APERTURA 10am – CIERRE 5pm

Era una de las mejores mañanas de junio: En el zoo se respiraba tranquilidad antes de su apertura, el aire balanceaba las hojas de los árboles, el sol acariciaba las caras de los entusiasmados invitados y había un tráfico espantoso. 

Las travesuras de los chimpancés hacían las delicias de los más pequeños, los leones, estirados en las grandes losas de piedra, eran objetivos de las cámaras de video y las panteras acechaban cerca de las vallas a los extranjeros perdidos que buscaban la zona de los reptiles en el mapa. Al cabo de unas horas, el número de visitantes había aumentado considerablemente. El calor se fortalecía, los mosquitos comenzaban a molestar y las colas del baño eran kilométricas. Los búfalos miraban con descaro a la multitud amontonada al otro lado del cerco mientras paseaban por el borde de la zanja. Las cebras se perseguían por la pequeña sabana, jugando con sus compañeras las jirafas, que saciaban su delicado apetito con las ramas de una alta acacia. Los hipopótamos se daban un agradable chapuzón en su estanque y los tigres dormían tumbados al sol, ajenos al vocerío humano. Los pájaros sobrevolaban sus nidos mientras las crías asomaban sus picos sobre las ramitas oteando a la muchedumbre que intentaban fotografiarlas por entre las cabezas de los demás individuos. Los loros discutían sobre la calidad de los frutos secos ante las miradas inquietas de los niños.Entrada la tarde, el ambiente estaba demasiado cargado, los hombres y mujeres del parque estaban cada vez mas nerviosos, los flashes de las cámaras empezaban a ponerles histéricos y el vocerío les alteraba los nervios. Algunos se encaraban y lanzaban sus puños contra sus contrincantes, golpeándose el pecho clamando por su territorio. Los más jóvenes escapaban corriendo o se subían a los árboles, esquivando las represalias. Las cebras dejaban de jugar, los pájaros volvían a los nidos para proteger a sus hijos asustados, los tigres rugían y los búfalos sacaban sus cámaras de vídeo digitales. La situación requería la inmediata actuación de los guardias. Disparaban dardos tranquilizantes para detener su huida y atizaban con sus látigos a las crías enfurecidas.
Al caer la noche, el parque cerró sus puertas y los animales se fueron a sus casas.

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