Cuando mi padre mató a Federico yo tendría unos diez años.
Ya han pasado más de veinte y recuerdo como si fuese ayer la tarde en la que mi padre le dijo a mi madre: Voy a matar a Federico.
Yo estaba sentado en el sofá viendo la televisión. Mi madre a mi lado, cosiendo el bajo de un pantalón. Entonces mi padre llegó del trabajo, dejó la maleta encima de la mesa del comedor como siempre hacía y, de pie, con las manos en los bolsillos, le dijo a mi madre: Voy a matar a Federico.
Las palabras salieron de su boca firmes, auténticas, pletóricas, y me recordaron, quizá por la entonación, quizá por esa firmeza con la que salían despedidas, a unos meses atrás, cuando mi padre dijo: El sábado iremos al zoo. Eran dos frases que no tenían nada que ver, está claro, pero hubo algo que las relacionó, no sé lo que fue, ya digo, es difícil de explicar, quiero decir que cuando mi padre dijo El sábado iremos al zoo, lo dijo de tal forma que sabías que aquello era cierto, sabías que el sábado iríamos al zoo.
Y fuimos.
Mi madre dejó de coser y lo miró con extrañeza. ¿Qué tontería estás diciendo?
Me sorprendió escuchar esa pregunta, ya que era la misma que cuando yo decía que no quería irme a la cama todavía. ¿Qué tontería estás diciendo? A la cama, he dicho.
Así que durante un tiempo metí en el mismo saco no querer irse a la cama con matar a una persona. Los dos actos eran tonterías.
¿Por qué dices eso? ¿Qué ha pasado?, continuó mi madre, que empezaba de nuevo a coser el bajo, como si así pudiera restarle importancia al asunto, como si eso pudiera hacerle cambiar a mi padre de opinión.
Ha hecho algo que no debería haber hecho, dijo mi padre, aún con las manos en los bolsillos, de pie, tranquilo como un fantasma pobre y humilde, muerto ya, fantasma, pobre y humilde.
¿Y qué es eso tan grave que ha hecho?, preguntó mi madre siguiendo con la costura.
Ha perdido unas fotos, contestó mi padre.
¿Qué fotos?, mi madre levantó la vista de su trabajo y miró a mi padre.
Todas nuestras fotos, las de mi familia, mis padres, mis abuelos, las nuestras, todas nuestros viajes, la primera foto juntos, todas, ha perdido todas nuestras fotos. Mi padre caminaba por el comedor.
¿Y qué hacía él con nuestras fotos? ¿Para qué se las dejaste?, ya sabes como es Federico, mi madre empezó a levantar la voz.
No grites. Se las dejé porque su hijo tenía que hacer un trabajo en el colegio. Algo de un árbol genealógico, no sé, qué más da, la cuestión es que las ha perdido todas, los tres álbumes que le dejé.
¡Oh, Dios!, mi madre empezó a llorar. Pero, ¿dónde las ha perdido?, ¿cómo ha podido perder tres álbumes?
No lo sé. Esta mañana al llegar a la oficina es lo único que me ha dicho, que ha perdido las fotos, que no sabe dónde están, que lo siente mucho pero que las ha perdido.
¡Pues que las siga buscando! ¡Maldito retrasado! ¡Las cosas no se pierden así como así!
Da igual. Mañana lo mataré.
Las palabras de mi padre, aunque no lo eran, sonaron tranquilizadoras.
En aquel momento pensé que matando a Federico mi padre haría aparecer las fotos y mi madre dejaría de llorar.
Hoy, más de veinte años después, nada de estas dos cosas ha sucedido todavía.
¡No digas más eso, por favor te lo pido! ¡Eso no es motivo para matar a nadie! ¿Desde cuándo vas tú matando a la gente? ¡Oh, Dios, nuestras fotos, por favor!, sollozaba mi madre.
Está bien, concluyó mi padre.
Recordé entonces, allí sentado en el sofá, una conversación que mantuvieron unos amigos de mis padres que vinieron hace un tiempo a cenar. El amigo le preguntó a mi padre que qué salvaría de su casa en llamas. Mi padre le contestó: Las fotografías. Lo demás lo puedo comprar poco a poco. Mis recuerdos, no.
Aquella tarde quedó rota para siempre.
Y nosotros con ella.
La frase de mi padre rasgó la tarde de arriba a abajo con un chasquido inesperado y salvaje, y nosotros, mi padre, mi madre y yo, dentro de esa tarde y de ese chasquido, no tuvimos más remedio que rasgarnos de arriba a abajo también.
Al día siguiente mi madre vino a recogerme al colegio.
Subimos al coche en silencio, llegamos a casa, merendé, hice los deberes y me senté en el sofá.
Luego se hizo de noche, cenamos los dos juntos y me acosté.
casa en llamas
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