buzones

Hacía sólo un par de meses que mi mujer y yo nos habíamos mudado a este piso de las afueras, huyendo de la locura del centro, y nunca me había fijado en ellos.
Quiero decir, sí que sabía que estaban ahí, pero nunca me había parado a mirarlos.
Hasta el otro día, mientras esperaba el ascensor de vuelta del supermercado.

Dejé las bolsas de la compra en el rellano de entrada y pulsé el botón de llamada del ascensor. Nunca suele tardar demasiado porque sólo hay cuatro pisos, pero aquella tarde el ascensor no bajaba.
Volví a apretar el botón de llamada aunque vi que la luz estaba encendida, como si la primera llamada todavía estuviera en proceso. Me apoyé en la pared y miré hacia los buzones. Para distraerme, empecé a leer los nombres de mis vecinos, de mis nuevos vecinos.
Y fue entonces cuando descubrí que el vecino del cuarto segunda se llamaba igual que yo.
Lo comprobé tres, cuatro, cinco veces.
Cuarto segunda: Diego Cruz Serrano.
Primero segunda: Diego Cruz Serrano.
Ése sí que era yo, el del primero segunda. ¿Cómo no me había fijado antes? No era sólo el nombre sino los dos apellidos.
Al principio pensé en una equivocación a la hora de colocar los letreros, pero inmediatamente leí el nombre de las parejas y comprobé que eran diferentes, lo que me hizo comprender que se trataba de una casualidad extraordinaria.
Al cabo de unos minutos el ascensor llegó. De él se bajaron un hombre y una mujer cargados con maletas y bolsas.
- Perdona si te hemos hecho esperar- me dijo la mujer- es que estábamos cargando todo esto.
Le dije que no importaba y nos despedimos. Metí las bolsas en el ascensor y subí a mi piso.

Mi mujer llegó por la noche y lo primero que le conté fue lo de los buzones.
Me dijo que no podía ser, que sería un error, que era mucha casualidad.
Bajamos a la entrada y comprobó lo que le decía.
- Es raro- fue lo único que dijo.

Al día siguiente le propuse a mi mujer subir a conocer a este hombre, simplemente por saber cómo era alguien que se llamaba igual que yo. Por la tarde subimos al cuarto y llamamos a la puerta del número dos.
Nos abrió una mujer mayor, de unos setenta años, vestida con una bata y zapatillas de estar por casa. Tenía un aspecto amable y, aunque al principio se sorprendió de nuestra visita, nos invitó a entrar cuando nos presentamos.
Pasamos a una sala de estar y nos sentamos en un sillón. La mujer se sentó en una mecedora y nos preguntó si queríamos algo de beber. Le dijimos que no, gracias, que veníamos, más que nada, para conocer a su marido. Le contamos lo de la coincidencia del nombre y la mujer no se lo podía creer.
Mi marido está en el lavabo, nos dijo, ahora saldrá y se lo contáis, le hará ilusión.

Era extraño lo que proponía aquella mujer: que le hiciese ilusión al marido llamarse igual que otra persona. Lo daba por supuesto. A mí no me hacía ilusión, no sé por qué a él sí que le tendría que hacer.
A mí me resultaba incómodo, llamémoslo así, incómodo, irreal, absurdo, molesto, en fin, no me hacía ilusión. Y allí sentado, en ese sillón, esperando a que alguien que se llamaba igual que yo saliera del lavabo, me iba poniendo cada vez más nervioso, más angustiado. Quizá por lo que me esperaba, es una tontería, pero estaba a punto de verme salir de un lavabo a la misma vez que yo mismo me esperaba sentado en un sillón.
Mientras hacía mis cábalas y pensaba en todo tipo de locuras, mi mujer y la mujer de ese Diego Cruz Serrano se habían puesto a hablar. Escuchaba palabras sueltas: buena zona para vivir, el trabajo cerca, bien comunicados. Sin duda estaban hablando de cosas sin importancia frente al caos que se empezaba a formar en mi cabeza. Parecía que a nadie le importaba.

Al fin se abrió la puerta del lavabo y salió.
Arrastraba los pies, también calzados en zapatillas de estar por casa, y se frotaba las manos como quien se prepara para un banquete. Se sorprendió al vernos pero en seguida su mujer le explicó la situación.
Entonces se me acercó y se sentó a mi lado. Mi mujer y yo nos agrupamos dejándole sitio. Me miró a los ojos y se quedó en silencio. Los cuatro nos quedamos en silencio y yo pensé en levantarme e irme, pero entonces dijo: ¿No es maravilloso?
No me lo podía creer. Lo que al principio me parecía algo extraño, curioso, aunque también absurdo, ahora sólo me parecía patético.
Allí estaba yo, sentado junto a un hombre que se llamaba igual.
Qué estupidez.
¿Por qué se me había ocurrido subir a verle? ¿Qué se me había pasado por la cabeza? ¿Qué esperaba que me pasase?
Aquel hombre se llamaba igual que yo pero no era yo. Y eso fue lo que me mantuvo tan angustiado, esa tontería.
Ahora sólo quería irme a casa.

El hombre me hablaba pero yo no le escuchaba. Entonces mi mujer me pisó disimuladamente el pie para que reaccionara, supuse que ante una pregunta de aquel hombre que se llamaba igual que yo.
Sí, respondí sin saber cuál era la pregunta. El hombre también asintió.

La mujer fue a la cocina a preparar un café. Trajo galletas.
Pasado un rato, le pregunté al hombre: Entonces, ¿quién es el verdadero Diego Cruz Serrano?
El hombre sonrió y dijo: Tú y yo.
Aunque la respuesta no me convenció demasiado, sonreí, porque, al fin y al cabo ese hombre me empezaba a caer bien.

La mujer nos sirvió el café.
Mi mujer me pasó el brazo por la cintura.
A mi lado, Diego Cruz Serrano me explicaba su vida.

1 comentario:

NeoPoeta dijo...

Y... entendiste por fin algun aspecto de Diego que nunca habias comprendido?