Multihistoria

Notó que su cara ardía cuando su nombre se escuchó por aquellos altavoces. Se abrazó con sus compañeros, todavía no se lo podía creer. 

Ante la algarabía del público, avanzó por la alfombra roja para recoger el premio de la academia de cine al mejor guión original, se sentía pletórico. Intentó recitar el discurso lo más rápido posible, pues su timidez no conocía limites. Entonces un mal paso le hizo caer de la tarima. Levantó tímidamente la cabeza hacia la promoción de 1982 de su instituto, viendo como sus compañeros soltaban algunos gritos y carcajadas: por algo le habían otorgado el premio al más torpe de la clase. Las risas inundaron la estancia y su rabia desembocó en un llanto inconsolable. No quería comer nada más, estaba cansado y tenía sueño; su padre, que sostenía la cucharada de natilla en el aire, intentó calmarlo. Lo apoyó en su hombro, después lo agarró con una mano y extrajo unos apuntes del carpesano. Hacia diez años que trabajaba en aquel distrito, anduvo vigorosamente por el pasillo de la oficina abanicándose la cara, tratando de soportar con buen humor aquel agotador día de trabajo. Se quitó el jersey para guardarlo en la taquilla y Messi cogió el desodorante para echárselo por el cuerpo. Cerró la taquilla del gimnasio y se colgó la bolsa en el hombro mientras se dirigía hacia la salida. Se preparó y lanzó una patada contra la puerta, que se abrió de par en par, sus hombres entraron tras él con la mirada fija en el interior, apuntando con sus rifles de asalto la oscuridad de aquel almacén abandonado. Dando un par de gritos, los hombres de nacionalidad rusa que formaban parte de la mafia se echaron al suelo asustados. Mientras los esposaban y les recordaban sus derechos, uno de los mafiosos apareció de detrás de una caja y disparó al dirigente del SWAT. Poco a poco, a medida que su boca se llenaba de agua, la cabeza del payaso fue hinchándose. El payaso número cinco fue el primero en estallar y el niño ganador saltó de alegría; el feriante le otorgó un peluche rojo gigante como premio. El chaval ya no tenía más manos para llevar consigo aquel trofeo: llevaba un algodón de azúcar, un helado y varios globos, así que decidió tirar el algodón de azúcar en la papelera más cercana, con un espectacular mate. Dos puntos subieron al marcador y el equipo local se avanzó en aquel momento, ganando por dos tantos de diferencia. Estaba en juego el campeonato y el equipo rival vio frustrados sus esfuerzos para mantener el liderazgo en el juego cuando apenas faltaban unos pocos segundos para la finalización del partido. El entrenador pidió el tiempo muerto, debían organizar una ofensiva que no pudiera fallar. En la reanudación, todos los ojos estaban clavados en el escolta. El pívot pasó el balón al base, que lo condujo rápidamente hasta medio campo, el escolta se situó en un lateral del área, recibió el esférico, tiró y anotó los tres puntos. La sirena sonó. El entrenador saltó de gozo del banquillo y se abrazó con su ayudante, la lluvia caía sobre sus cabezas. Habían planeado ese encuentro, en aquel país remoto, tras finalizar la carrera, pues sus ajetreadas vidas de estudiantes no les dejaban tiempo para estar juntos; era hora de recuperar lo perdido. Ahí estaba la cafetería, donde tuvo lugar su primer encuentro, durante el verano de hacía seis años, ahí estaba su mesa, donde sus miradas se encontraron. Se sentaron y pidieron algo que tomar, daba igual el qué, se quedaron pensativos, tenían tantas cosas que contarse que era complicado comenzar, él desvió la mirada hacia la ventana, donde el paisaje cambiaba de forma incesante. El traqueteo del viejo ferrocarril hizo que varias maletas cayeran al pasillo, el profesor se levantó y recogió su equipaje de mano que había caído al suelo. Uno de sus inventos salió disparado haciendo un ruido estridente, despertando a varios pasajeros que estaban dormidos. Siguió sobrevolando el vagón ante el asombro de todos, dejando una estela de humo, mientras trataba de atraparlo, pero finalmente atravesó el cristal y se perdió para siempre. Se asomó y vio la avenida principal de la ciudad, donde los coches circulaban ruidosamente y con prisa. Dedujo, por aquel amontonamiento de papeles que había en su escritorio, que aquel día tampoco podría ver a sus hijos, había pasado la semana en otra ciudad dando conferencias, y ahora, estando tan cerca de casa, sabía que no podría disfrutar tampoco de un tiempo libre con sus muchachos. Odiaba recibir su llamada y repetir aquella frase, “lo siento, tengo mucho trabajo” Parecía una excusa barata, pero era la realidad. Abrió el ordenador e introdujo su clave de acceso. Se ajustó las gafas, el sudor le resbalaba por la nariz... decidió escribir su carta de dimisión.

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