Llegado el momento, empecé por las patas.
No lo hubiera hecho si mi mujer no me hubiera abandonado. No si aquella mañana de domingo, medio adormilado, hubiera lanzado el brazo hacia su lado de la cama y hubiera encontrado su cuerpo enfundando en la blusa de seda. Aquella blusa que, en algún momento que casi ya no recordaba del pasado, yo mismo había mantenido a ralla para colarme entre sus piernas.
Lancé el brazo pero no encontré nada. En ese momento pensé que se habría levantando pronto para ir a correr o para adelantar trabajo entre sus montones de papeles en la mesa del comedor. No era así. No estaba en casa. Ni había salido a correr. Su ropa de deporte seguía en el armario junto a todos sus pantalones, camisas, camisetas, abrigos, jerseys... Allí también estaban las maletas. Detalle que me alivió la preocupación, al menos, hasta que la llamé al móvil. Entonces me enteré de que había dado de baja el número. Tuve una sospecha y acerté. Llamé al banco. Alguien había retirado el cincuenta por ciento de nuestros ahorros. Había sido considerada, se había llevado su parte y había desaparecido dejándolo todo atrás. Se había fugado con una sola muda, por lo que era evidente que se había ido con otro. Otro que mantendría a ralla la blusa a partir de ahora. Otra blusa, claro, la que usaba para dormir cuando estábamos juntos la encontré al pie de la cama. La llevé conmigo varios días, mientras aún esperaba que volviera. Arrepentida, quizás. Torturada por la necesidad de tenerme a su lado. Sin embargo, cuanto más intentaba pensar que ella no tardaría en darse cuenta del inmenso error que había cometido, más daño me hacía el pensar que estaba alimentando falsas esperanzas, que ella por fin había encontrado la felicidad lejos de mí. ¿Y si yo estaba llorando y ella riendo? ¿Y si yo notaba el vacío mientras ella notaba como su vacío, para el que ya había creído que no había solución alguna, empezaba a llenarse? Llevé la blusa en la mano izquierda durante esos días, durante mis fantasmales paseos por el piso, durante las horas y horas que me pasaba echado en el sofá mirando el blanco del techo. Cada pocos minutos me la llevaba a la cara e inspiraba con todas mis fuerzas. Aún quedaba allí su fragancia.
Yo estaba en el paro y apenas tenía relación con el mundo. Dos factores determinantes para que me encerrara a cal y canto en el piso. Aún así, no estaba solo. Mi mujer no sólo se había dejado la ropa, las maletas y sus papeles. Se había dejado también a su gato. Un gato siamés de grandes ojos azules llamado Little Clown. Le había dicho varias veces lo estúpido que era aquel nombre. La verdad es que muchas veces le decía cosas a mi mujer que sonaban mal, que le hacían daño, y nunca supe decirle que lo sentía. "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios" me decía constantemente. Se equivocaba. Se equivocaba por completo. Sí, me daba cuenta. Sí. Siempre, siempre sentía el daño que estaba haciendo. Y lo peor es que eso me convertía en alguien aún más despreciable. En vez de dar un paso hacía adelante, más allá de la invisible empatía que convertida en una acción de perdón aliviaría el dolor de mi mujer, se me ocurría decir como un bribón sinvergüenza: "Es así, es así. Yo soy sincero, ¿preferirías que no lo fuera? ¿Preferirías que te mintiera?". Podía oler en aquella blusa esos momentos. La incomprensión, el amor propio... sus muecas histéricas. Ella me miraba y decía: "¿Sincero? Vete a la mierda". Al final, supongo que al ver que no me iba a la mierda, decidió tomar la iniciativa.
Podía vivir sin mi mujer. Perfectamente. La cosa entre nosotros iba mal. Siempre había ido mal. Y bien. También bien. No era una relación fácil, era una relación de dos personas, dos elementos complejos. Una persona es algo complejo. Es algo complejo que quiere ser simple a toda costa. Quiere ser simple para no tener miedo. Me asustaba mucho el pensar en como lo complejo supera con creces a lo simple. Queremos imponer lo simple, pero lo complejo rebosa. Y me asustó también el que una mañana, un mes después de que me abandonara, desaparecieran su ropa y sus maletas. Entonces, casi a punto de perder la cabeza, revisé toda la casa de arriba abajo. Desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche busqué desesperadamente una señal, una nota de despedida... Algo. Un "adiós". O mejor. Un "que te zurzan". Algo.
Nada. No encontré nada. Sólo su blusa en el suelo, en el mismo sitio que yo mismo la había dejado por la mañana. Volví a cogerla para llevarla conmigo al sofá. Volví a seducirla y a susurrarle gimoteando: "lo siento".
Como algo normal en la sucesión de los acontecimientos, al día siguiente, desapareció el armario. ¿Qué cómo había conseguido llevárselo sin despertarme? No tenía la más mínima idea. Yo tenía suficiente con su blusa y con mi dolor. Eso lo ocupaba todo. Al día siguiente, sábado, me desperté y no estaban las mesitas de noche. El domingo me quedé sin televisión y sin algunos cajones de la cocina. El lunes sin mesa del comedor y sin estantería de libros. El martes sin libros, sin cama de invitados y sin retrete. Así hasta que no quedó absolutamente nada.
Volvía a ser lunes y yo me despertaba tendido en el suelo de una habitación vacía. Me pasé horas vagando por el piso palpando las paredes como si acabara de quedarme ciego y estuviera completamente desorientado en mi propio cuerpo. Se había llevado las ventanas.
Desperté veinticuatro horas después y vi que al piso le faltaban metros cuadrados. En tres días perdí las habitaciones, la cocina, el lavabo... Todo menos el comedor. Allí estábamos yo y Little Clown, y más que nunca tuve la convicción de que ese era el nombre más estúpido que alguien podría ponerle jamás a un gato. Estaba rabioso. Suerte que aún me quedaba la blusa. La blusa a la que cada noche se habían aferrado mis manos para que no desapareciera junto a todo lo demás. Aquel desasosiego era insoportable. No obstante, en ningún momento se me pasó por la cabeza salir por la puerta. Ni siquiera sabía ya si tenía puerta.
Poco a poco, a cada noche que pasaba, el comedor se iba haciendo más pequeño. Y más pequeño. Y, entonces, ocurrió una desgracia. Me desperté y Little Clown se estaba comiendo la blusa. Se comía la blusa y me miraban sus ojos azules, esos ojos azules que me producían escalofríos, esos ojos azules que me decían: "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios". Y ese nombre: Little Clown. Ese ser que había recibido más caricias de mi mujer en el último mes que yo en los cinco últimos años. ¡Se estaba comiendo la blusa! La blusa y su fragancia. La blusa y su amargura. En ese instante sentí que no me quedaba nada e iracundo golpee a Little Clown en la cabeza. Con la mano izquierda. No tardó en sangrar por la boca. Había perdido la consciencia. Uno de los dos había perdido la consciencia.
Cuando clavé mi primer mordisco en la pata del felino aún podía notar como respiraba. Sí, claramente, Little Clown estaba vivo cuando lo devoré.
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