El que acecha cerca.

A veces, cuando cierro los ojos, cuando me atormenta él, el que acecha cerca, demasiado cerca, regreso a la extraña ciudad que conocí hace treinta años.


Cruzo de nuevo su plaza Vieja y vuelvo a admirar aquel monumento central que parece nacer de la bruma pétrea. En un instante, me encuentro en otra parte de la ciudad, recorriendo su celebre puente sobre el río M. Salgo de la torre Blanca y andando por entre los Santos de arenisca que rezan bajo sus coronas doradas llegó a la otra torre, la Negra. Allí, como hace treinta años, encuentro a un hombre, un Vagabundo, que permanece agachado con las rodillas y la frente clavadas en el suelo, ocultando la cabeza entre los antebrazos y curvando la espalda para dar la forma definitiva a la quietud que se centra en sus manos. Las manos que, a modo de altar, sostienen y alzan en el aire, ceremoniosamente y sin moverse un ápice a lo largo de las horas, una maltrecha gorra. Contiene pocas coronas. Pero no por ello se crispan sus párpados sintiendo la humillación y una confusa ofensa. No. Todo lo rezuma él. Muere a cada instante y vive cuando cae una maldita moneda. "No la merezco" dice siempre en silencio. "No merezco nada". La realidad se deforma con su presencia, se deprime el espacio y el tiempo como en una especie de pozo infinito bajo sus pies. Él no cae. Siempre al borde, pero no cae. Se huele la humedad, el ambiente viciado, incluso bajo el sol más vigoroso.

Eso mismo pasa cada vez que cierro los ojos atormentado por él, el que acecha cerca, demasiado cerca. Después abro los ojos y vuelvo al mundo "real".
Sin embargo, ayer... ayer no ocurrió así. Cuando vi al hombre con la gorra pidiendo limosna el efecto fue devastador. Imaginé que Yo era Él y que Él no era nada, únicamente un producto de mi imaginación enferma. Luego imaginé que yo era el río M. y el Vagabundo era el puente. Y me dolió tanto la cabeza que al abrir los ojos me encontré metido en una habitación minúscula, minúscula y muy negra.

Fue increíble cuando encontré una pistola en mi mano derecha. Y aún fue más increíble cuando me di cuenta de que estaba apuntado directamente a la cabeza del Vagabundo. Yo temblaba, temeroso, excitado, y, en cambio, él apenas movía un solo músculo de su cuerpo. Seguía con la misma expresión, como si el que cayera una moneda en la gorra o el que recibiera un balazo en la cabeza fueran no dos caras de la misma moneda, sino la misma, la misma cara de una corona checa con una sola faz. Y yo no sabía por qué lo quería matar, ni sabía que hacía esa pistola en mi mano derecha, pero aquel que acecha cerca quiso que apretara el gatillo. Bailaba como un demonio alrededor mío, en una especie de rito macabro por las Almas Muertas. Yo habría apretado el gatillo. Lo habría hecho, creía... yo creía que sí. Inesperadamente sentí algo en mi nuca. Otra pistola. Alguien quería volarme la cabeza. Ese alguien no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Yo seguía apuntando al Vagabundo. La cadena esperaba, esperaba a que alguien aullara...
¡NADA!
...y que el repicar de los percutores trajera el no retorno. De cualquier otro modo sólo nos quedaba una interminable expectación. Interminable sólo aparentemente, claro.
También el que me apuntaba tenía su demonio alrededor. Él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola. Alguien quería volarle la cabeza. ¿Cómo cabíamos tantos en esa minúscula habitación? Cada uno de nosotros con su demonio pidiendo guerra, cada uno con aquel que acecha cerca, demasiado cerca. El murmullo era insoportable. Creo que estábamos todos a punto de perder la cabeza. Todos menos el Vagabundo: mismo gesto, misma expresión.
El que apuntaba al hombre que tenía la pistola sobre mi cabeza no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Pero él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola...

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