La vieja me llamó a través de la puerta y yo fui, porque la vieja quería hacer amigos porque estaba sola.
Mi madre me había advertido que ni me acercase a la vieja pero aquella tarde no le quise hacer caso ni a mi madre y me acerqué a la puerta desde donde me llamaba.
No podían ser verdad todas las historias que se contaban de ella. Era una vieja, era nuestra vecina, nada más.
A través de la mosquitera, la vieja parecía más joven, porque las mosquiteras tienen el don de hacer desaparecer las arrugas. Esto me lo dijo el tío Carlton, que vivía en la costa, y yo siempre lo recordé.
Cuando estaba allí, a dos palmos de la vieja, separados ella y yo por esa mosquitera verde, pude sentir el hedor del que me habían hablado los mayores. Aún así, cuando la vieja abrió la puerta mosquitera, entré sin dudar.
Me preguntó que cómo me llamaba. Le contesté que mi nombre era Harry y que tenía diez años. Luego me hizo seguirla hasta un pequeño salón. Me indicó un sillón en el que me senté.
Al cabo de un rato apareció con una bandeja con dos vasos de leche y galletas.
Le dije que gracias pero que ya había merendado. Me dijo que no importaba, que lo guardaba para más tarde, aunque dejó la bandeja encima de la mesa y se sentó en otro sillón a mi lado.
No tenía televisión, sólo fotografías enmarcadas a lo largo de una repisa que cubría toda la estancia.
Casi todas eran imágenes en blanco y negro, aunque había algunas en color.
Estuvimos en silencio mucho rato.
Yo miraba todas aquellas fotografías imaginándome historias de esa gente.
Al cabo de un rato le pregunté: ¿ese de ahí quién es?, señalando una fotografía donde se veía a un hombre vestido de aviador.
La vieja se levantó y se acercó a la foto hasta que estuvo a escasos centímetros.
Luego volvió a su sillón y me dijo: no lo sé.
Sin querer darle mucha importancia, le pregunté por otra foto en la que se veía a una chica con un vestido de flores rodeada de árboles.
La respuesta fue la misma que antes.
Sin saber por qué, me empecé a poner un poco nervioso y le dije a la vieja que me tenía que ir.
Entonces me miró y me dijo: tú no vas a ninguna parte.
No sabía a qué se refería y le contesté: no, no voy a ninguna parte, voy a mi casa.
Y ella insistió: tú de aquí no te mueves.
Cogió su bastón y dio tres golpes en el suelo.
En aquel momento casi me resultó cómico.
Hoy, unos años después, puedo decir que aquellos tres golpes fueron una llamada directa al infierno.
Lo que allí sucedió después es mejor que no se sepa.
Sólo doy gracias a Dios porque puedo contarlo.
mosquitera verde
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