Lloramos cuando nos entra algo en el ojo. Decía mi profesora que la glándula lacrimal segrega una mezcla de agua, glucosa y proteínas para conseguir deshacerse de la suciedad. Yo creo que eso mismo nos pasa en el momento en el que lloramos por tristeza, frustración o miedo. Nuestro organismo intenta deshacerse de aquello que nos ensucia por dentro. De esto último, de sentimientos, mi profesora no tenía ni idea porque no era más que una máquina estúpida. Sólo eso, una estúpida máquina.
El otro día, ante el ordenador, me puse el casco y accioné la tecla "Intro" del teclado. Entonces entré en la ISLA, el mundo virtual que en algún momento del pasado reemplazó en casi todas sus funciones a lo que hoy llamamos Mundo Real.
Me encontré en uno de mis parajes favoritos: exactamente, una playa del Caribe. Hasta aquí normal, un día festivo cualquiera. En los días laborables, obviamente, no iba a la playa. Me ponía el casco y aparecía antes las puertas de un edificio inmenso llamado "La Oficina". Pero en aquella ocasión era domingo y yo volvía a mi paraíso después de una semana de duro trabajo cerebral.
Ahora las microdescargas del casco crispaban mi cabeza y yo conseguía placer a través de las sensaciones que ellas mismas creaban. Como una droga hecha de vida. Una pseudovida tan real como la vida real. "Crispar", decía siempre mi profesora en la ISLA.
— Te quiero. Te adoro.
Y yo le dije:
— Te quiero. Te adoro.
Dicen algunos que nuestro sistema global de redes, al cual accedemos gracias a nuestros cascos, es el mayor logro de la humanidad en cuanto a sinceridad. "Tan sincero como un pensamiento" dice la propaganda. A mí eso me parece... No lo sé. Vacío. Sólo eso, vacío.
En la ISLA, el aprendizaje, la emoción, las sensaciones, son pura excitación cerebral. Impulsos eléctricos de un casco. "Crispar". Nada más.
Hubo una interrupción en el sistema y Sarah desapareció. Miré a la playa y, de repente, me di cuenta de que el mar infinito no tenía agua. También noté que la playa no tenía arena. Aquello en el fondo era un completo sin sentido, por lo que decidí regresar al Mundo Real.
Retiré el casco de mi cabeza. En la pantalla de mi ordenador había un fondo blanco que estuve observando durante horas. Lloré. Quise entender por qué las cosas eran como eran y cuanto más pensaba en ello, menos lo entendía. Lloré más. Mi organismo quería retirar toda la suciedad acumulada, pero parecía haber más de la cuenta. Era mugre, eran años y años de polvo en al aire que sin darse cuenta uno va acumulando en la superficie de su ser mientras el interior se va quedando poco a poco sin luz. El polvo de un mundo real que se deshace junto a sus individuos. Mi propio Yo que se desintegra entre tanta mierda abandonada. Mierda tan real como la propia Sarah al otro lado de los cables, los ordenadores y la falsa ISLA.
Uno siente cada mañana la desesperación y le duele el pecho porque algo le pesa dentro. Siente el tiempo, humo, aire y polvo, y sus nerviosos dedos se contraen sin saber porqué. Intentan agarrar sin éxito. Al final, achaca ese desasosiego al cansancio cerebral del trabajo o alguna relación frustrada en la ISLA con algún compañero o compañera. Sin embargo, la razón de todo ello está ahí, al otro lado de la puerta. Por eso lloré tanto. Había demasiada mugre en la puerta.
Volví a ponerme el casco al día siguiente y ella no estaba. Al día siguiente también. Tampoco estaba. Y al siguiente. Nada. Y al otro, y al otro, y al otro... Quince días sin ella. Me saqué el casco y grité rabioso. En el instante en que volví a quedarme en silencio algo me desconcertó. Alguien lloraba cerca. Me levanté para saber de dónde venía el llanto y tras unos minutos escuchando a las paredes llegué a estar seguro de que venía del piso de al lado. No recordaba la última vez que había abandonado mi habitación. ¿Lo había hecho alguna vez? Me sobrecogió ver aquel pasillo oscuro que a lado y lado tenía esas interminables filas de puertas. Puertas de armarios. Eso parecían. Allí vivía la gente y sus cascos. Era deprimente. Yo, sin embargo, no tenía miedo, ni asco. Me acercaba a la máxima oscuridad del Mundo Real y allí era precisamente donde volvería a encontrar algo de luz. Piqué. Sin respuesta, sólo el llanto. Por suerte, la puerta estaba abierta.
Lo primero que vi al entrar fue un casco que estaba en el suelo, roto. Levanté la vista y en el sillón, ante la pantalla del ordenador vi a la persona que lloraba. No conseguía quitarse la suciedad, al igual que yo. Me acerqué y susurré:
— Sarah...
A los dos nos sorprendió que yo supiera su nombre y aún no sé como explicar lo que sentí cuando mi mano rozó su mejilla.
Aquello fue... demasiado real.
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