si alguna vez me pierdo en la noche

Eran las cuatro de la mañana de un lunes cualquiera de un mes de agosto cualquiera. Aunque esto no tiene ni la más mínima importancia. Podría haber sido un jueves a las tres de la tarde de un mes de noviembre.
Pero no, fue a las cuatro de la mañana, un lunes de agosto.


Lucinda estaba tumbada en la cama mirando al techo. Un ligero aire entraba por la ventana abierta de par en par y hacía bailar a la fina cortina blanca un siniestro baile de fantasmas enamorados. La lamparilla de la mesita de noche encendida.
La radio, también.
Aunque todo esto tampoco tiene la más mínima importancia.

Lucinda miraba al techo y luego a sus pies.
Movía los pies tumbada en la cama.
Miraba al techo tumbada en la cama.
Las noches de agosto estaban hechas para ella, para su insomnio, alguien las había fabricado expresamente para que Lucinda no pudiese dormir. Desde los cinco años hasta hoy, veinte años sin dormir en agosto.
No era algo que le molestase, al contrario, Lucinda disfrutaba de estas noches calurosas en la ciudad leyendo, escuchando la radio, algún disco o asomándose por la ventana para comprobar la extraña belleza de su piel a la luz de la farola.
Y cuando empezaba a amanecer, se dormía.
Pero todo esto, la verdad, repito, tampoco importa mucho.

Lo que importa un poco más viene ahora.

Eran las cuatro de la mañana cuando Lucinda escuchó un ruido en la puerta de su piso.
Era un ruido familiar, algo que ya había escuchado antes pero que no relacionaba con esa hora.
Lucinda escuchó el suave chasquido, el fshh, ese sonido tan sexual, tan prometedor, ese sonido que invade una casa en silencio y mueve los cuadros como una ráfaga de viento en invierno, ese sonido que representa lo desconocido: el sonido de un papel por debajo de la puerta.
Eso fue lo que escuchó Lucinda.
Alguien había pasado una nota por debajo de su puerta y el sonido le llegó a Lucinda como un aleteo de mariposas que anuncian la primavera pero también como el cuchillo que se clava en la carne, el disparo, el terror.

Escuchar cómo un papel pasa por debajo de tu puerta a las cuatro de la mañana puede significar todo lo bueno y todo lo malo.
Pero también puede significar nada.

Lucinda se incorporó, se puso las zapatillas y caminó el corto pasillo hasta llegar a la puerta.
Allí, en el suelo, un folio doblado en cuatro partes.
Comprobó a través de la mirilla que no hubiese nadie al otro lado de la puerta.
Luego se agachó para coger el papel mientras notaba cómo las piernas le empezaban a temblar. ¿Por qué este miedo? ¿Qué tenía que temer Lucinda?
Quizá nadie tenga nunca nada que temer, pero cuando encuentras una nota debajo de la puerta de casa a las cuatro de la mañana, ésta te convierte en alguien inseguro, alguien que repasa su pasado como si hubiera algún crimen del que no se acordase, algunas huellas, manchas de sangre que quizá se olvidó de limpiar.
Pero, ¿por qué este miedo?, se preguntaba Lucinda esa madrugada de agosto mientras se agachaba a coger el papel del suelo. Y sus movimientos, el proceso de doblar las rodillas, estirar los brazos, todo fue tan lento, que alguien podría pensar que Lucinda estaba a punto de atrapar a un insecto del paleolítico con un vaso.

Mientras se agachaba, Lucinda pensó en lo que habría escrito en esa nota.

Sonrió mientras imaginaba lo que le gustaría leer:

Hola.
No me conoces, tú a mí tampoco.
Te vi en el metro hace un par de días y me enamoré de ti.
Te seguí sin que te dieses cuenta, entré en el bloque detrás de ti antes de que la puerta se cerrara y pude ver que entrabas en este piso.
No sé nada de ti pero estoy totalmente enamorado.
Pensarás que estoy loco, me da igual.
Nunca me había pasado nada parecido.
Si quieres, si te apetece, algún día podríamos tomar un café.
Sería el hombre más feliz del mundo.
Este es mi número: 789878987.
Un saludo.

Y, aunque un poco más cursi, también le gustaría esta opción:

Si alguna vez
me pierdo en la noche,
sólo espero
encontrar tus ojos
para que me guíen
y me hagan sentir
que ya estoy
en casa.

Luego, todavía agachándose, se estremeció mientras imaginaba lo que no le gustaría ver escrito en esa nota:

Zorra.
No te acuerdas de mí, ¿verdad? Mucho mejor, así el sufrimiento será mayor.
Porque lo único que quiero es que sufras lo que he sufrido yo.
Prepárate.
Y ten cuidado mañana.
Nos vemos, zorra.

O tampoco:

Hay algo que no sabes de tu pasado, de tu familia.
Algo grave sucedió cuando eras niña.
Te lo tendrían que haber contado ya pero nadie lo ha hecho.
Pronto lo descubrirás.
Aprovecha el poco tiempo que te queda para disfrutar.
Adiós.

Un sudor frío recorría la espalda de Lucinda, ya con el papel en las manos.
Desdobló la hoja.
Las manos le temblaban.
Y allí estaba, el folio que alguien había pasado por debajo de su puerta, allí, ante sus ojos, la hoja desplegada, con cuatro pliegues como recordando la hora a la que fue dejada.

Lucinda volvió una y otra vez las dos caras del folio.

Le empezó a faltar el aire.

Si ese folio lo hubiese recogido de la calle, no significaría nada.
Pero ese folio había entrado en su casa, alguien lo había dejado por debajo de la puerta.

¿Por qué?
¿Para qué?

Ante ella tenía el terror en estado puro.

Hubiese preferido que el chico del metro no hubiera aparecido el día de la cita, o que el poeta romántico no fuese otro que un pobre indigente que dejaba la misma poesía en todas las casas, o que la amenaza prevista para el día siguiente se cumpliera y ella sufriese, sí, quería sufrir, o que, en realidad, su familia guardase algo tan oscuro como para matarla.

Cualquier cosa.

Lucinda hubiese preferido cualquier cosa.

Cualquier cosa antes que un folio en blanco.

Continúa...

El despertar del señor Kanisius Kan.

Antes de arrancarle la yugular al doctor aulló, aulló con la desesperación del lobo que vive en la alta montaña y hambriento sostiene a una presa entre sus garras rojas. Y el aullido rasgó el tiempo y el espacio hallando el comienzo, los tiempos en los que él era un desamparado cachorro y aún no había sufrido la transformación definitiva.

La transformación llegó tarde, sin previo aviso. Kanisius Kan tenía 28 años, edad a la que sabía, sin necesidad de reflexión alguna, que se había convertido en lo que su padre llamaba un “completo inútil”. No obstante, hasta el momento, no le había preocupado en absoluto si él era o no un deshecho de la sociedad. Nunca le había preocupado nada y podría asegurarse que ni siquiera sabía lo que era la preocupación ya que era inmune, preso en una especie de letargo de la consciencia, a toda clase de emociones. La ira, el aburrimiento, la indignación, el deseo, fuese cual fuese el sentimiento quedaba ahogado en un eterno gesto de pausa, capturado entre materia inerte en estado permanente de crionización. Ojos vidriosos —«muertos», diría alguien que los hubiera mirado fijamente durante unos pocos segundos—, boca siempre entreabierta de prominente labio inferior, cejas pobladas y piel sin arrugas, ni rastro de turbación, sorpresa o alegría. Vivía la vida a distancia, como si el Yo hubiera quedado reducido en su envoltorio material a la mínima expresión, dejando aire entre las dos partes. Aire a modo de aislante. El Yo, aire, la carne y el silencio. Muchas capas para llegar a contactar con ese ser llamado Kanisius.
Ese ser no consumía drogas, ni pasaba tiempo alguno frente al televisor, porque no necesitaba buscar la evasión. Él era la evasión en sí misma. Para los antiguos, horrorizados ante su presencia, un hombre sin alma. Su única expresión corporal, un ligerísimo encogimiento de hombros. No tenía ningún pensamiento fijo, sólo sabía que era un “completo inútil” y para él saberlo resultaba considerablemente fácil. Eso era lo único que le había enseñado su padre durante once largos años. No había leído un libro en su vida y apenas tenía ideas propias, por no decir que no tenía ninguna. Ni propia, ni no propia. No reaccionaba ante la música, las ciencias se le daban realmente mal y no practicaba ningún deporte.
Kanisius sufría desde pequeño una absoluta soledad. No trataba con nadie, fuera de su comprensiva madre y de su padre con el que no tenía mucha relación, se pasaba el día trabajando. Uno de los pocos momentos que compartía la familia era el de la cena y, fuesen cuales fuesen las circunstancias del día, el padre siempre entonaba el mismo discurso:
— Es que son todos unos inútiles, unos putos inútiles, se pasan el día holgazaneando en la oficina. Vergüenza les tendría que dar. Son unos completos inútiles...
Cuando no empezaba increpando a su propio hijo:
— ¿Eh? ¿Pero qué le pasa a tu hijo? —siempre se refería a Kanisius como el hijo de su mujer—. Mira, se queda embobado mirando la pared. Joder, que poca sangre. Parece un puto cadáver. Está claro, tu hijo se va a convertir en un completo inútil.
Así seguía más allá incluso del postre. Por otra parte, su madre respondía convencida, menos cuando se metía con Kanisius, a todas y cada una de las afirmaciones de su marido:
— Tienes toda la razón, papá... toda la razón del mundo...
La madre siempre escuchaba con suma atención estos discursos —por mucho que fueran los mismos días tras día, mes tras mes, año tras años y lustro tras lustro—, si bien alguna vez en su interior hubiera deseado el tener la oportunidad también ella de desahogarse. Tampoco encendían nunca la televisión. El padre veía innecesario el ponerla en marcha puesto que él tenía en su cabeza todas y cada una de las ideas que era necesario aportar en aquella mesa.
La primera y última vez que Kanisius se interesó por la televisión tenía once años y provocó problemas en la casa. Vio entera una película de sobremesa. Ese día su padre llegó tarde, tan tarde que su esposa dormía profundamente. Aún así encontró a su hijo despierto, sentado en la cama. El padre le dijo:
— Pero que haces tú aún en...
— Te estás follando a otra, ¿no? —interrumpió Kanisius. Quizás era la primera vez que se dirigía directamente a su padre en años, quizás en toda su vida, y lo había hecho emulando a la mujer que había visto en la pequeña pantalla, la mujer que sorprendía a su marido a media noche cuando este creía que la tenía bien engañada.
¿Por qué hizo aquello? Nunca nadie podrá saberlo exactamente. Posiblemente aquella noche descubrió el hilo que arrastra al unísono ficción y realidad, y simplemente decidió tirar de él. Al fin y al cabo, aquello demostraba que estaba vivo y todavía tardaría diecisiete años en volver a demostrarlo. Casi le pasó por alto que al día siguiente su padre hiciera las maletas y se fuera de casa para no volver. Sí, eso era lo mismo que había hecho el hombre de la película.
Kanisius creció sobreviviendo a los años de escuela como pudo, entre alguna que otra paliza y las constantes risas y bromas a su costa que le llamaban “vegetal” o “no muerto”. No fue a la universidad, consiguió un trabajo en un locutorio de su mismo barrio y siguió viviendo en casa con su apenada madre. Sin embargo, a pesar del adoctrinamiento de su padre, del abandono y de la tristeza que este provocó en su madre, de las palizas... Nada, absolutamente nada, había conseguido cambiar la expresión impasible de su cara.

Fue a los 28 años cuando el rostro de Kanisius esbozó por primera vez una visible turbación. En pocos días había perdido más de diez quilos y, lo que era aún peor, su cuerpo se había recubierto de pelo, desde la frondosa barba que había comido casi todo el espacio a las mejillas y se había extendido más allá del cuello para unirse con la pelambrera del pecho, hasta los pies forrados por completo de vello. Observó con atención la imagen extraña que le devolvía el espejo de su habitación. Cada músculo de su nuevo cuerpo, escuálido, peludo, permanecía agarrotado por el efecto de una inusitada tensión, dejando a la vista unas descomunales venas a punto de reventar a lo largo de sus brazos y piernas. Un escalofrío le recorrió la espalda y su pecho empezó a palpitar primero como si le costara respirar, luego, azotado por intensos espasmos. Su organismo había cambiado y quería deshacerse de las sobras. Abrió la boca de par en par y vomitó algo. No volvería a estar ausente, ni encerrado en su propio mundo. Viviría a otro nivel la existencia a partir de aquel momento en el que lo había expulsado todo y se había quedado absolutamente vacío. Con los ojos anegados de lágrimas a causa del esfuerzo y su cuerpo rezumando cruda testosterona, miró aquello que habían rechazado sus entrañas y rabioso se lanzó al suelo para comérselo. Lo despedazó preso de la ira, lo trinchó bien con los dientes y lo engulló con la seguridad irracional de que era algo nutritivo. A los pocos minutos, yacía extenuado en el suelo de su habitación. No tardó en dormirse plácidamente.
Gracias a varios días de descanso ininterrumpido las heridas de la traumática transformación fueron cicatrizando. Pasó gran parte de los meses de invierno en cama, lo que hizo que aún perdiera más peso. Su inactividad no se debía al miedo o a la vergüenza que le causaban el exterior —eso era ya imposible que se diera en él— sino a una necesidad biológica que había reducido notablemente su ritmo vital. Sentía una necesidad absoluta de dormir por lo menos quince o veinte horas diarias y apenas tenía hambre. Cuando su madre preocupada por su decadente estado de salud se asomaba a la puerta de su habitación él la alejaba con un desapacible gruñido.
Durante aquellos días la madre dejaba cada día un plato de comida ante su cama. La mujer había visto el nuevo aspecto de su hijo, pero no había parecido importarle demasiado. Desde el abandono sufría una profunda depresión, hablaba sola y se pasaba horas y horas sentada en el sillón del comedor esperando a que su marido regresara del trabajo. "Con más o menos pelo, con más o menos pelo..." repetía una y otra vez en la oscuridad de la casa.
Al llegar el calor, las cosas cambiaron para Kanisius. Tuvo que salir de su encierro, de la misma manera que su organismo había querido durante el frío disminuir su actividad, ahora quería aumentarla desaforadamente. Empezó a moverse, a comer más y a dormir menos. No tardó en llegar el momento en el que la habitación empezaba a ser demasiado pequeña. Entonces salió de ella y se encontró de cara con su madre.
— ¡Ya estás bueno! —celebró ella con una triste sonrisa.
Kanisius gruño furioso y sin hacerle el menor caso se dirigió a la puerta de salida. No fue muy lejos, en el descansillo de la escalera encontró a una pareja de policías. Buscaban a su padre que había cometido un crimen en una ciudad vecina y se había dado a la fuga. Los policías pensaban que a lo mejor se había escondido en su antiguo hogar. Lo que encontraron fue al hijo del criminal, una bestia humana, peluda, grotesca, que se desplazaba ora a dos, ora a cuatro patas, que gruñía y enseñaba los dientes, cegado por una incontrolable agresividad. La misma bestia a la que la madre había exclamado «¡ya estás bueno!».
A partir de ese inesperado encuentro todo fue muy confuso. Kanisius luchó para no ser capturado, pero tres estruendos acompañados de tres pinchazos en su muslo y en su espalda acabaron batiéndolo. Tiempo después, sin saber cómo, despertó sentado en un despacho. Delante de Kanisius una mesa y, apoyado en ella, un desconocido. Vestía una bata blanca que lucía una chapa metálica: Doctor Julius Normman. Era un hombre pulcro, con unas orejas diminutas y una nariz extremadamente estrecha sobre la cual se sostenían a duras penas unas gafas negras.
— ¿Se encuentra bien señor Kan? —dijo—. Tranquilo, está sedado. Yo si fuera usted no me exaltaría demasiado e intentaría gastar todas las fuerzas en prestar atención a mis palabras —el doctor Normman miró con superioridad a Kanisius sin saber que estaba equivocado. Nadie sabía cual era la dosis adecuada de drogas para sedar a esa nueva criatura—. Es usted algo increíble. Y si me permite la broma, es también un asunto peli-agudo para nosotros. Me río, con su permiso... pero es que es verdad, señor Kan, tiene su gracia. Y de la noche al día que es lo más curioso del caso. Me he informado, he preguntado por usted a sus antiguos profesores, a su madre, incluso a su padre. Con su madre es difícil hablar ya, y su padre va a pasar mucho tiempo en la cárcel, pero eso supongo que es otro tema. Diría que esas historias le traen sin cuidado. ¿Y para qué hablar de otra cosa que no sea usted? —Kanisius había recuperado los brazos— Usted es el gran descubrimiento, de usted y de nadie más se puede hablar en estos momentos. ¿Qué le ocurre? ¿Sabe qué le ocurre? ¿Lo nota? Nosotros no tenemos ni idea. Eso sí, podemos asegurarle una cosa, y es que lo suyo no es una enfermedad. Usted... a ver, como lo diría, usted a cambiado. La verdad es que ni siquiera sé si es capaz de entenderme en estos momentos. Intuyo que en lo único que piensa es en escapar o quien sabe... quizás... no sé. Pero no hay que preocuparse por eso, estará sedado durante unas horas más...—Normman ajustó la montura de sus gafas y sus ojos brillaron—. Verá, no va a poder salir de aquí. No podemos permitírnoslo. Y no sólo hablo de mi equipo. Creo que es una cuestión que va más allá de nuestro equipo de investigación, de nuestra clínica y de nuestra sociedad —Kanisius sintió el cuello—. No sabemos que le ocurre. Pero sabemos que no debe salir de aquí, que no debe mantener contacto con las personas. Intuimos que es peligroso y no sólo porque estamos convencidos de que podría atacar a alguien, sólo hay que verlo. Es usted pura agresividad. No, es que además es peligroso de una manera mucho más importante, de una manera que atenta contra unas bases que aunque no dejan de balancearse, están bien apuntaladas —Kanisius sintió las piernas—. Oh, menuda estupidez lo que le estoy contando... Y yo tampoco soy ningún filosofo, ni quiero dármelas de sabelotodo, ni de visionario. Su cerebro no entiende ya tanta palabrería. Le digo que es peligroso para el hombre, para su mundo y ni siquiera comprende las palabras, cuando su significado es de una inmensidad inimaginable...
Era cierto que Kanisius no sabía a que se refería el doctor, pero captó enseguida su tono. Comprendió que no le dejarían marcharse. Por otra parte, había conseguido recuperar la movilidad de su cuerpo y, ahora, de manera instintiva, se hacía el muerto esperando el momento oportuno. Normman seguía hablando de progreso, de los peligros de la naturaleza y volvía a repetir que no le dejarían salir de ahí nunca más.
— Es usted algo increíble —quiso concluir—. Algo verdaderamente increíble. Lástima que el cambio no le haya dotado de un mayor potencial intelectual. ¿Razón? ¿Para qué iba el cambio a dotarle de Razón? Eso es lo que les preguntaba a mis colegas ayer. La Razón es algo nuestro, señor Kan. Hecho por el cual nosotros debemos atajar este tipo de asuntos, este tipo de... tropiezos de la naturaleza. La Razón nos da ese poder. ¿Me entiende? Señor Kan, la cosa está clara. ¡Nosotros somos la civil...
Kanisius no esperó a que acabara la frase, se abalanzó sobre su presa. El doctor Normman quedó paralizado entre la ligera exaltación que había envuelto el final de su discurso y el espeluznante pánico que despertaban aquellas garras alrededor de su cuello. Ambos se miraron a los ojos. “Muertos” fue el último pensamiento que consiguió articular Julius Normman. La bestia aulló enloquecida y, súbitamente, la blanca pared del despacho sangró malherida.
En el desgarro del espacio y del tiempo la bestia escapó empapada de sangre. Más tarde, fue libre.


Continúa...

como una capa de hielo

Como casi todas las cosas importantes o absurdas, todo empezó con una llamada. Me encontraba yo trabajando sin demasiada alegría en la oficina del norte del país cuando sonó el teléfono. Era Fiódor, un antiguo compañero de estudios. 
Me alegré de escuchar su voz, sobre todo porque era la última persona a la que esperaba encontrar al otro lado del aparato. 
Me dijo que había pensado en mí para un trabajo. 
Se trataba de escribir, simplemente escribir. 
Lo bueno es que a mí, en aquella época, me encantaba escribir; lo malo es que no iba a recibir ni un triste rublo. 
De todas formas, debido en gran parte a mi carácter amable de entonces, acepté de buen grado la invitación y esperé nuevas instrucciones. 


Al cabo de unos días éstas me llegaron en forma de carta. Fiódor me explicaba en qué consistiría mi trabajo. Cada semana tendría que escribir un pequeño relato y también cada semana habría un tema diferente en el que se basaría éste. A mí me pareció bien y estuve pensando y organizando diferentes estructuras en mi cabeza llegando a tener media docena de relatos listos para ser ejecutados. 

Pero entonces, a los pocos días, el cartero dejó una nueva carta de Fiódor en la que exponía el tema a tratar: un locutorio. 
¿De qué demonios estaba hablando Fiódor? ¿Un locutorio? ¿A qué se refería? ¿A aquellos lugares envueltos en ese halo de clandestinidad y crimen organizado que brotaban como setas por la ciudad? ¿De verdad quería Fiódor que escribiera algo que tuviese que ver con un locutorio? ¿Era suya la idea? Más bien parecía la de una mujer, no sé por qué pero pensé que sólo a una diabólica mujer se le podría haber ocurrido ese tema, sólo una mujer era capaz de desquiciarme de aquella manera con una simple decisión, tirando por tierra todos los posibles relatos ya planteados en mi mente. La media docena de relatos ya escritos en mis músculos, mis huesos, mis neuronas, todos estaban ahora mismo en la basura siendo devorados por cucarachas hambrientas de historias. 
Una simple palabra basta para llevarte a la locura y a mí la palabra locutorio me llevó al lugar desde donde escribo estas líneas. 

Pasé los días posteriores a recibir la última, la fatídica carta de Fiódor, metido en la cama. 
No hablaba con nadie, no veía a nadie, excepto a mi madre, quien venía a traerme la comida que yo me limitaba a mirar. 
Una poderosa angustia me cubrió como una capa de hielo. 
Era incapaz de escribir algo que estuviese relacionado con un locutorio. 
¿Cómo era posible que Fiódor se comportase así conmigo? ¿Me estaba poniendo a prueba? ¿Era ésa una broma de mal gusto? 
Fiódor me conocía bien pese no habernos visto en mucho tiempo y sabía de mis temores a defraudar a los demás, unos temores que, literalmente, me paralizaban. 
Y así era como estaba en ese momento, metido en la cama y dándole vueltas a una maldita palabra. 

Una noche me levanté de madrugada empapado en sudor. 
Me vestí, saqué del cajón el cuchillo del abuelo y cogí la carta de Fiódor. 
Salí de casa y paré al primer taxi que vi. Le mostré al taxista el remitente de la carta y me dijo Muy bien. 
Cuando llegué a casa de Fiódor empezaba a amanecer. 
Me bajé del taxi y palpé el cuchillo en el bolsillo de la gabardina. 
Los sudores continuaban y apenas podía caminar. Me senté en la acera a esperar. 
Pasaron las horas. El sol me calentaba como una estufa estropeada. 
Al fin se abrió la puerta. 
Una joven con un niño en brazos salió de casa de Fiódor. Supuse que era su mujer y también supuse que ese era su hijo. 
Empezó a caminar y la seguí manteniendo una cierta distancia, siempre observando sus movimientos desde la acera de enfrente. 
La cabeza estaba a punto de estallarme y los sudores fríos recorrían mi espalda como ríos helados. 
Seguí a la mujer durante más de media hora. 
Me di cuenta de que no llevaba una dirección fija, ahora un parque, ahora una panadería, ahora una frutería, siempre como si no lo tuviera previsto, como si fuera la primera vez que visitara la ciudad. 

Pero al fin se dirigió y entró allí donde yo esperaba que se dirigiera y entrase, a ese maldito lugar que la hacía culpable de mi locura. 
Entonces mi cabeza acabó por estallar y los ríos helados de mi espalda se convirtieron en lenguas de lava surgidas de lo más profundo de mis entrañas 
Ella había sido la manipuladora, la ideóloga, ella llevaba los hilos que movían a Fiódor, ya sabía que él no podía haberme hecho eso, ella era la mujer diabólica y tenía que pagar por ello. 

Crucé la calle. 

A cada paso, el cuchillo golpeaba mi cadera.

                                                                                          


Continúa...