeza del Vagabundo. Yo temblaba, temeroso, excitado, y, en cambio, él apenas movía un solo músculo de su cuerpo. Seguía con la misma expresión, como si el que cayera una moneda en la gorra o el que recibiera un balazo en la cabeza fueran no dos caras de la misma moneda, sino la misma, la misma cara de una corona checa con una sola faz. Y yo no sabía por qué lo quería matar, ni sabía que hacía esa pistola en mi mano derecha, pero aquel que acecha cerca quiso que apretara el gatillo. Bailaba como un demonio alrededor mío, en una especie de rito macabro por las Almas Muertas. Yo habría apretado el gatillo. Lo habría hecho, creía... yo creía que sí. Inesperadamente sentí algo en mi nuca. Otra pistola. Alguien quería volarme la cabeza. Ese alguien no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Yo seguía apuntando al Vagabundo. La cadena esperaba, esperaba a que alguien aullara...
¡NADA!
...y que el repicar de los percutores trajera el no retorno. De cualquier otro modo sólo nos quedaba una interminable expectación. Interminable sólo aparentemente, claro.
También el que me apuntaba tenía su demonio alrededor. Él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola. Alguien quería volarle la cabeza. ¿Cómo cabíamos tantos en esa minúscula habitación? Cada uno de nosotros con su demonio pidiendo guerra, cada uno con aquel que acecha cerca, demasiado cerca. El murmullo era insoportable. Creo que estábamos todos a punto de perder la cabeza. Todos menos el Vagabundo: mismo gesto, misma expresión.
El que apuntaba al hombre que tenía la pistola sobre mi cabeza no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Pero él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola...
buzones
Hacía sólo un par de meses que mi mujer y yo nos habíamos mudado a este piso de las afueras, huyendo de la locura del centro, y nunca me había fijado en ellos.
Quiero decir, sí que sabía que estaban ahí, pero nunca me había parado a mirarlos.
Hasta el otro día, mientras esperaba el ascensor de vuelta del supermercado.
Dejé las bolsas de la compra en el rellano de entrada y pulsé el botón de llamada del ascensor. Nunca suele tardar demasiado porque sólo hay cuatro pisos, pero aquella tarde el ascensor no bajaba.
Volví a apretar el botón de llamada aunque vi que la luz estaba encendida, como si la primera llamada todavía estuviera en proceso. Me apoyé en la pared y miré hacia los buzones. Para distraerme, empecé a leer los nombres de mis vecinos, de mis nuevos vecinos.
Y fue entonces cuando descubrí que el vecino del cuarto segunda se llamaba igual que yo.
Lo comprobé tres, cuatro, cinco veces.
Cuarto segunda: Diego Cruz Serrano.
Primero segunda: Diego Cruz Serrano.
Ése sí que era yo, el del primero segunda. ¿Cómo no me había fijado antes? No era sólo el nombre sino los dos apellidos.
Al principio pensé en una equivocación a la hora de colocar los letreros, pero inmediatamente leí el nombre de las parejas y comprobé que eran diferentes, lo que me hizo comprender que se trataba de una casualidad extraordinaria.
Al cabo de unos minutos el ascensor llegó. De él se bajaron un hombre y una mujer cargados con maletas y bolsas.
- Perdona si te hemos hecho esperar- me dijo la mujer- es que estábamos cargando todo esto.
Le dije que no importaba y nos despedimos. Metí las bolsas en el ascensor y subí a mi piso.
Mi mujer llegó por la noche y lo primero que le conté fue lo de los buzones.
Me dijo que no podía ser, que sería un error, que era mucha casualidad.
Bajamos a la entrada y comprobó lo que le decía.
- Es raro- fue lo único que dijo.
Al día siguiente le propuse a mi mujer subir a conocer a este hombre, simplemente por saber cómo era alguien que se llamaba igual que yo. Por la tarde subimos al cuarto y llamamos a la puerta del número dos.
Nos abrió una mujer mayor, de unos setenta años, vestida con una bata y zapatillas de estar por casa. Tenía un aspecto amable y, aunque al principio se sorprendió de nuestra visita, nos invitó a entrar cuando nos presentamos.
Pasamos a una sala de estar y nos sentamos en un sillón. La mujer se sentó en una mecedora y nos preguntó si queríamos algo de beber. Le dijimos que no, gracias, que veníamos, más que nada, para conocer a su marido. Le contamos lo de la coincidencia del nombre y la mujer no se lo podía creer.
Mi marido está en el lavabo, nos dijo, ahora saldrá y se lo contáis, le hará ilusión.
Era extraño lo que proponía aquella mujer: que le hiciese ilusión al marido llamarse igual que otra persona. Lo daba por supuesto. A mí no me hacía ilusión, no sé por qué a él sí que le tendría que hacer.
A mí me resultaba incómodo, llamémoslo así, incómodo, irreal, absurdo, molesto, en fin, no me hacía ilusión. Y allí sentado, en ese sillón, esperando a que alguien que se llamaba igual que yo saliera del lavabo, me iba poniendo cada vez más nervioso, más angustiado. Quizá por lo que me esperaba, es una tontería, pero estaba a punto de verme salir de un lavabo a la misma vez que yo mismo me esperaba sentado en un sillón.
Mientras hacía mis cábalas y pensaba en todo tipo de locuras, mi mujer y la mujer de ese Diego Cruz Serrano se habían puesto a hablar. Escuchaba palabras sueltas: buena zona para vivir, el trabajo cerca, bien comunicados. Sin duda estaban hablando de cosas sin importancia frente al caos que se empezaba a formar en mi cabeza. Parecía que a nadie le importaba.
Al fin se abrió la puerta del lavabo y salió.
Arrastraba los pies, también calzados en zapatillas de estar por casa, y se frotaba las manos como quien se prepara para un banquete. Se sorprendió al vernos pero en seguida su mujer le explicó la situación.
Entonces se me acercó y se sentó a mi lado. Mi mujer y yo nos agrupamos dejándole sitio. Me miró a los ojos y se quedó en silencio. Los cuatro nos quedamos en silencio y yo pensé en levantarme e irme, pero entonces dijo: ¿No es maravilloso?
No me lo podía creer. Lo que al principio me parecía algo extraño, curioso, aunque también absurdo, ahora sólo me parecía patético.
Allí estaba yo, sentado junto a un hombre que se llamaba igual.
Qué estupidez.
¿Por qué se me había ocurrido subir a verle? ¿Qué se me había pasado por la cabeza? ¿Qué esperaba que me pasase?
Aquel hombre se llamaba igual que yo pero no era yo. Y eso fue lo que me mantuvo tan angustiado, esa tontería.
Ahora sólo quería irme a casa.
El hombre me hablaba pero yo no le escuchaba. Entonces mi mujer me pisó disimuladamente el pie para que reaccionara, supuse que ante una pregunta de aquel hombre que se llamaba igual que yo.
Sí, respondí sin saber cuál era la pregunta. El hombre también asintió.
La mujer fue a la cocina a preparar un café. Trajo galletas.
Pasado un rato, le pregunté al hombre: Entonces, ¿quién es el verdadero Diego Cruz Serrano?
El hombre sonrió y dijo: Tú y yo.
Aunque la respuesta no me convenció demasiado, sonreí, porque, al fin y al cabo ese hombre me empezaba a caer bien.
La mujer nos sirvió el café.
Mi mujer me pasó el brazo por la cintura.
A mi lado, Diego Cruz Serrano me explicaba su vida.
Roles
PACIENTE: Hola, ¿qué tal?
DOCTORA: Hola. ¿Cómo está usted?
PACIENTE: No demasiado bien. Me duele aquí, en la cabeza. De vez en cuando siento una presión insoportable. Estoy seguro de que se trata de algo grave
DOCTORA: Bien. Ahora lo examinaré. Pero antes de nada... ¿Se ha hecho ya la analítica?
PACIENTE: No.
DOCTORA: Entonces se tendrá que hacer una analítica. Le daremos hora para de aquí dos semanas y veremos que dicen los resultados.
PACIENTE: Perfecto. Cuanto antes mejor. Es grave doctora, lo noto.
Dos semanas después:
DOCTORA: Hola, ¿qué tal?
PACIENTE: Hola. ¿Cómo está usted?
DOCTORA: Hace mala cara.
PACIENTE: Sí. Tengo el colesterol alto.
DOCTORA: Vaya...
PACIENTE: Debería hacer más de deporte...
DOCTORA: Sí.
PACIENTE: Y debería comer mejor...
DOCTORA: De acuerdo.
PACIENTE: Esto es sólo una revisión rutinaria.
DOCTORA: Sí.
PACIENTE: Está todo bien. No tengo de que preocuparme. Así que me voy ya, tengo algo de prisa. Cuídese.
DOCTORA: Que vaya bien. Adiós.
1 año después:
DOCTORA: Hola, ¿qué tal?
PACIENTE: Hola. ¿cómo está usted?
DOCTORA: Ahora mismo siento mareos. Pero es sólo por el aire acondicionado. Y, bueno, me da dolor de cabeza cuando tengo que pasar por delante de la sala de espera. ¡Eso sí que es terrible! ¿No le duele a usted la cabeza después de esperar tanto tiempo en la salda de espera?
PACIENTE: No. ¿Terrible? ¿Por qué?
DOCTORA: Sí. ¿No ha visto al viejo que se pasa la tarde leyendo la revista Especial Piscinas?
PACIENTE: No.
DOCTORA: ¡Ja! No me diga que no... lo debe de haber visto. Ese viejo se pasa la vida aquí. Ni siquiera visita al médico. Viene aquí para estar fresco y leer tranquilamente su revista favorita. ¡El Especial Piscinas! ¿Seguro que no la ha visto?
PACIENTE: Pues no. No lo he visto.
DOCTORA: ¿Y qué me dice de los otros pacientes que esperan?
PACIENTE: Bueno...
DOCTORA: ¿No le parecen una panda de borregos?
PACIENTE: ¿Qué? Creo que debería tranquilizarse. Créame, lo entiendo, tiene miedo... pero debe procurar calmar esa angustia. Controlar la tensión. Ahora...
DOCTORA: ¿Controlar mi tensión? ¿Después de estar aquí día tras día? Aguantado al niño de doce años que le pide a su madre un Ferrari último modelo porque da entender que de no tenerlo va a ser "un infeliz". Un niño que no tiene nada más que tos. Tos seca. Y el hombre que nunca probó una pizca de alcohol hasta que le prohibieron que lo hiciera por la medicación y, entonces, casi se mata emborrachándose. Por no hablar de la cuarentona de turno que no hace más que levantarse de su silla para ir a recepción a quejarse con una voz chillona... "Disculpe, disculpe, tenía hora a las cinco y son las cinco y cinco segundos... ¿ocurre algo con el doctor?". ¡Siéntese señora y espere como todo el mundo, joder! Eso deberían gritarle. O echarla a patadas. Sí, eso sería lo mejor. ¡Menudo mundo es este! Sería mejor que los cogieran a todos y...
PACIENTE: Doctora.
DOCTORA: ¿Qué?
PACIENTE: Sólo le queda un mes de vida. Lo siento. Se muere.
DOCTORA: No, no puede ser.
PACIENTE: No, no puede ser.
DOCTORA: Tranquilo. Ha sufrido un ataque nervioso. ¿Necesita agua?
PACIENTE: No, no puede ser. Yo sabía que era grave...
DOCTORA: De verdad, lo siento mucho. No entiendo como hemos podido fallar el diagnostico de esta manera.
PACIENTE: No, no puede ser. No...
espacio triangular
Estaba tumbado en el sofá cuando sonó el teléfono.
Era Harold.
Me decía que Grace había tenido un accidente.
Hacía muchos años que no veía a Grace y no sé por qué Harold me propuso ir a verla al hospital.
Me pasó a buscar a las cinco de esa misma tarde.
Harold conducía la vieja furgoneta de su padre.
Era una furgoneta blanca con algunos golpes y la pintura desconchada.
El suelo estaba lleno de facturas y recibos, papeles arrugados. La parte trasera estaba completamente vacía, no tenía ni siquiera una capa de pintura, y recordaba el interior de una ballena, si eso es algo que se pueda recordar.
-¿Ha sido grave?- le pregunté.
- Ha sido muy grave- me respondió Harold sin quitar la vista de la carretera.
No quise saber nada más y los dos permanecimos en silencio el resto del trayecto.
Una vez en el hospital, nos hicieron esperar en una sala.
Harold no se quiso sentar, encendía un cigarrillo tras otro y se tocaba el pelo, como si quisiera peinarlo de alguna forma extraña.
Lo estuve observando, caminaba de aquí para allá. Entonces le dije:
- ¿Por qué me has llamado a mí? Yo hacía mucho tiempo que no la veía.
- No sé, tío, has sido el primero que me has venido a la cabeza, lo siento- me respondió.
- Tranquilo, no me importa. Aunque creo que será un poco raro. Creo que no nos vemos desde el colegio.
- El colegio- musitó Harold, y encendió un nuevo cigarrillo.
Al cabo de un rato, apareció una enfermera que nos indicó la habitación.
Le cedí el paso a Harold antes de entrar.
Allí estaba Grace, o cualquier otra persona. Una venda le cubría totalmente la cara. Su cabeza era una bola envuelta en vendas y gasas. Podías adivinar dónde se encontraban los ojos por el ligero hueco que se observaba en la tela. Continué mirando a aquella persona y busqué sus manos, pero los brazos se detenían justo cuando llegaban a los codos, como si el resto todavía estuviera por salir.
Sentado en una silla, al lado de Grace, un hombre mayor miraba al infinito. Supuse que era su padre.
Llevaba una camisa de franela y unos pantalones de pana que le venían grandes. En los pies, unas zapatillas de estar por casa. No nos miró cuando entramos ni cuando Harold empezó a hablar.
- Hola Grace. Hemos venido a verte. Howard y yo. ¿Te acuerdas de Howard? Pues está aquí, a mi lado. Dile algo, Howard.
Aunque me sentí bastante incómodo, saludé a Grace lo mejor que pude y le deseé una pronta recuperación.
El hombre de la camisa de franela seguía inmóvil. Me acerqué a él y le tendí la mano.
- Somos amigos de Grace- le dije.
El hombre me miró, se levantó y me tendió la mano. Lo hizo todo tan lento que por un momento me imaginé debajo del agua.
- Un placer- consiguió decir. Y se volvió a sentar.
Estuvimos unos minutos más allí, delante de Grace, mirando el cuentagotas del suero.
Luego nos despedimos de ella acariciando la sábana y salimos de la habitación.
En el camino de vuelta a casa ninguno de los dos dijo nada.
Cuando Harold me dejó, empezaba a oscurecer y unas nubes negras y gigantes avanzaban por toda la costa hacia el sur.
Me quedé un rato mirándolas, allí, en el portal de casa.
Pensé en Grace y me vino a la memoria una tarde, a la hora de la salida, cuando nos escondimos de nuestras madres en el hueco de la escalera.
Grace y yo acurrucados en ese espacio triangular, su respiración en mi mejilla y ese olor a champú y a goma de borrar.
Grace y yo acurrucados escondiéndonos de nuestras madres, riendo en voz baja.
Al final creo que fue el conserje quien nos descubrió.
Luego Grace y yo saliendo al encuentro de nuestras madres asustadas.
Y luego Grace lanzándome un beso desde la ventanilla del coche.
Entré en casa, fui a la habitación y me descalcé.
Crispación.
Lloramos cuando nos entra algo en el ojo. Decía mi profesora que la glándula lacrimal segrega una mezcla de agua, glucosa y proteínas para conseguir deshacerse de la suciedad. Yo creo que eso mismo nos pasa en el momento en el que lloramos por tristeza, frustración o miedo. Nuestro organismo intenta deshacerse de aquello que nos ensucia por dentro. De esto último, de sentimientos, mi profesora no tenía ni idea porque no era más que una máquina estúpida. Sólo eso, una estúpida máquina.
El otro día, ante el ordenador, me puse el casco y accioné la tecla "Intro" del teclado. Entonces entré en la ISLA, el mundo virtual que en algún momento del pasado reemplazó en casi todas sus funciones a lo que hoy llamamos Mundo Real.
Me encontré en uno de mis parajes favoritos: exactamente, una playa del Caribe. Hasta aquí normal, un día festivo cualquiera. En los días laborables, obviamente, no iba a la playa. Me ponía el casco y aparecía antes las puertas de un edificio inmenso llamado "La Oficina". Pero en aquella ocasión era domingo y yo volvía a mi paraíso después de una semana de duro trabajo cerebral.
Ahora las microdescargas del casco crispaban mi cabeza y yo conseguía placer a través de las sensaciones que ellas mismas creaban. Como una droga hecha de vida. Una pseudovida tan real como la vida real. "Crispar", decía siempre mi profesora en la ISLA.
— Te quiero. Te adoro.
Y yo le dije:
— Te quiero. Te adoro.
Dicen algunos que nuestro sistema global de redes, al cual accedemos gracias a nuestros cascos, es el mayor logro de la humanidad en cuanto a sinceridad. "Tan sincero como un pensamiento" dice la propaganda. A mí eso me parece... No lo sé. Vacío. Sólo eso, vacío.
En la ISLA, el aprendizaje, la emoción, las sensaciones, son pura excitación cerebral. Impulsos eléctricos de un casco. "Crispar". Nada más.
Hubo una interrupción en el sistema y Sarah desapareció. Miré a la playa y, de repente, me di cuenta de que el mar infinito no tenía agua. También noté que la playa no tenía arena. Aquello en el fondo era un completo sin sentido, por lo que decidí regresar al Mundo Real.
Retiré el casco de mi cabeza. En la pantalla de mi ordenador había un fondo blanco que estuve observando durante horas. Lloré. Quise entender por qué las cosas eran como eran y cuanto más pensaba en ello, menos lo entendía. Lloré más. Mi organismo quería retirar toda la suciedad acumulada, pero parecía haber más de la cuenta. Era mugre, eran años y años de polvo en al aire que sin darse cuenta uno va acumulando en la superficie de su ser mientras el interior se va quedando poco a poco sin luz. El polvo de un mundo real que se deshace junto a sus individuos. Mi propio Yo que se desintegra entre tanta mierda abandonada. Mierda tan real como la propia Sarah al otro lado de los cables, los ordenadores y la falsa ISLA.
Uno siente cada mañana la desesperación y le duele el pecho porque algo le pesa dentro. Siente el tiempo, humo, aire y polvo, y sus nerviosos dedos se contraen sin saber porqué. Intentan agarrar sin éxito. Al final, achaca ese desasosiego al cansancio cerebral del trabajo o alguna relación frustrada en la ISLA con algún compañero o compañera. Sin embargo, la razón de todo ello está ahí, al otro lado de la puerta. Por eso lloré tanto. Había demasiada mugre en la puerta.
Volví a ponerme el casco al día siguiente y ella no estaba. Al día siguiente también. Tampoco estaba. Y al siguiente. Nada. Y al otro, y al otro, y al otro... Quince días sin ella. Me saqué el casco y grité rabioso. En el instante en que volví a quedarme en silencio algo me desconcertó. Alguien lloraba cerca. Me levanté para saber de dónde venía el llanto y tras unos minutos escuchando a las paredes llegué a estar seguro de que venía del piso de al lado. No recordaba la última vez que había abandonado mi habitación. ¿Lo había hecho alguna vez? Me sobrecogió ver aquel pasillo oscuro que a lado y lado tenía esas interminables filas de puertas. Puertas de armarios. Eso parecían. Allí vivía la gente y sus cascos. Era deprimente. Yo, sin embargo, no tenía miedo, ni asco. Me acercaba a la máxima oscuridad del Mundo Real y allí era precisamente donde volvería a encontrar algo de luz. Piqué. Sin respuesta, sólo el llanto. Por suerte, la puerta estaba abierta.
Lo primero que vi al entrar fue un casco que estaba en el suelo, roto. Levanté la vista y en el sillón, ante la pantalla del ordenador vi a la persona que lloraba. No conseguía quitarse la suciedad, al igual que yo. Me acerqué y susurré:
— Sarah...
A los dos nos sorprendió que yo supiera su nombre y aún no sé como explicar lo que sentí cuando mi mano rozó su mejilla.
Aquello fue... demasiado real.
Continúa...
mosquitera verde
La vieja me llamó a través de la puerta y yo fui, porque la vieja quería hacer amigos porque estaba sola.
Mi madre me había advertido que ni me acercase a la vieja pero aquella tarde no le quise hacer caso ni a mi madre y me acerqué a la puerta desde donde me llamaba.
No podían ser verdad todas las historias que se contaban de ella. Era una vieja, era nuestra vecina, nada más.
A través de la mosquitera, la vieja parecía más joven, porque las mosquiteras tienen el don de hacer desaparecer las arrugas. Esto me lo dijo el tío Carlton, que vivía en la costa, y yo siempre lo recordé.
Cuando estaba allí, a dos palmos de la vieja, separados ella y yo por esa mosquitera verde, pude sentir el hedor del que me habían hablado los mayores. Aún así, cuando la vieja abrió la puerta mosquitera, entré sin dudar.
Me preguntó que cómo me llamaba. Le contesté que mi nombre era Harry y que tenía diez años. Luego me hizo seguirla hasta un pequeño salón. Me indicó un sillón en el que me senté.
Al cabo de un rato apareció con una bandeja con dos vasos de leche y galletas.
Le dije que gracias pero que ya había merendado. Me dijo que no importaba, que lo guardaba para más tarde, aunque dejó la bandeja encima de la mesa y se sentó en otro sillón a mi lado.
No tenía televisión, sólo fotografías enmarcadas a lo largo de una repisa que cubría toda la estancia.
Casi todas eran imágenes en blanco y negro, aunque había algunas en color.
Estuvimos en silencio mucho rato.
Yo miraba todas aquellas fotografías imaginándome historias de esa gente.
Al cabo de un rato le pregunté: ¿ese de ahí quién es?, señalando una fotografía donde se veía a un hombre vestido de aviador.
La vieja se levantó y se acercó a la foto hasta que estuvo a escasos centímetros.
Luego volvió a su sillón y me dijo: no lo sé.
Sin querer darle mucha importancia, le pregunté por otra foto en la que se veía a una chica con un vestido de flores rodeada de árboles.
La respuesta fue la misma que antes.
Sin saber por qué, me empecé a poner un poco nervioso y le dije a la vieja que me tenía que ir.
Entonces me miró y me dijo: tú no vas a ninguna parte.
No sabía a qué se refería y le contesté: no, no voy a ninguna parte, voy a mi casa.
Y ella insistió: tú de aquí no te mueves.
Cogió su bastón y dio tres golpes en el suelo.
En aquel momento casi me resultó cómico.
Hoy, unos años después, puedo decir que aquellos tres golpes fueron una llamada directa al infierno.
Lo que allí sucedió después es mejor que no se sepa.
Sólo doy gracias a Dios porque puedo contarlo.
Los demonios de Gilles Villard.
Chapuza de Teatro en Tres Escenas.
(Todas y cada una de las palabras y escenas de este relato son fruto de la inventiva)
(Basado en hechos reales, como las "mejores" películas de sobremesa)
Personajes:
Grigori RASPÚTIN.
Félix YUSUPOV. Príncipe ruso.
Dimitri ROMANOV. El Gran Duque, primo del zar.
Oswald RAYNER. Extranjero.
Piotr Stephanovich RIABOVSKI. Tabernero.
SONIA Petróvna Riabovski. Camarera.
Fiódor MUSHKIN. Príncipe ruso.
GILLES Villard. Noble ruso de origen francés.
LUZHIN. sirviente de GILLES.
Joseph SCHMIDT. Extranjero.
Escena I. La fiesta
PARTE I:
Noche del 29 de diciembre de 1916, en la sala privada de una taberna situada cerca del río Nevà, Petrogrado (actual San Petersburgo). Los comensales comen y beben armando jaleo. En una parte de la mesa están juntos GILLES, MUSHKIN y SCHMIDT. En la otra ROMANOV habla a RAYNER en voz baja. YUSUPOV está con junto al Gran Duque, pero se mantiene un poco al margen, responde con monosílabos cuando le preguntan y no deja de mirar a RASPÚTIN ni por un momento, mientras su mano derecha busca inconscientemente el cuello de la camisa que parece apretarle más de la cuenta. RASPÚTIN está situado entre los dos grupos, dice algo aquí y allá y, sobre todo, no para de dirigirse a SONIA. La joven va y viene abasteciendo a la mesa con todo tipo de comidas. Parece estar enferma y no responde a la locuacidad de RASPÚTIN. Apenas es capaz de articular una sola palabra.
Ambos extranjeros, en sus respectivos grupos, guardan absoluto silencio.
GILLES. (dirigiéndose a sus dos interlocutores.) ¡Mirad! Ahí sentado, aparte... completamente embelesado por el retrato (risas). ¡Eh! Luzhin. ¡Luzhin!
LUZHIN. (desconcertado) Sí, señor. ¿Desea algo de mí?
GILLES. Vaya, chico. Estabas empezando a preocuparnos. Te has pasado toda la noche mirando ese retrato de Napoleón. No has hecho otra cosa. (burlón.) Dime, ¿qué te ocurre?
LUZHIN. (avergonzado) No ocurre nada, señor. Como no me ha requerido, yo...
GILLES. Y aunque te hubiera requerido... aunque te hubiera requerido... Estabas embobado, estabas en otro mundo (alarga la mano de manera despreciativa.) Yo diré que te ocurre. Lo sé muy bien (volviéndose de nuevo hacia MUSHKIN). Mi sirviente, Luzhin, de familia honrada aunque sujeta a una pobreza casi insultante, sufre por esa imagen lo que ya han sufrido muchos antes que él. Sí, no puede ser otra cosa.
MUSHKIN (fascinado). ¿Sabe usted también lo que le ocurre a su criado?
GILLES. Hasta el último pensamiento. Puede apostar por ello.
MUSHKIN. ¿Y de qué se trata si se puede saber?
GILLES. Pues es muy simple. Se trata simplemente de la admiración por uno de esos típicos hombres extraordinarios.
MUSHKIN. ¿Por un hombre extraordinario? ¿Admiración? ¿Como un personaje de Dostoievski? ¿Cómo Julián Sorel de Stendhal?
GILLES. Exactamente. Es usted culto, Mushkin. Es innegable. Muy culto. No debería de olvidarlo porque yo podría hablar a la ligera y entonces las preguntas que recibiera, como la que usted acaba de hacer, me dejarían en mal lugar. Por suerte, yo nunca hablo por hablar. ¡O casi nunca! (pensativo, tras una pausa.) En este caso, es justamente eso... lo que dice usted. Sí, más o menos es eso. Sólo que Luzhin es demasiado insignificante como para que sus ideas sean algo que uno tenga que tener en cuenta. Además, esa pasión no es más que pura ignorancia. Ellos no conocen prácticamente nada y, por lo tanto, basan su experiencia vital en viejas supersticiones, en mitos... Napoleón no deja de ser un mito por mucho que fuera un personaje histórico. Por mucho que aún estuviera vivo hace menos de setenta años... (MUSHKIN, extrañado, arquea las cejas) La gente como Luzhin son incapaces de ver al hombre que había detrás de ese posado majestuoso de los retratos. Con la mano metida siempre en la chaqueta... ¡Par Dieu! Son incapaces de ver más allá de sus logros y de las leyendas que no son más que pura inventiva. Y, al fin y al cabo, incapaces de ver los demonios que ese hombre, por muy emperador que fuera, llevaba dentro de sí como hombre que era. Sólo nosotros, los hombres de cierta educación, como usted y yo, sabemos advertir ese tipo de complejidades y sutilezas.
(MUSHKIN frunce el ceño.)
GILLES. Pero, me preguntaba ahora mismo, ¿qué hace un retrato de Napoleón en esta taberna rusa? ¡Par Dieu! ¡Riabovski! ¡Ven aquí, enseguida!
(entra RIABOVSKI procedente de la cocina)
RIABOVSKI. ¿Desea algo señor?
GILLES. Nada importante. Simplemente quiero que me expliques qué hace un retrato de Napoleón en esta taberna. En esta auténtica taberna rusa.
RIABOVSKI (amilanado.) Señor...
GILLES. ¡Hable! Esto es una fiesta y no es momento para el recato.
RIABOVSKI. Verá, señor, ese retrato lo trajo usted mismo.
GILLES. ¿De verás?
RIABOVSKI. Sin duda, señor.
GILLES. ¡Ja! ¿Seguro que no te estás confundiendo a causa de mi origen francés?
RIABOVSKI. No, no, señor. Lo trajo usted. Hace tan sólo dos días. Me acuerdo bien porque usted dijo "sin escenario no hay función". Y yo por entonces no lo entendí y no lo entiendo ahora.
GILLES. ¡Ja! ¿De verdad dije eso?
LUZHIN. El tabernero tiene razón, señor. Ese cuadro es de usted.
GILLES. Pero bueno... ¿ya has despertado, Luzhin?
(LUZHIN le lanza a GILLES una mirada fulminante, pero este no se da cuenta, se ha levantado y, ahora, ante el cuadro, observa pensativo.)
GILLES. Sí, mi criado y el tabernero tienen razón. (suspira profundamente. Sin inmutarse coge el cuadro con ambas manos, lo arranca de la pared y con la rodilla lo parte en dos.) C'est fini. Sí... de eso se trata, Mushkin... c'est tout, un mythe, une superstition...
(GILLES vuelve a sentarse. LUZHIN, visiblemente alterado, baja la vista al suelo. En su lado de la mesa, RASPÚTIN, ha observado la escena con atención, atusándose el fin de su larga barba tal y como acostumbra.)
GILLES: A ver si con eso ayudo a educar al pueblo. Estamos ya en el siglo veinte y el pueblo ruso deberían aprender algo de mi nación de origen. Deberían aprender algo de Stendhal. ¡Es cuestión de dignidad! ¿No es así príncipe? (mirando de soslayo a LUZHIN.) ¡Los demonios, Luzhin! Recuerda bien esto. ¡Los demonios!
MUSHKIN. Creo que usted ha sido demasiado exagerado. A su criado le gustaba ese cuadro. Simplemente, le gustaba.
GILLES. (sin prestar atención a MUSHKIN.) ¡Luzhin! Sal de aquí. Espérame fuera hasta que se acabe la fiesta.
(Luzhin no se mueve.)
RASPÚTIN. (antes de que GILLES ponga de vuelta y media a su criado. Con asombrosa delicadeza.) ¡Luzhin! Ven aquí, por favor.
(LUZHIN camina hasta RASPÚTIN que le susurra algo al oído. LUZHIN sale. Tras él también sale RIABOVSKI. YUSUPOV, asqueado, se ajusta el cuello de la camisa por enésima vez. GILLES, satisfecho, se acomoda en su asiento.)
MUSHKIN. Espero que no le haya molestado mi comentario delante de Luzhin.
GILLES (volviéndose con una sonrisa en los labios hacia MUSHKIN.) No, no... no pasa nada, príncipe. Todo va como la seda...
YUSUPOV (se levanta al fin. Desabrido.) Bueno, bueno... basta, basta. (levantando el tono de voz inopinadamente) ¡Basta! ¡Silencio!
(todos callan menos RASPÚTIN que musita algo al oído de SONIA. La joven, blanca como un cadáver, no responde.)
YUSUPOV. Por favor, señor RASPÚTIN. (casi rabioso.) Requiero también su atención. Esto no es más que un homenaje... (balbuceando.) Usted, es una persona importante... influyente...
ROMANOV. (mascullando asqueado) Que se lo digan a mi familia...
YUSUPOV. (desquiciado) ¡Shhh! Ahora no, señor mío. Duque, ahora no. No es el momento. No tenemos ninguna intención de sacara viejas rencillas, estamos aquí para...
ROMANOV. ¿Viejas? ¡Bah! (en voz alta.) Al grano, Yusupov. Al grano.
YUSUPOV. Sí, Duque. Usted como siempre tan... diligente. Pues bien, antes de los postres y la bebida voy a... dar... un pequeño discurso en honor de ese hombre (señalando a RASPÚTIN).
RASPÚTIN. (envía a SONIA a la cocina y mira con malicia a YUSUPOV). Usted sabe perfectamente que yo no soy más que un invitado. (mirando a lado y lado, a cada una de las caras de los hombres que se sientan a la mesa.) Esto no estaba tan planeado como algunos de nuestros queridos comensales creen saber.
YUSUPOV. (matando una sonrisa en sus labios.) Es usted un zorro muy astuto...
MUSHKIN. (inocente.) Astuto, sí. Es un hombre de talento, aunque el pueblo le llame de forma completamente desafortunada...
RASPÚTIN (girándose con expresión bondadosa hacia los ojos azules de Mushkin.) El Monje Loco. Así me llaman, mi querido príncipe Mushkin.
ROMANOV. (en voz baja) Por algo será...
RASPÚTIN. El Gran Duque, mi estimado Dimitri Pavlovich Romanov, sí es un hombre de talento, además de un magnífico deportista... Por lo que si tiene que decir algo, será un placer que lo diga para toda la mesa. No sólo para nuestro invitado inglés, el señor Rayner, que se sienta a su vera.
ROMANOV. No decía nada que pudiera interesar a esta mesa. Sólo le explicaba a nuestro invitado... el señor Rayner, como muy bien ha dicho usted, algunas de las costumbres rusas.
RASPÚTIN. Ah, ¿sí? Excelente.
GILLES. (fingiendo sorpresa) Un momento, señores... ¿cómo ha sabido el señor Raspútin que el señor Rayner es inglés? ¿Y su nombre? Ellos dos ni siquiera se han presentado.
(RAYNER no parece estar escuchando la conversación, centra toda su atención en SCHMIDT.)
RASPÚTIN. Yo sé quién es el señor Rayner. Con eso basta. Hoy es un día para ser sinceros. Hoy, sólo por hoy, dejen de buscar el mito donde no lo hay. Estaré encantado de participar en esta pantomima, siempre que no se vuelva demasiado burda.
YUSUPOV. ¿Burda? Es usted un...
RASPÚTIN. Yo sólo aviso.
MUSHKIN. No entiendo nada.
ROMANOV. Ni falta que hace.
RASPÚTIN. Falta hace. Seguro. No se puede huir de la verdad, ¿no creen? Pero, puede estar tranquilo, querido Príncipe Mushkin, gran príncipe ruso, usted acabará descubriéndolo todo, esta misma noche, sin necesidad de indagación alguna. Sólo tiene que esperar.
MUSHKIN. Espero entonces.
YUSUPOV. (exasperado.) Señores, señores... no nos vayamos por las ramas. Por favor, por favor... Se me ha interrumpido en mi discurso. Usted, Raspútin, usted es... usted es... es un gran hombre. Nadie lo llegará a entender como yo. (casi feroz.) ¡Nadie! Lo supe desde...
RAYNER. (se levanta inesperadamente, sin poder controlarse. Dirigiéndose a SCHIMDT.) ¡Basta! ¡Basta! Lo suyo sí que es una burda pantomima. ¿Qué hace usted aquí, Schmidt? (dándose cuenta de que ha vuelto a interrumpir a YUSUPOV). Lo siento. Pero no puedo aguantar más la mirada de ese intruso. De ese... de ese... ESPÍA ALEMÁN.
(La sorpresa en la sala es mayúscula.)