Nada por aquí.

Sujeté con fuerza sus muñecas para evitar que me estrangulara con aquellos guantes blancos manchados de sangre. Me miraba con la sonrisa más malévola que jamás haya visto. Sentía su respiración agitada, escuchaba crujir la pintura seca que cubría su rostro cuando la piel se arrugaba al hacer más fuerza. Dimos media vuelta y me empujó contra las estanterías, junto al sofá.

Mi hermano le había contratado para que distrajera a los niños mientras tomábamos unas copas después del pastel. Yo había estado acuerdo, porque sabía que a Celia le entusiasmaban los trucos de magia. El regalo que le compré, un sombrero de copa, no podía ser más adecuado.
“Los buenos magos no revelan sus trucos”, dijo él cuando le entrevistamos para el trabajo. En aquel momento ni siquiera sentía curiosidad por conocerlos. No había ningún conejo bajo la chistera, no eran ases lo que escondía en la manga.

La sala olía aún a tarta de nata y a cera derretida. Para entonces, en el ambiente flotaba también el olor de la sangre y la carne quemada. El suelo estaba lleno de confeti, serpentinas y collares de papel. Pero no todos los colores eran alegres bajo nuestras pisadas, también corría la sangre de los invitados, del perro…
Le aparté de una patada en la barriga, dejando la marca de la suela de las botas en su esmoquin de papel. En ese instante, se abalanzó sobre mí con toda su ira sosteniendo un tenedor. Conseguí esquivarlo y le rodeé con los brazos por la cintura. Tropezamos con la mesa y caímos al suelo, junto a la abuela Roberta. Le agarré por el cuello y le di un puñetazo en la nariz. Se tocó el bolsillo de la chaquetilla y surgió de su pajarita un chorro de agua hirviendo, quemándome la cara.

Grité, me froté los ojos y me eché un refresco para aliviar la irritación. Aún tendido en el suelo, el mago murmuró:
- Celia se presentó voluntaria para el truco, lo hizo muy bien, es una buena chica. Lástima que lo demás muchachos no aguantasen tanto.
Era un monstruo. Un grandísimo cabrón. Salté por encima de él y me dirigí a la ventana. Sentí sus pasos acercándose detrás de mí. Con los ojos en blanco, el mago quiso lanzarme una silla a la cabeza, pero me agaché y le di una patada en la rodilla. Fui hasta la mesa y cogí el cuchillo que habíamos usado para cortar el pastel. Tosí por culpa del humo que salía de la habitación de juegos.
- Se puso el sombrero -continuó el mago, relamiéndose el líquido oscuro que brotaba de su nariz- y comenzó a atar a sus amiguitos, tal como yo se lo indiqué. El círculo de fuego es mi juego favorito -avancé hacia él y levanté el arma hasta su cara -. ¿Quiere que le cuente cuál es el truco? Los niños son inocentes -la sonrisa se borró de su cara-. No como usted.

En el exterior los copos de nieve caían lentamente. Clavé el cuchillo en el pecho y un chorro de agua hirviendo y lodo surgió del corte. Le golpeé en la rabadilla y rompió los cristales, precipitándose al vacío. Aterrizó sobre la nieve produciendo un suave estrépito. Me asomé para asegurarme de que la pesadilla había terminado. Le vi tendido en el suelo, boca abajo, aparentemente muerto. Estuve observándolo unos segundos, el tiempo justo para ver cómo se levantaba, se sacaba el cuchillo clavado en su esmoquin y comenzaba a trepar por la fachada, ágil como una lagartija, con los ojos fuera de sus órbitas. Su estridente risa llegaba a mis oídos, aquel ser no podía ser humano.

Me separé del alféizar, no me aventuré a asomarme otra vez por miedo a encontrármelo a pocos centímetros. Anduve deprisa hacia el pasillo evitando mirar en la habitación de juegos, cuya puerta estaba entrecerrada. No pude evitar escuchar los gemidos que surgían del interior.


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Continúa...