hasta que se hizo de noche

En el parque él siempre jugaba solo, dibujando mares en la arena.
Un día ella se le acercó y le regaló un caramelo.

Luego estuvieron jugando mucho rato, hasta que se hizo de noche y casi no se veían.
Al día siguiente ella se le volvió a acercar y le regaló otro caramelo.
Él sonrió y luego estuvieron jugando mucho rato, hasta que se hizo de noche y se les durmieron las manos.
Pero al tercer día ella no vino.
Él se quedó sentado en el banco, dibujando mares en la arena.
Cuando se hizo de noche, se fue.

Así pasaron los días y ella no venía.
Él guardaba los envoltorios de los caramelos y los olía para hacerla aparecer.
Luego, volvía a dibujar mares en la arena.
Pasó el invierno y llegó la primavera.
Pero ella seguía sin aparecer.
Y los envoltorios ya no guardaban su olor.

Una tarde, después de dibujar el mar más grande de los jamás dibujados en la arena, decidió ir a buscarla.
Se quitó las zapatillas y se sumergió en el mar que acababa de dibujar.
Buceó durante mucho tiempo.
Vio delfines, ballenas, caballos, jirafas, árboles, estrellas de mar, peces multicolores, autobuses, bicicletas y arrecifes de coral.
Todo iba a cámara lenta.
Algunas veces paraba a descansar.
Se sentaba en una roca submarina y miraba el paisaje.
Cruzó todo el mar buceando.
Cruzó todo el mar para buscarla.

Hasta que un día ella apareció.
Estaba sentada en un coral, haciendo pompas de jabón.
Él se sentó a su lado y le sonrió.
Ella le regaló un caramelo.
Él le dibujo un mar en el fondo marino.
Entonces se cogieron de la mano y se zambulleron en el mar que acababa de dibujar.
Y bucearon mucho rato.

Hasta que se hizo de noche.

Continúa...

Multihistoria

Notó que su cara ardía cuando su nombre se escuchó por aquellos altavoces. Se abrazó con sus compañeros, todavía no se lo podía creer. 

Ante la algarabía del público, avanzó por la alfombra roja para recoger el premio de la academia de cine al mejor guión original, se sentía pletórico. Intentó recitar el discurso lo más rápido posible, pues su timidez no conocía limites. Entonces un mal paso le hizo caer de la tarima. Levantó tímidamente la cabeza hacia la promoción de 1982 de su instituto, viendo como sus compañeros soltaban algunos gritos y carcajadas: por algo le habían otorgado el premio al más torpe de la clase. Las risas inundaron la estancia y su rabia desembocó en un llanto inconsolable. No quería comer nada más, estaba cansado y tenía sueño; su padre, que sostenía la cucharada de natilla en el aire, intentó calmarlo. Lo apoyó en su hombro, después lo agarró con una mano y extrajo unos apuntes del carpesano. Hacia diez años que trabajaba en aquel distrito, anduvo vigorosamente por el pasillo de la oficina abanicándose la cara, tratando de soportar con buen humor aquel agotador día de trabajo. Se quitó el jersey para guardarlo en la taquilla y Messi cogió el desodorante para echárselo por el cuerpo. Cerró la taquilla del gimnasio y se colgó la bolsa en el hombro mientras se dirigía hacia la salida. Se preparó y lanzó una patada contra la puerta, que se abrió de par en par, sus hombres entraron tras él con la mirada fija en el interior, apuntando con sus rifles de asalto la oscuridad de aquel almacén abandonado. Dando un par de gritos, los hombres de nacionalidad rusa que formaban parte de la mafia se echaron al suelo asustados. Mientras los esposaban y les recordaban sus derechos, uno de los mafiosos apareció de detrás de una caja y disparó al dirigente del SWAT. Poco a poco, a medida que su boca se llenaba de agua, la cabeza del payaso fue hinchándose. El payaso número cinco fue el primero en estallar y el niño ganador saltó de alegría; el feriante le otorgó un peluche rojo gigante como premio. El chaval ya no tenía más manos para llevar consigo aquel trofeo: llevaba un algodón de azúcar, un helado y varios globos, así que decidió tirar el algodón de azúcar en la papelera más cercana, con un espectacular mate. Dos puntos subieron al marcador y el equipo local se avanzó en aquel momento, ganando por dos tantos de diferencia. Estaba en juego el campeonato y el equipo rival vio frustrados sus esfuerzos para mantener el liderazgo en el juego cuando apenas faltaban unos pocos segundos para la finalización del partido. El entrenador pidió el tiempo muerto, debían organizar una ofensiva que no pudiera fallar. En la reanudación, todos los ojos estaban clavados en el escolta. El pívot pasó el balón al base, que lo condujo rápidamente hasta medio campo, el escolta se situó en un lateral del área, recibió el esférico, tiró y anotó los tres puntos. La sirena sonó. El entrenador saltó de gozo del banquillo y se abrazó con su ayudante, la lluvia caía sobre sus cabezas. Habían planeado ese encuentro, en aquel país remoto, tras finalizar la carrera, pues sus ajetreadas vidas de estudiantes no les dejaban tiempo para estar juntos; era hora de recuperar lo perdido. Ahí estaba la cafetería, donde tuvo lugar su primer encuentro, durante el verano de hacía seis años, ahí estaba su mesa, donde sus miradas se encontraron. Se sentaron y pidieron algo que tomar, daba igual el qué, se quedaron pensativos, tenían tantas cosas que contarse que era complicado comenzar, él desvió la mirada hacia la ventana, donde el paisaje cambiaba de forma incesante. El traqueteo del viejo ferrocarril hizo que varias maletas cayeran al pasillo, el profesor se levantó y recogió su equipaje de mano que había caído al suelo. Uno de sus inventos salió disparado haciendo un ruido estridente, despertando a varios pasajeros que estaban dormidos. Siguió sobrevolando el vagón ante el asombro de todos, dejando una estela de humo, mientras trataba de atraparlo, pero finalmente atravesó el cristal y se perdió para siempre. Se asomó y vio la avenida principal de la ciudad, donde los coches circulaban ruidosamente y con prisa. Dedujo, por aquel amontonamiento de papeles que había en su escritorio, que aquel día tampoco podría ver a sus hijos, había pasado la semana en otra ciudad dando conferencias, y ahora, estando tan cerca de casa, sabía que no podría disfrutar tampoco de un tiempo libre con sus muchachos. Odiaba recibir su llamada y repetir aquella frase, “lo siento, tengo mucho trabajo” Parecía una excusa barata, pero era la realidad. Abrió el ordenador e introdujo su clave de acceso. Se ajustó las gafas, el sudor le resbalaba por la nariz... decidió escribir su carta de dimisión.

Continúa...

El que acecha cerca.

A veces, cuando cierro los ojos, cuando me atormenta él, el que acecha cerca, demasiado cerca, regreso a la extraña ciudad que conocí hace treinta años.


Cruzo de nuevo su plaza Vieja y vuelvo a admirar aquel monumento central que parece nacer de la bruma pétrea. En un instante, me encuentro en otra parte de la ciudad, recorriendo su celebre puente sobre el río M. Salgo de la torre Blanca y andando por entre los Santos de arenisca que rezan bajo sus coronas doradas llegó a la otra torre, la Negra. Allí, como hace treinta años, encuentro a un hombre, un Vagabundo, que permanece agachado con las rodillas y la frente clavadas en el suelo, ocultando la cabeza entre los antebrazos y curvando la espalda para dar la forma definitiva a la quietud que se centra en sus manos. Las manos que, a modo de altar, sostienen y alzan en el aire, ceremoniosamente y sin moverse un ápice a lo largo de las horas, una maltrecha gorra. Contiene pocas coronas. Pero no por ello se crispan sus párpados sintiendo la humillación y una confusa ofensa. No. Todo lo rezuma él. Muere a cada instante y vive cuando cae una maldita moneda. "No la merezco" dice siempre en silencio. "No merezco nada". La realidad se deforma con su presencia, se deprime el espacio y el tiempo como en una especie de pozo infinito bajo sus pies. Él no cae. Siempre al borde, pero no cae. Se huele la humedad, el ambiente viciado, incluso bajo el sol más vigoroso.

Eso mismo pasa cada vez que cierro los ojos atormentado por él, el que acecha cerca, demasiado cerca. Después abro los ojos y vuelvo al mundo "real".
Sin embargo, ayer... ayer no ocurrió así. Cuando vi al hombre con la gorra pidiendo limosna el efecto fue devastador. Imaginé que Yo era Él y que Él no era nada, únicamente un producto de mi imaginación enferma. Luego imaginé que yo era el río M. y el Vagabundo era el puente. Y me dolió tanto la cabeza que al abrir los ojos me encontré metido en una habitación minúscula, minúscula y muy negra.

Fue increíble cuando encontré una pistola en mi mano derecha. Y aún fue más increíble cuando me di cuenta de que estaba apuntado directamente a la cabeza del Vagabundo. Yo temblaba, temeroso, excitado, y, en cambio, él apenas movía un solo músculo de su cuerpo. Seguía con la misma expresión, como si el que cayera una moneda en la gorra o el que recibiera un balazo en la cabeza fueran no dos caras de la misma moneda, sino la misma, la misma cara de una corona checa con una sola faz. Y yo no sabía por qué lo quería matar, ni sabía que hacía esa pistola en mi mano derecha, pero aquel que acecha cerca quiso que apretara el gatillo. Bailaba como un demonio alrededor mío, en una especie de rito macabro por las Almas Muertas. Yo habría apretado el gatillo. Lo habría hecho, creía... yo creía que sí. Inesperadamente sentí algo en mi nuca. Otra pistola. Alguien quería volarme la cabeza. Ese alguien no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Yo seguía apuntando al Vagabundo. La cadena esperaba, esperaba a que alguien aullara...
¡NADA!
...y que el repicar de los percutores trajera el no retorno. De cualquier otro modo sólo nos quedaba una interminable expectación. Interminable sólo aparentemente, claro.
También el que me apuntaba tenía su demonio alrededor. Él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola. Alguien quería volarle la cabeza. ¿Cómo cabíamos tantos en esa minúscula habitación? Cada uno de nosotros con su demonio pidiendo guerra, cada uno con aquel que acecha cerca, demasiado cerca. El murmullo era insoportable. Creo que estábamos todos a punto de perder la cabeza. Todos menos el Vagabundo: mismo gesto, misma expresión.
El que apuntaba al hombre que tenía la pistola sobre mi cabeza no sabía que hacia allí, ni sabía que hacia la pistola en su mano derecha. Pero él lo habría hecho, creía... él creía que sí. Inesperadamente sintió algo en su nuca. Otra pistola...

Continúa...

buzones

Hacía sólo un par de meses que mi mujer y yo nos habíamos mudado a este piso de las afueras, huyendo de la locura del centro, y nunca me había fijado en ellos.
Quiero decir, sí que sabía que estaban ahí, pero nunca me había parado a mirarlos.
Hasta el otro día, mientras esperaba el ascensor de vuelta del supermercado.

Dejé las bolsas de la compra en el rellano de entrada y pulsé el botón de llamada del ascensor. Nunca suele tardar demasiado porque sólo hay cuatro pisos, pero aquella tarde el ascensor no bajaba.
Volví a apretar el botón de llamada aunque vi que la luz estaba encendida, como si la primera llamada todavía estuviera en proceso. Me apoyé en la pared y miré hacia los buzones. Para distraerme, empecé a leer los nombres de mis vecinos, de mis nuevos vecinos.
Y fue entonces cuando descubrí que el vecino del cuarto segunda se llamaba igual que yo.
Lo comprobé tres, cuatro, cinco veces.
Cuarto segunda: Diego Cruz Serrano.
Primero segunda: Diego Cruz Serrano.
Ése sí que era yo, el del primero segunda. ¿Cómo no me había fijado antes? No era sólo el nombre sino los dos apellidos.
Al principio pensé en una equivocación a la hora de colocar los letreros, pero inmediatamente leí el nombre de las parejas y comprobé que eran diferentes, lo que me hizo comprender que se trataba de una casualidad extraordinaria.
Al cabo de unos minutos el ascensor llegó. De él se bajaron un hombre y una mujer cargados con maletas y bolsas.
- Perdona si te hemos hecho esperar- me dijo la mujer- es que estábamos cargando todo esto.
Le dije que no importaba y nos despedimos. Metí las bolsas en el ascensor y subí a mi piso.

Mi mujer llegó por la noche y lo primero que le conté fue lo de los buzones.
Me dijo que no podía ser, que sería un error, que era mucha casualidad.
Bajamos a la entrada y comprobó lo que le decía.
- Es raro- fue lo único que dijo.

Al día siguiente le propuse a mi mujer subir a conocer a este hombre, simplemente por saber cómo era alguien que se llamaba igual que yo. Por la tarde subimos al cuarto y llamamos a la puerta del número dos.
Nos abrió una mujer mayor, de unos setenta años, vestida con una bata y zapatillas de estar por casa. Tenía un aspecto amable y, aunque al principio se sorprendió de nuestra visita, nos invitó a entrar cuando nos presentamos.
Pasamos a una sala de estar y nos sentamos en un sillón. La mujer se sentó en una mecedora y nos preguntó si queríamos algo de beber. Le dijimos que no, gracias, que veníamos, más que nada, para conocer a su marido. Le contamos lo de la coincidencia del nombre y la mujer no se lo podía creer.
Mi marido está en el lavabo, nos dijo, ahora saldrá y se lo contáis, le hará ilusión.

Era extraño lo que proponía aquella mujer: que le hiciese ilusión al marido llamarse igual que otra persona. Lo daba por supuesto. A mí no me hacía ilusión, no sé por qué a él sí que le tendría que hacer.
A mí me resultaba incómodo, llamémoslo así, incómodo, irreal, absurdo, molesto, en fin, no me hacía ilusión. Y allí sentado, en ese sillón, esperando a que alguien que se llamaba igual que yo saliera del lavabo, me iba poniendo cada vez más nervioso, más angustiado. Quizá por lo que me esperaba, es una tontería, pero estaba a punto de verme salir de un lavabo a la misma vez que yo mismo me esperaba sentado en un sillón.
Mientras hacía mis cábalas y pensaba en todo tipo de locuras, mi mujer y la mujer de ese Diego Cruz Serrano se habían puesto a hablar. Escuchaba palabras sueltas: buena zona para vivir, el trabajo cerca, bien comunicados. Sin duda estaban hablando de cosas sin importancia frente al caos que se empezaba a formar en mi cabeza. Parecía que a nadie le importaba.

Al fin se abrió la puerta del lavabo y salió.
Arrastraba los pies, también calzados en zapatillas de estar por casa, y se frotaba las manos como quien se prepara para un banquete. Se sorprendió al vernos pero en seguida su mujer le explicó la situación.
Entonces se me acercó y se sentó a mi lado. Mi mujer y yo nos agrupamos dejándole sitio. Me miró a los ojos y se quedó en silencio. Los cuatro nos quedamos en silencio y yo pensé en levantarme e irme, pero entonces dijo: ¿No es maravilloso?
No me lo podía creer. Lo que al principio me parecía algo extraño, curioso, aunque también absurdo, ahora sólo me parecía patético.
Allí estaba yo, sentado junto a un hombre que se llamaba igual.
Qué estupidez.
¿Por qué se me había ocurrido subir a verle? ¿Qué se me había pasado por la cabeza? ¿Qué esperaba que me pasase?
Aquel hombre se llamaba igual que yo pero no era yo. Y eso fue lo que me mantuvo tan angustiado, esa tontería.
Ahora sólo quería irme a casa.

El hombre me hablaba pero yo no le escuchaba. Entonces mi mujer me pisó disimuladamente el pie para que reaccionara, supuse que ante una pregunta de aquel hombre que se llamaba igual que yo.
Sí, respondí sin saber cuál era la pregunta. El hombre también asintió.

La mujer fue a la cocina a preparar un café. Trajo galletas.
Pasado un rato, le pregunté al hombre: Entonces, ¿quién es el verdadero Diego Cruz Serrano?
El hombre sonrió y dijo: Tú y yo.
Aunque la respuesta no me convenció demasiado, sonreí, porque, al fin y al cabo ese hombre me empezaba a caer bien.

La mujer nos sirvió el café.
Mi mujer me pasó el brazo por la cintura.
A mi lado, Diego Cruz Serrano me explicaba su vida.

Continúa...

Roles

PACIENTE: Hola, ¿qué tal?

DOCTORA: Hola. ¿Cómo está usted?

PACIENTE: No demasiado bien. Me duele aquí, en la cabeza. De vez en cuando siento una presión insoportable. Estoy seguro de que se trata de algo grave

DOCTORA: Bien. Ahora lo examinaré. Pero antes de nada... ¿Se ha hecho ya la analítica?

PACIENTE: No.

DOCTORA: Entonces se tendrá que hacer una analítica. Le daremos hora para de aquí dos semanas y veremos que dicen los resultados.

PACIENTE: Perfecto. Cuanto antes mejor. Es grave doctora, lo noto.




Dos semanas después:


DOCTORA: Hola, ¿qué tal?

PACIENTE: Hola. ¿Cómo está usted?

DOCTORA: Hace mala cara.

PACIENTE: Sí. Tengo el colesterol alto.

DOCTORA: Vaya...

PACIENTE: Debería hacer más de deporte...

DOCTORA: Sí.

PACIENTE: Y debería comer mejor...

DOCTORA: De acuerdo.

PACIENTE: Esto es sólo una revisión rutinaria.

DOCTORA: Sí.

PACIENTE: Está todo bien. No tengo de que preocuparme. Así que me voy ya, tengo algo de prisa. Cuídese.

DOCTORA: Que vaya bien. Adiós.




1 año después:


DOCTORA: Hola, ¿qué tal?

PACIENTE: Hola. ¿cómo está usted?

DOCTORA: Ahora mismo siento mareos. Pero es sólo por el aire acondicionado. Y, bueno, me da dolor de cabeza cuando tengo que pasar por delante de la sala de espera. ¡Eso sí que es terrible! ¿No le duele a usted la cabeza después de esperar tanto tiempo en la salda de espera?

PACIENTE: No. ¿Terrible? ¿Por qué?

DOCTORA: Sí. ¿No ha visto al viejo que se pasa la tarde leyendo la revista Especial Piscinas?

PACIENTE: No.

DOCTORA: ¡Ja! No me diga que no... lo debe de haber visto. Ese viejo se pasa la vida aquí. Ni siquiera visita al médico. Viene aquí para estar fresco y leer tranquilamente su revista favorita. ¡El Especial Piscinas! ¿Seguro que no la ha visto?

PACIENTE: Pues no. No lo he visto.

DOCTORA: ¿Y qué me dice de los otros pacientes que esperan?

PACIENTE: Bueno...

DOCTORA: ¿No le parecen una panda de borregos?

PACIENTE: ¿Qué? Creo que debería tranquilizarse. Créame, lo entiendo, tiene miedo... pero debe procurar calmar esa angustia. Controlar la tensión. Ahora...

DOCTORA: ¿Controlar mi tensión? ¿Después de estar aquí día tras día? Aguantado al niño de doce años que le pide a su madre un Ferrari último modelo porque da entender que de no tenerlo va a ser "un infeliz". Un niño que no tiene nada más que tos. Tos seca. Y el hombre que nunca probó una pizca de alcohol hasta que le prohibieron que lo hiciera por la medicación y, entonces, casi se mata emborrachándose. Por no hablar de la cuarentona de turno que no hace más que levantarse de su silla para ir a recepción a quejarse con una voz chillona... "Disculpe, disculpe, tenía hora a las cinco y son las cinco y cinco segundos... ¿ocurre algo con el doctor?". ¡Siéntese señora y espere como todo el mundo, joder! Eso deberían gritarle. O echarla a patadas. Sí, eso sería lo mejor. ¡Menudo mundo es este! Sería mejor que los cogieran a todos y...

PACIENTE: Doctora.

DOCTORA: ¿Qué?

PACIENTE: Sólo le queda un mes de vida. Lo siento. Se muere.

DOCTORA: No, no puede ser.

PACIENTE: No, no puede ser.




DOCTORA: Tranquilo. Ha sufrido un ataque nervioso. ¿Necesita agua?

PACIENTE: No, no puede ser. Yo sabía que era grave...

DOCTORA: De verdad, lo siento mucho. No entiendo como hemos podido fallar el diagnostico de esta manera.

PACIENTE: No, no puede ser. No...






Continúa...

espacio triangular

Estaba tumbado en el sofá cuando sonó el teléfono.
Era Harold.
Me decía que Grace había tenido un accidente.

Hacía muchos años que no veía a Grace y no sé por qué Harold me propuso ir a verla al hospital.
Me pasó a buscar a las cinco de esa misma tarde.
Harold conducía la vieja furgoneta de su padre.
Era una furgoneta blanca con algunos golpes y la pintura desconchada.
El suelo estaba lleno de facturas y recibos, papeles arrugados. La parte trasera estaba completamente vacía, no tenía ni siquiera una capa de pintura, y recordaba el interior de una ballena, si eso es algo que se pueda recordar.
-¿Ha sido grave?- le pregunté.
- Ha sido muy grave- me respondió Harold sin quitar la vista de la carretera.
No quise saber nada más y los dos permanecimos en silencio el resto del trayecto.

Una vez en el hospital, nos hicieron esperar en una sala.
Harold no se quiso sentar, encendía un cigarrillo tras otro y se tocaba el pelo, como si quisiera peinarlo de alguna forma extraña.
Lo estuve observando, caminaba de aquí para allá. Entonces le dije:
- ¿Por qué me has llamado a mí? Yo hacía mucho tiempo que no la veía.
- No sé, tío, has sido el primero que me has venido a la cabeza, lo siento- me respondió.
- Tranquilo, no me importa. Aunque creo que será un poco raro. Creo que no nos vemos desde el colegio.
- El colegio- musitó Harold, y encendió un nuevo cigarrillo.

Al cabo de un rato, apareció una enfermera que nos indicó la habitación.
Le cedí el paso a Harold antes de entrar.
Allí estaba Grace, o cualquier otra persona. Una venda le cubría totalmente la cara. Su cabeza era una bola envuelta en vendas y gasas. Podías adivinar dónde se encontraban los ojos por el ligero hueco que se observaba en la tela. Continué mirando a aquella persona y busqué sus manos, pero los brazos se detenían justo cuando llegaban a los codos, como si el resto todavía estuviera por salir.
Sentado en una silla, al lado de Grace, un hombre mayor miraba al infinito. Supuse que era su padre.
Llevaba una camisa de franela y unos pantalones de pana que le venían grandes. En los pies, unas zapatillas de estar por casa. No nos miró cuando entramos ni cuando Harold empezó a hablar.
- Hola Grace. Hemos venido a verte. Howard y yo. ¿Te acuerdas de Howard? Pues está aquí, a mi lado. Dile algo, Howard.
Aunque me sentí bastante incómodo, saludé a Grace lo mejor que pude y le deseé una pronta recuperación.
El hombre de la camisa de franela seguía inmóvil. Me acerqué a él y le tendí la mano.
- Somos amigos de Grace- le dije.
El hombre me miró, se levantó y me tendió la mano. Lo hizo todo tan lento que por un momento me imaginé debajo del agua.
- Un placer- consiguió decir. Y se volvió a sentar.

Estuvimos unos minutos más allí, delante de Grace, mirando el cuentagotas del suero.
Luego nos despedimos de ella acariciando la sábana y salimos de la habitación.

En el camino de vuelta a casa ninguno de los dos dijo nada.

Cuando Harold me dejó, empezaba a oscurecer y unas nubes negras y gigantes avanzaban por toda la costa hacia el sur.
Me quedé un rato mirándolas, allí, en el portal de casa.

Pensé en Grace y me vino a la memoria una tarde, a la hora de la salida, cuando nos escondimos de nuestras madres en el hueco de la escalera.
Grace y yo acurrucados en ese espacio triangular, su respiración en mi mejilla y ese olor a champú y a goma de borrar.
Grace y yo acurrucados escondiéndonos de nuestras madres, riendo en voz baja.
Al final creo que fue el conserje quien nos descubrió.
Luego Grace y yo saliendo al encuentro de nuestras madres asustadas.
Y luego Grace lanzándome un beso desde la ventanilla del coche.

Entré en casa, fui a la habitación y me descalcé.

Continúa...

Crispación.

Lloramos cuando nos entra algo en el ojo. Decía mi profesora que la glándula lacrimal segrega una mezcla de agua, glucosa y proteínas para conseguir deshacerse de la suciedad. Yo creo que eso mismo nos pasa en el momento en el que lloramos por tristeza, frustración o miedo. Nuestro organismo intenta deshacerse de aquello que nos ensucia por dentro. De esto último, de sentimientos, mi profesora no tenía ni idea porque no era más que una máquina estúpida. Sólo eso, una estúpida máquina.


El otro día, ante el ordenador, me puse el casco y accioné la tecla "Intro" del teclado. Entonces entré en la ISLA, el mundo virtual que en algún momento del pasado reemplazó en casi todas sus funciones a lo que hoy llamamos Mundo Real.

Me encontré en uno de mis parajes favoritos: exactamente, una playa del Caribe. Hasta aquí normal, un día festivo cualquiera. En los días laborables, obviamente, no iba a la playa. Me ponía el casco y aparecía antes las puertas de un edificio inmenso llamado "La Oficina". Pero en aquella ocasión era domingo y yo volvía a mi paraíso después de una semana de duro trabajo cerebral.

Ahora las microdescargas del casco crispaban mi cabeza y yo conseguía placer a través de las sensaciones que ellas mismas creaban. Como una droga hecha de vida. Una pseudovida tan real como la vida real. "Crispar", decía siempre mi profesora en la ISLA.

Lo que hizo de aquel domingo un día diferente, un día que marcó mi vida, fue el encuentro en la arena con aquella mujer. Se llamaba 667.8.768.7-S... Sí... S de Sarah, estaba casi seguro. Nos miramos y yo me levanté. Nos tocamos y ella me abrazó. Nuestros cuerpos permanecieron juntos al menos treinta segundos. Al fin nos separamos y ella me dijo:
Te quiero. Te adoro.
Y yo le dije:
Te quiero. Te adoro.
Dicen algunos que nuestro sistema global de redes, al cual accedemos gracias a nuestros cascos, es el mayor logro de la humanidad en cuanto a sinceridad. "Tan sincero como un pensamiento" dice la propaganda. A mí eso me parece... No lo sé. Vacío. Sólo eso, vacío.
En la ISLA, el aprendizaje, la emoción, las sensaciones, son pura excitación cerebral. Impulsos eléctricos de un casco. "Crispar". Nada más.

Hubo una interrupción en el sistema y Sarah desapareció. Miré a la playa y, de repente, me di cuenta de que el mar infinito no tenía agua. También noté que la playa no tenía arena. Aquello en el fondo era un completo sin sentido, por lo que decidí regresar al Mundo Real.
Retiré el casco de mi cabeza. En la pantalla de mi ordenador había un fondo blanco que estuve observando durante horas. Lloré. Quise entender por qué las cosas eran como eran y cuanto más pensaba en ello, menos lo entendía. Lloré más. Mi organismo quería retirar toda la suciedad acumulada, pero parecía haber más de la cuenta. Era mugre, eran años y años de polvo en al aire que sin darse cuenta uno va acumulando en la superficie de su ser mientras el interior se va quedando poco a poco sin luz. El polvo de un mundo real que se deshace junto a sus individuos. Mi propio Yo que se desintegra entre tanta mierda abandonada. Mierda tan real como la propia Sarah al otro lado de los cables, los ordenadores y la falsa ISLA.
Uno siente cada mañana la desesperación y le duele el pecho porque algo le pesa dentro. Siente el tiempo, humo, aire y polvo, y sus nerviosos dedos se contraen sin saber porqué. Intentan agarrar sin éxito. Al final, achaca ese desasosiego al cansancio cerebral del trabajo o alguna relación frustrada en la ISLA con algún compañero o compañera. Sin embargo, la razón de todo ello está ahí, al otro lado de la puerta. Por eso lloré tanto. Había demasiada mugre en la puerta.
Volví a ponerme el casco al día siguiente y ella no estaba. Al día siguiente también. Tampoco estaba. Y al siguiente. Nada. Y al otro, y al otro, y al otro... Quince días sin ella. Me saqué el casco y grité rabioso. En el instante en que volví a quedarme en silencio algo me desconcertó. Alguien lloraba cerca. Me levanté para saber de dónde venía el llanto y tras unos minutos escuchando a las paredes llegué a estar seguro de que venía del piso de al lado. No recordaba la última vez que había abandonado mi habitación. ¿Lo había hecho alguna vez? Me sobrecogió ver aquel pasillo oscuro que a lado y lado tenía esas interminables filas de puertas. Puertas de armarios. Eso parecían. Allí vivía la gente y sus cascos. Era deprimente. Yo, sin embargo, no tenía miedo, ni asco. Me acercaba a la máxima oscuridad del Mundo Real y allí era precisamente donde volvería a encontrar algo de luz. Piqué. Sin respuesta, sólo el llanto. Por suerte, la puerta estaba abierta.

Lo primero que vi al entrar fue un casco que estaba en el suelo, roto. Levanté la vista y en el sillón, ante la pantalla del ordenador vi a la persona que lloraba. No conseguía quitarse la suciedad, al igual que yo. Me acerqué y susurré:
— Sarah...
A los dos nos sorprendió que yo supiera su nombre y aún no sé como explicar lo que sentí cuando mi mano rozó su mejilla.

Aquello fue... demasiado real.


Continúa...

mosquitera verde

La vieja me llamó a través de la puerta y yo fui, porque la vieja quería hacer amigos porque estaba sola.

Mi madre me había advertido que ni me acercase a la vieja pero aquella tarde no le quise hacer caso ni a mi madre y me acerqué a la puerta desde donde me llamaba.

No podían ser verdad todas las historias que se contaban de ella. Era una vieja, era nuestra vecina, nada más.

A través de la mosquitera, la vieja parecía más joven, porque las mosquiteras tienen el don de hacer desaparecer las arrugas. Esto me lo dijo el tío Carlton, que vivía en la costa, y yo siempre lo recordé.

Cuando estaba allí, a dos palmos de la vieja, separados ella y yo por esa mosquitera verde, pude sentir el hedor del que me habían hablado los mayores. Aún así, cuando la vieja abrió la puerta mosquitera, entré sin dudar.
Me preguntó que cómo me llamaba. Le contesté que mi nombre era Harry y que tenía diez años. Luego me hizo seguirla hasta un pequeño salón. Me indicó un sillón en el que me senté.
Al cabo de un rato apareció con una bandeja con dos vasos de leche y galletas.
Le dije que gracias pero que ya había merendado. Me dijo que no importaba, que lo guardaba para más tarde, aunque dejó la bandeja encima de la mesa y se sentó en otro sillón a mi lado.

No tenía televisión, sólo fotografías enmarcadas a lo largo de una repisa que cubría toda la estancia.
Casi todas eran imágenes en blanco y negro, aunque había algunas en color.

Estuvimos en silencio mucho rato.
Yo miraba todas aquellas fotografías imaginándome historias de esa gente.
Al cabo de un rato le pregunté: ¿ese de ahí quién es?, señalando una fotografía donde se veía a un hombre vestido de aviador.
La vieja se levantó y se acercó a la foto hasta que estuvo a escasos centímetros.
Luego volvió a su sillón y me dijo: no lo sé.
Sin querer darle mucha importancia, le pregunté por otra foto en la que se veía a una chica con un vestido de flores rodeada de árboles.
La respuesta fue la misma que antes.

Sin saber por qué, me empecé a poner un poco nervioso y le dije a la vieja que me tenía que ir.
Entonces me miró y me dijo: tú no vas a ninguna parte.
No sabía a qué se refería y le contesté: no, no voy a ninguna parte, voy a mi casa.
Y ella insistió: tú de aquí no te mueves.

Cogió su bastón y dio tres golpes en el suelo.
En aquel momento casi me resultó cómico.
Hoy, unos años después, puedo decir que aquellos tres golpes fueron una llamada directa al infierno.

Lo que allí sucedió después es mejor que no se sepa.
Sólo doy gracias a Dios porque puedo contarlo.

Continúa...

Los demonios de Gilles Villard.

Chapuza de Teatro en Tres Escenas.

(Todas y cada una de las palabras y escenas de este relato son fruto de la inventiva)
(Basado en hechos reales, como las "mejores" películas de sobremesa)



Personajes:

Grigori RASPÚTIN.
Félix YUSUPOV. Príncipe ruso.
Dimitri ROMANOV. El Gran Duque, primo del zar.
Oswald RAYNER. Extranjero.
Piotr Stephanovich RIABOVSKI. Tabernero.
SONIA Petróvna Riabovski. Camarera.
Fiódor MUSHKIN. Príncipe ruso.
GILLES Villard. Noble ruso de origen francés.
LUZHIN. sirviente de GILLES.
Joseph SCHMIDT. Extranjero.




Escena I. La fiesta


PARTE I:

Noche del 29 de diciembre de 1916, en la sala privada de una taberna situada cerca del río Nevà, Petrogrado (actual San Petersburgo). Los comensales comen y beben armando jaleo. En una parte de la mesa están juntos GILLES, MUSHKIN y SCHMIDT. En la otra ROMANOV habla a RAYNER en voz baja. YUSUPOV está con junto al Gran Duque, pero se mantiene un poco al margen, responde con monosílabos cuando le preguntan y no deja de mirar a RASPÚTIN ni por un momento, mientras su mano derecha busca inconscientemente el cuello de la camisa que parece apretarle más de la cuenta. RASPÚTIN está situado entre los dos grupos, dice algo aquí y allá y, sobre todo, no para de dirigirse a SONIA. La joven va y viene abasteciendo a la mesa con todo tipo de comidas. Parece estar enferma y no responde a la locuacidad de RASPÚTIN. Apenas es capaz de articular una sola palabra.
Ambos extranjeros, en sus respectivos grupos, guardan absoluto silencio.


GILLES. (dirigiéndose a sus dos interlocutores.) ¡Mirad! Ahí sentado, aparte... completamente embelesado por el retrato (risas). ¡Eh! Luzhin. ¡Luzhin!
LUZHIN. (desconcertado) Sí, señor. ¿Desea algo de mí?
GILLES. Vaya, chico. Estabas empezando a preocuparnos. Te has pasado toda la noche mirando ese retrato de Napoleón. No has hecho otra cosa. (burlón.) Dime, ¿qué te ocurre?
LUZHIN. (avergonzado) No ocurre nada, señor. Como no me ha requerido, yo...
GILLES. Y aunque te hubiera requerido... aunque te hubiera requerido... Estabas embobado, estabas en otro mundo (alarga la mano de manera despreciativa.) Yo diré que te ocurre. Lo sé muy bien (volviéndose de nuevo hacia MUSHKIN). Mi sirviente, Luzhin, de familia honrada aunque sujeta a una pobreza casi insultante, sufre por esa imagen lo que ya han sufrido muchos antes que él. Sí, no puede ser otra cosa.
MUSHKIN (fascinado). ¿Sabe usted también lo que le ocurre a su criado?
GILLES. Hasta el último pensamiento. Puede apostar por ello.
MUSHKIN. ¿Y de qué se trata si se puede saber?
GILLES. Pues es muy simple. Se trata simplemente de la admiración por uno de esos típicos hombres extraordinarios.
MUSHKIN. ¿Por un hombre extraordinario? ¿Admiración? ¿Como un personaje de Dostoievski? ¿Cómo Julián Sorel de Stendhal?
GILLES. Exactamente. Es usted culto, Mushkin. Es innegable. Muy culto. No debería de olvidarlo porque yo podría hablar a la ligera y entonces las preguntas que recibiera, como la que usted acaba de hacer, me dejarían en mal lugar. Por suerte, yo nunca hablo por hablar. ¡O casi nunca! (pensativo, tras una pausa.) En este caso, es justamente eso... lo que dice usted. Sí, más o menos es eso. Sólo que Luzhin es demasiado insignificante como para que sus ideas sean algo que uno tenga que tener en cuenta. Además, esa pasión no es más que pura ignorancia. Ellos no conocen prácticamente nada y, por lo tanto, basan su experiencia vital en viejas supersticiones, en mitos... Napoleón no deja de ser un mito por mucho que fuera un personaje histórico. Por mucho que aún estuviera vivo hace menos de setenta años... (MUSHKIN, extrañado, arquea las cejas) La gente como Luzhin son incapaces de ver al hombre que había detrás de ese posado majestuoso de los retratos. Con la mano metida siempre en la chaqueta... ¡Par Dieu! Son incapaces de ver más allá de sus logros y de las leyendas que no son más que pura inventiva. Y, al fin y al cabo, incapaces de ver los demonios que ese hombre, por muy emperador que fuera, llevaba dentro de sí como hombre que era. Sólo nosotros, los hombres de cierta educación, como usted y yo, sabemos advertir ese tipo de complejidades y sutilezas.

(MUSHKIN frunce el ceño.)

GILLES. Pero, me preguntaba ahora mismo, ¿qué hace un retrato de Napoleón en esta taberna rusa? ¡Par Dieu! ¡Riabovski! ¡Ven aquí, enseguida!

(entra RIABOVSKI procedente de la cocina)

RIABOVSKI. ¿Desea algo señor?
GILLES. Nada importante. Simplemente quiero que me expliques qué hace un retrato de Napoleón en esta taberna. En esta auténtica taberna rusa.
RIABOVSKI (amilanado.) Señor...
GILLES. ¡Hable! Esto es una fiesta y no es momento para el recato.
RIABOVSKI. Verá, señor, ese retrato lo trajo usted mismo.
GILLES. ¿De verás?
RIABOVSKI. Sin duda, señor.
GILLES. ¡Ja! ¿Seguro que no te estás confundiendo a causa de mi origen francés?
RIABOVSKI. No, no, señor. Lo trajo usted. Hace tan sólo dos días. Me acuerdo bien porque usted dijo "sin escenario no hay función". Y yo por entonces no lo entendí y no lo entiendo ahora.
GILLES. ¡Ja! ¿De verdad dije eso?
LUZHIN. El tabernero tiene razón, señor. Ese cuadro es de usted.
GILLES. Pero bueno... ¿ya has despertado, Luzhin?

(LUZHIN le lanza a GILLES una mirada fulminante, pero este no se da cuenta, se ha levantado y, ahora, ante el cuadro, observa pensativo.)

GILLES. Sí, mi criado y el tabernero tienen razón. (suspira profundamente. Sin inmutarse coge el cuadro con ambas manos, lo arranca de la pared y con la rodilla lo parte en dos.) C'est fini. Sí... de eso se trata, Mushkin... c'est tout, un mythe, une superstition...

(GILLES vuelve a sentarse. LUZHIN, visiblemente alterado, baja la vista al suelo. En su lado de la mesa, RASPÚTIN, ha observado la escena con atención, atusándose el fin de su larga barba tal y como acostumbra.)

GILLES: A ver si con eso ayudo a educar al pueblo. Estamos ya en el siglo veinte y el pueblo ruso deberían aprender algo de mi nación de origen. Deberían aprender algo de Stendhal. ¡Es cuestión de dignidad! ¿No es así príncipe? (mirando de soslayo a LUZHIN.) ¡Los demonios, Luzhin! Recuerda bien esto. ¡Los demonios!
MUSHKIN. Creo que usted ha sido demasiado exagerado. A su criado le gustaba ese cuadro. Simplemente, le gustaba.
GILLES. (sin prestar atención a MUSHKIN.) ¡Luzhin! Sal de aquí. Espérame fuera hasta que se acabe la fiesta.

(Luzhin no se mueve.)

RASPÚTIN. (antes de que GILLES ponga de vuelta y media a su criado. Con asombrosa delicadeza.) ¡Luzhin! Ven aquí, por favor.

(LUZHIN camina hasta RASPÚTIN que le susurra algo al oído. LUZHIN sale. Tras él también sale RIABOVSKI. YUSUPOV, asqueado, se ajusta el cuello de la camisa por enésima vez. GILLES, satisfecho, se acomoda en su asiento.)

MUSHKIN. Espero que no le haya molestado mi comentario delante de Luzhin.
GILLES (volviéndose con una sonrisa en los labios hacia MUSHKIN.) No, no... no pasa nada, príncipe. Todo va como la seda...

YUSUPOV (se levanta al fin. Desabrido.) Bueno, bueno... basta, basta. (levantando el tono de voz inopinadamente) ¡Basta! ¡Silencio!

(todos callan menos RASPÚTIN que musita algo al oído de SONIA. La joven, blanca como un cadáver, no responde.)

YUSUPOV. Por favor, señor RASPÚTIN. (casi rabioso.) Requiero también su atención. Esto no es más que un homenaje... (balbuceando.) Usted, es una persona importante... influyente...
ROMANOV. (mascullando asqueado) Que se lo digan a mi familia...
YUSUPOV. (desquiciado) ¡Shhh! Ahora no, señor mío. Duque, ahora no. No es el momento. No tenemos ninguna intención de sacara viejas rencillas, estamos aquí para...
ROMANOV. ¿Viejas? ¡Bah! (en voz alta.) Al grano, Yusupov. Al grano.
YUSUPOV. Sí, Duque. Usted como siempre tan... diligente. Pues bien, antes de los postres y la bebida voy a... dar... un pequeño discurso en honor de ese hombre (señalando a RASPÚTIN).
RASPÚTIN. (envía a SONIA a la cocina y mira con malicia a YUSUPOV). Usted sabe perfectamente que yo no soy más que un invitado. (mirando a lado y lado, a cada una de las caras de los hombres que se sientan a la mesa.) Esto no estaba tan planeado como algunos de nuestros queridos comensales creen saber.
YUSUPOV. (matando una sonrisa en sus labios.) Es usted un zorro muy astuto...
MUSHKIN. (inocente.) Astuto, sí. Es un hombre de talento, aunque el pueblo le llame de forma completamente desafortunada...
RASPÚTIN (girándose con expresión bondadosa hacia los ojos azules de Mushkin.) El Monje Loco. Así me llaman, mi querido príncipe Mushkin.
ROMANOV. (en voz baja) Por algo será...
RASPÚTIN. El Gran Duque, mi estimado Dimitri Pavlovich Romanov, sí es un hombre de talento, además de un magnífico deportista... Por lo que si tiene que decir algo, será un placer que lo diga para toda la mesa. No sólo para nuestro invitado inglés, el señor Rayner, que se sienta a su vera.
ROMANOV. No decía nada que pudiera interesar a esta mesa. Sólo le explicaba a nuestro invitado... el señor Rayner, como muy bien ha dicho usted, algunas de las costumbres rusas.
RASPÚTIN. Ah, ¿sí? Excelente.
GILLES. (fingiendo sorpresa) Un momento, señores... ¿cómo ha sabido el señor Raspútin que el señor Rayner es inglés? ¿Y su nombre? Ellos dos ni siquiera se han presentado.

(RAYNER no parece estar escuchando la conversación, centra toda su atención en SCHMIDT.)

RASPÚTIN. Yo sé quién es el señor Rayner. Con eso basta. Hoy es un día para ser sinceros. Hoy, sólo por hoy, dejen de buscar el mito donde no lo hay. Estaré encantado de participar en esta pantomima, siempre que no se vuelva demasiado burda.
YUSUPOV. ¿Burda? Es usted un...
RASPÚTIN. Yo sólo aviso.
MUSHKIN. No entiendo nada.
ROMANOV. Ni falta que hace.
RASPÚTIN. Falta hace. Seguro. No se puede huir de la verdad, ¿no creen? Pero, puede estar tranquilo, querido Príncipe Mushkin, gran príncipe ruso, usted acabará descubriéndolo todo, esta misma noche, sin necesidad de indagación alguna. Sólo tiene que esperar.
MUSHKIN. Espero entonces.
YUSUPOV. (exasperado.) Señores, señores... no nos vayamos por las ramas. Por favor, por favor... Se me ha interrumpido en mi discurso. Usted, Raspútin, usted es... usted es... es un gran hombre. Nadie lo llegará a entender como yo. (casi feroz.) ¡Nadie! Lo supe desde...
RAYNER. (se levanta inesperadamente, sin poder controlarse. Dirigiéndose a SCHIMDT.) ¡Basta! ¡Basta! Lo suyo sí que es una burda pantomima. ¿Qué hace usted aquí, Schmidt? (dándose cuenta de que ha vuelto a interrumpir a YUSUPOV). Lo siento. Pero no puedo aguantar más la mirada de ese intruso. De ese... de ese... ESPÍA ALEMÁN.

(La sorpresa en la sala es mayúscula.)

Continúa...

miedo a cambiar

- Y eso fue lo que pasó. Nada más. Cuando no hay nada de qué hablar, las cosas se acaban. Por mucho amor que haya. Si no hay nada de qué hablar: fin.

- ¿Y por qué sigues teniendo la foto en la estantería?
- Por el paisaje de detrás. Además, como no mira a cámara, me duele menos. Si lo pienso bien, esa foto refleja exactamente lo que fue para mí: alguien rodeado de luz que nunca me miró a los ojos.
- Yo no podría tener una foto de mi ex.
- Lo entiendo. Yo apenas la miro. De hecho, no sabía a qué foto te referías.
- ¿Y ese póster?
- Es de una peli, antigua. Napoleón, de Abel Gance.
- ¿Está bien?
- No lo sé, no la he visto. Me compré el dvd hace años pero no la he visto.
- ¿Y por qué tienes el póster?
- Porque me gusta la imagen y lo que he leído de ella.
- ¿No te dan ganas de verla, viendo el póster cada día cuando te levantas?
- No. Y si te digo la verdad, creo que no la voy a ver nunca.
- ¿Por qué?
- Mira, coge el dvd y lee la contraportada.
- A ver.
- Lee, lee en voz alta. Me gusta leer de vez en cuando esa contraportada. Léela, por favor.
- Está bien. El estreno se hizo en la Ópera de París el 7 de abril de 1927 y fue un film tan revolucionario como su protagonista. El Napoleón de Abel Gance contenía tantos avances visuales que nunca ha sido sobrepasado por ninguna otra película. Su clímax se presentaba en un sistema de tres pantallas llamado Polyvision, una innovación técnica que se avanzaba treinta años a lo que hoy conocemos por formato Widescreen. ¿Sigo?
- Sí, sí, hasta el final.
- Abel Gance explicaría que al final del film, el público se puso de pie extasiado. "Conocí a un banquero en la salida que me contó que una mujer se tiró a sus brazos y, abrazándole, dijo: Es demasiado bonito para expresarlo en palabras. Tengo que besar a alguien. Entre el público se encontraba un joven oficial llamado Charles de Gaulle junto a su amigo André Malraux. Ninguno de ellos olvidó la película.
-¿Qué te ha parecido?
- Quiero verla. Ya.
- Llévatela, ya me la traerás.
- Pero, no entiendo por qué no la quieres ver tú.
- Mira, hay cosas que deben permanecer tal como están.
- Sigo sin entenderte.
- Quiero decir que no veo la película por miedo a que me defraude. Y no la veré por eso mismo.
- Me estás diciendo que no quieres ver una película...
- Por miedo a que no me guste, sí.
- No tiene mucho sentido, ¿no crees?
- No lo sé. Si lo piensas mucho, cualquier cosa no tiene mucho sentido. Lo ideal es no pensárselo mucho. Yo no pienso mucho las cosas, ya lo sabes, e incluso así no les veo sentido. Pero es que si me las pensase mucho, les vería menos y sería peor. Así que simplemente decido que no veré esta película por miedo a que me defraude. Simplemente eso. No podría explicarte lo feliz que soy cada vez que leo esa contraportada que acabas de leer. No podría explicarte lo que siento cada vez que la leo y me imagino a aquella gente, lo que sintieron al ver esta película, me imagino lo que sintieron, los puedo oír gritar de júbilo al terminar la proyección. Y eso, es verdad, me tendría que animar a ver la película. Pero no. Ya te dije, prefiero que algunas cosas permanezcan como están. Quiero sentirme igual siempre que lea esta contraportada. Así que la única manera es no ver la película. Una vez la vea, esas palabras ya no significarán lo mismo, lo que querrá decir que yo ya no seré el mismo. Tengo miedo a cambiar. Creo que es sólo eso.
- Quizá tienes razón. De todas formas, me la llevo, te la traigo la semana que viene. El sábado me pasaré por aquí.
- Está bien. Pero, ¿estás segura?
- ¿De qué?
- De que quieres ver la película.
- Sí, claro que la quiero ver.
- Piénsatelo bien.

Continúa...