vida de greta

Fue durante una cena cuando Greta me lo propuso.
Me pareció una locura.
Por eso le dije que sí.

Greta había venido a casa. Hacía mucho que no nos veíamos. Estaba desanimada. Le pregunté qué estaba haciendo y me dijo: No hago nada, Alfred. Nada.

Pasamos la cena hablando de películas, que era lo único que hacía Greta, ver películas.
Entonces, ya en los postres, me dijo: Alfred, necesito que me hagas un favor. Necesito que me escribas la vida.
Al principio pensé que se trataba de una broma, escribirle la vida a alguien sólo puede sonar a broma. Pero después de un rato comprobé que Greta hablaba en serio.
Te lo digo en serio, Alfred. No sé qué hacer con mi vida, no sé qué hacer, ¡no hago nada! Escríbemela. Te lo ruego.
Era algo totalmente descabellado como para ser cierto.
Alguien te pide que le escribas lo que ha de vivir.
Una biografía al revés.

Decidí aceptar el reto y a la mañana siguiente me puse a escribirle la vida a Greta.
En el primer folio, en letras mayúsculas: VIDA DE GRETA.
Empecé por mejorar su aspecto físico. La apunté a un gimnasio, le hice ir a la peluquería, luego a rayos uva, no sé por qué hice esto último, supongo que quería que cogiese un poco de color después de estar enclaustrada en casa durante tanto tiempo.
Luego le encontré un trabajo. Estuvo sólo unos meses porque hice que no le convenciera mucho y, además, no le pagaban bien. Al poco tiempo encontró uno nuevo, con horarios flexibles y un sueldo mucho mejor. Hice que un compañero de trabajo se enamorase de ella pero al poco tiempo no me convenció porque me pareció estúpido y lo borré sin que dejase rastro.
Al día siguiente de su desaparición, nadie en la oficina preguntó por él. Porque yo no quise.
También le compré un gato al que llamé Salem.
Al cabo de unos meses concreté una cena sorpresa en su casa. Hice venir a sus padres, sus hermanos, sus tíos que hacía tanto que no veía y, finalmente, a sus abuelos, que habían muerto hacía unos años.

Pasado un tiempo hice que me viniera a ver y le escribí, claro, lo que me tenía que decir.
Pasamos un rato agradable.

Así pasaron los años y hoy todavía le escribo la vida a Greta.
Ella dice que es feliz, que nunca ha sido tan feliz como ahora.

Esta noche le he escrito que venga a verme.
Me preguntará: ¿Qué es de tu vida?, ¿qué haces?, y yo le diré: Nada, Greta, no hago nada.

Y esta noche dejaré de escribirla.
Y se quedará conmigo para siempre.

Pero esto ella todavía no lo sabe.

Continúa...

Finales comienzos.

Clara y yo nos conocimos hace ya treinta años.



Treinta años y un día:

— No he encontrado el atún en el supermercado.
— ¿Qué no había atún en el supermercado?
— Claro que había atún en el super, Clara. Había montonoes y montones de latas de atún allí, cariño —apenas pude articular la palabra "cariño" a causa de lo mucho que me rechinaban los dientes. "Cada vez me revientas más, Clara" pensé rabioso y dije en voz alta —. Dos estantes llenos, repletos hasta los topes de latas de atún. Dos estantes sólo para el atún en el supermercado.
— Ah, ¿y entonces? —su voz me llegaba desde alguna habitación de la casa.
— Pues que no tenían el atún que nos gusta. No tenían ni una sola lata de "Atunes al Peso".
— Jo, ¿tampoco tenían queso? ¿Y entonces?
— No, caramelito... —da igual, ella tampoco me oía —. Queso sí tenían. Un estante frigorífico lleno de queso, cariño. Quince mil tipos diferentes de queso en el supermercado. ¿Sabes cuántos tipos de queso diferentes hay, cariño? ¿eh? Quince mil más o menos.
— ¿Y entonces?
— Y entonces no he encontrado atún en el super. Amor, caramelito, pichoncito...
— Pues podrías haber comprado ese... ese atún que tanto nos gusta...
— ¿"Atunes al peso"?
— No, cariño. No hay queso. Por eso te dije que lo compraras.

Ahí fue cuando llegamos a nuestro punto de inflexión.
Dije: "Ah". Y seguí leyendo el periódico.





Treinta años y dos días:

— ¡Ah! ¡Sí!
— ¿Qué? ¿Qué ocurre? —pregunté después de estar a punto de lanzar el periódico por los aires asustado por la reacción inesperada de Clara.
— "Atunes al peso". Así se llama el atún que me gusta.
— Ah, ¿sí?
— Sí, sí. A ti seguro que te gustaría.
— Lo probaremos entonces. Esta misma noche.

Esa noche no probamos el atún de la célebre marca comercial "Atunes al Peso". Freí un poco de carne en nuestra incombustible sartén de la marca "Nogancha".
— Las "Noganchas" son para toda la vida —me dijo el hombre que me la vendió. Y había resultado ser del todo cierto: las "Claras" te acaban fallando pero las "Noganchas" permanecen fieles hasta el final. Es así de cierto.
Respecto al atún de "Atunes al Peso", no lo volví a probar jamás.




Treinta años y tres días:

Estaba completamente absorto en las noticias del periódico. Cuanta desgracia. Huracanes en América, inundaciones en Asia meridional, pobreza... Sí, eso lo pasaba rápido. Me traía sin cuidado. En cambio, la sección de sucesos era algo tan sublime que no podía dejar de leer ni por un momento. Sólo el darme cuenta de pronto de que alguien me estaba observando mientras leía, sólo eso podía desengancharme de los sucesos . ¿Por qué? Por una solo razón: me sentía desnudo, me sentía avergonzado si alguien me observaba mientras leía los artículos de la sección de sucesos. Simplemente.
Bajé el periódico y la vi de pie, mirando con la boca entreabierta. Clara era realmente guapa y aquella postura, que en ella era demasiado común, le daba un aspecto horroroso. Como si se tratara de alguien con un discapacidad psíquica al que de un momento a otro le tiene que caer la baba porque no puede controlar las reacciones de su propio cuerpo. Alguien deficiente como aquella niña a la que su padre había matado junto a su esposa justo antes de suicidarse, no hace tanto, en Melida provincia de A Coruña. Antes de volarse la tapa de los sesos con el mismo arma que había usado para asesinar a sangre fría, a quemarropa, a su mujer y a su hija, escribió una breve nota. Una nota que decía solamente: "Lamento no haber pillado a mi suegra". Menudo chiflado. Aquello era horrible. "¡Dantesco!" había sentenciado el reportero gallego.
Me irritaba tanto aquella postura vulgar de mi mujer... tanto que con tal de que dejara de hacerlo podría llegar a hacer cualquier cosa. Dije:
— ¿Ya has limpiado el lavabo?
— Sí, lo he dejado como los chorros del oro. Se podría comer en el suelo de ese lavabo sin peligro alguno.
Dije:
— Sublime...
Y pensé: "Dantesco".
Pero a pesar del "sublime" ella no parecía conforme. Atacó sin fuerza, pero con ahínco:
— Antes no me ayudabas nada en casa. Antes nada. Y ahora me ayudas en casi todo. Casi te tengo que suplicar que me dejes limpiar el lavabo a mi sola. ¡No puede ser! ¡Así, no!
Yo estaba indignado.
— Bueno, bueno... hago lo que puedo... todo lo que puedo... joder... ¡estoy pre-jubilado!

Sí, nuestra realidad seguía distorsionándose irremediablemente. Parecía que nos bombardeaban letales ondas. Ondas electromagnéticas de alta frecuencia como aquellas que emitía una torre de alta tensión al lado de un colegio y que provocaban cáncer a niños y profesores en el pueblo de Cilleros, provincia de Cáceres. Pero sobretodo a los niños por el escaso grosor de su corteza cerebral.




Treinta años y cuatro días:

— ¡Joder! ¡Qué susto! ¿Qué haces ahí de pie mirando como leo el periódico?
— No, nada. No sabía que te gustaba leer el periódico.
— Sí, sí —dije desabrido—. Cada mañana leo el periódico.
La miré de arriba abajo. Desde sus pies enfundados en unas zapatillas rojas con la cara de Betty Boop hasta su boca terriblemente entreabierta. En la mano derecha llevaba una sartén de la marca "Nogancha" que parecía bastante vieja. Por lo menos debía tener treinta años.
— ¿Qué haces con esa sartén?
— No sé. Te iba a preguntar por ella. No se que hace aquí. ¿Te suena de algo?
— Pues no, no me suena de nada.




Treinta años y cinco días:

Aquello era impresionante. Increíble. "Un hombre de Barcelona, provincia de Barcelona, despierta un día y ve consternado que su mujer, con una sierra de marquetería, le ha cort...
— ¡Cariño! ¡Cariño!
—¡¿Qué?! ¡Estoy leyendo el periódico! ¡Ahora no! ¡Ahora...
— ¿El periódico? —preguntó extrañada —. Vaya, bueno... es que...
— ¿Qué ocurre?
— Nada... sólo que... ¿sabes de dónde han salido estas zapatillas de andar por casa?
— ¿Esas zapatillas rojas con el dibujo de Betty Boop?
— Sí.
— Pues no. No tengo ni idea de dónde han salido —pensé en ello durante dos segundos y dije al confuso —. Quizás te las compré yo. No sé.

Pasaron los días. Cada vez hubo más nerviosismo, pero sobretodo, más inseguridad. Más desconfianza hacia nuestra vida, hacia Clara. Hasta que...




Treinta años y veintinueve días:

Bajé el periódico y vi a una mujer que ya había visto antes. Me miraba embelesada, con la boca entreabierta. Era muy hermosa y esa postura, aunque poco favorecedora, le daba cierto encanto. Cierto encanto de persona observadora, inteligente. Nos observamos durante bastante tiempo y entonces ella me preguntó:
— ¿Y tú quién eres?
— Me llamo Juan —respondí suspirando.
— Encantada de conocerte, Juan. Yo me llamo Clara.
— Hola, Clara. Un placer.



Treinta años y treinta días:

Acabé de leer la sección de sucesos. Doblegué el periódico y me lo puse bajo el brazo. En ese instante vi a una mujer. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando y me fulminó con su mirada. Una mirada que me reventó por dentro. Una mueca de desprecio que me hirió en lo más profundo de mi orgullo. Nadie más que ella podía reflejar tanta desconfianza en una sola fracción de segundo.



Sí, treinta años y treinta días después Clara y yo habíamos dejado de conocernos.




Continúa...

El nombre del gato.

Llegado el momento, empecé por las patas.


No lo hubiera hecho si mi mujer no me hubiera abandonado. No si aquella mañana de domingo, medio adormilado, hubiera lanzado el brazo hacia su lado de la cama y hubiera encontrado su cuerpo enfundando en la blusa de seda. Aquella blusa que, en algún momento que casi ya no recordaba del pasado, yo mismo había mantenido a ralla para colarme entre sus piernas.

Lancé el brazo pero no encontré nada. En ese momento pensé que se habría levantando pronto para ir a correr o para adelantar trabajo entre sus montones de papeles en la mesa del comedor. No era así. No estaba en casa. Ni había salido a correr. Su ropa de deporte seguía en el armario junto a todos sus pantalones, camisas, camisetas, abrigos, jerseys... Allí también estaban las maletas. Detalle que me alivió la preocupación, al menos, hasta que la llamé al móvil. Entonces me enteré de que había dado de baja el número. Tuve una sospecha y acerté. Llamé al banco. Alguien había retirado el cincuenta por ciento de nuestros ahorros. Había sido considerada, se había llevado su parte y había desaparecido dejándolo todo atrás. Se había fugado con una sola muda, por lo que era evidente que se había ido con otro. Otro que mantendría a ralla la blusa a partir de ahora. Otra blusa, claro, la que usaba para dormir cuando estábamos juntos la encontré al pie de la cama. La llevé conmigo varios días, mientras aún esperaba que volviera. Arrepentida, quizás. Torturada por la necesidad de tenerme a su lado. Sin embargo, cuanto más intentaba pensar que ella no tardaría en darse cuenta del inmenso error que había cometido, más daño me hacía el pensar que estaba alimentando falsas esperanzas, que ella por fin había encontrado la felicidad lejos de mí. ¿Y si yo estaba llorando y ella riendo? ¿Y si yo notaba el vacío mientras ella notaba como su vacío, para el que ya había creído que no había solución alguna, empezaba a llenarse? Llevé la blusa en la mano izquierda durante esos días, durante mis fantasmales paseos por el piso, durante las horas y horas que me pasaba echado en el sofá mirando el blanco del techo. Cada pocos minutos me la llevaba a la cara e inspiraba con todas mis fuerzas. Aún quedaba allí su fragancia.


Yo estaba en el paro y apenas tenía relación con el mundo. Dos factores determinantes para que me encerrara a cal y canto en el piso. Aún así, no estaba solo. Mi mujer no sólo se había dejado la ropa, las maletas y sus papeles. Se había dejado también a su gato. Un gato siamés de grandes ojos azules llamado Little Clown. Le había dicho varias veces lo estúpido que era aquel nombre. La verdad es que muchas veces le decía cosas a mi mujer que sonaban mal, que le hacían daño, y nunca supe decirle que lo sentía. "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios" me decía constantemente. Se equivocaba. Se equivocaba por completo. Sí, me daba cuenta. Sí. Siempre, siempre sentía el daño que estaba haciendo. Y lo peor es que eso me convertía en alguien aún más despreciable. En vez de dar un paso hacía adelante, más allá de la invisible empatía que convertida en una acción de perdón aliviaría el dolor de mi mujer, se me ocurría decir como un bribón sinvergüenza: "Es así, es así. Yo soy sincero, ¿preferirías que no lo fuera? ¿Preferirías que te mintiera?". Podía oler en aquella blusa esos momentos. La incomprensión, el amor propio... sus muecas histéricas. Ella me miraba y decía: "¿Sincero? Vete a la mierda". Al final, supongo que al ver que no me iba a la mierda, decidió tomar la iniciativa.

Podía vivir sin mi mujer. Perfectamente. La cosa entre nosotros iba mal. Siempre había ido mal. Y bien. También bien. No era una relación fácil, era una relación de dos personas, dos elementos complejos. Una persona es algo complejo. Es algo complejo que quiere ser simple a toda costa. Quiere ser simple para no tener miedo. Me asustaba mucho el pensar en como lo complejo supera con creces a lo simple. Queremos imponer lo simple, pero lo complejo rebosa. Y me asustó también el que una mañana, un mes después de que me abandonara, desaparecieran su ropa y sus maletas. Entonces, casi a punto de perder la cabeza, revisé toda la casa de arriba abajo. Desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche busqué desesperadamente una señal, una nota de despedida... Algo. Un "adiós". O mejor. Un "que te zurzan". Algo.
Nada. No encontré nada. Sólo su blusa en el suelo, en el mismo sitio que yo mismo la había dejado por la mañana. Volví a cogerla para llevarla conmigo al sofá. Volví a seducirla y a susurrarle gimoteando: "lo siento".

Como algo normal en la sucesión de los acontecimientos, al día siguiente, desapareció el armario. ¿Qué cómo había conseguido llevárselo sin despertarme? No tenía la más mínima idea. Yo tenía suficiente con su blusa y con mi dolor. Eso lo ocupaba todo. Al día siguiente, sábado, me desperté y no estaban las mesitas de noche. El domingo me quedé sin televisión y sin algunos cajones de la cocina. El lunes sin mesa del comedor y sin estantería de libros. El martes sin libros, sin cama de invitados y sin retrete. Así hasta que no quedó absolutamente nada.

Volvía a ser lunes y yo me despertaba tendido en el suelo de una habitación vacía. Me pasé horas vagando por el piso palpando las paredes como si acabara de quedarme ciego y estuviera completamente desorientado en mi propio cuerpo. Se había llevado las ventanas.

Desperté veinticuatro horas después y vi que al piso le faltaban metros cuadrados. En tres días perdí las habitaciones, la cocina, el lavabo... Todo menos el comedor. Allí estábamos yo y Little Clown, y más que nunca tuve la convicción de que ese era el nombre más estúpido que alguien podría ponerle jamás a un gato. Estaba rabioso. Suerte que aún me quedaba la blusa. La blusa a la que cada noche se habían aferrado mis manos para que no desapareciera junto a todo lo demás. Aquel desasosiego era insoportable. No obstante, en ningún momento se me pasó por la cabeza salir por la puerta. Ni siquiera sabía ya si tenía puerta.

Poco a poco, a cada noche que pasaba, el comedor se iba haciendo más pequeño. Y más pequeño. Y, entonces, ocurrió una desgracia. Me desperté y Little Clown se estaba comiendo la blusa. Se comía la blusa y me miraban sus ojos azules, esos ojos azules que me producían escalofríos, esos ojos azules que me decían: "Tú no te das cuenta, pero haces daño con esos comentarios". Y ese nombre: Little Clown. Ese ser que había recibido más caricias de mi mujer en el último mes que yo en los cinco últimos años. ¡Se estaba comiendo la blusa! La blusa y su fragancia. La blusa y su amargura. En ese instante sentí que no me quedaba nada e iracundo golpee a Little Clown en la cabeza. Con la mano izquierda. No tardó en sangrar por la boca. Había perdido la consciencia. Uno de los dos había perdido la consciencia.

Cuando clavé mi primer mordisco en la pata del felino aún podía notar como respiraba. Sí, claramente, Little Clown estaba vivo cuando lo devoré.

Continúa...

Alburquerque

Todo empezó una noche oscura de sol radiante.

Hacía tanto frío que Roy se puso una camiseta de tirantes y los pantalones cortos que se compró el otro día en una tienda que estaba de liquidación, una tienda de un centro comercial de las afueras, un centro comercial en crisis en el que casi todas las tiendas estaban cerradas, un centro comercial espléndido, sufriendo una crisis espléndida, magnífico centro comercial.

Antes, claro, se había levantado de un salto de la cama, perezoso como cada mañana de noche oscura de sol radiante.

Sin hambre, Roy se preparó dos huevos fritos, seis trozos de beicon, tres tostadas con mantequilla y mermelada que devoró lentamente, y un litro de zumo de pomelo, que engulló con parsimonia.

Se duchó, se secó, se lió un porro, se lo fumó, se peinó y, ahora sí, como hacía tanto frío, se puso una camiseta de tirantes y los pantalones cortos de los que hablamos.

Al salir a la calle, el sol radiante de aquella mañana de noche oscura le cegó y Roy tuvo que abrir bien los ojos debido al sol radiante del que acabamos de hablar.

Caminaba por la calle sin rumbo fijo, sin saber muy bien adónde ir, casi tambaleándose no se sabe muy bien por qué, si por el porro, por los seis trozos de beicon, por el litro de zumo de pomelo, no se sabe muy bien por qué, dijimos. Así que caminaba tambaleándose, como un majestuoso guepardo por la sabana.

Su teléfono sonó, el móvil de Roy sonó mientras éste se tambaleaba como un guepardo orgulloso. Roy sacó del bolsillo el móvil, sacó de su bolsillo su móvil no sería correcto debido a la repetición del su posesivo, así que Roy sacó del bolsillo el móvil, aunque Roy sacó de su bolsillo el móvil estaría bien, y también Roy sacó del bolsillo su móvil, pero lo dejaremos como al principio, porque ya sabemos que tanto el bolsillo como el móvil son suyos.
Así, Roy sacó del bosillo el móvil.
Miró la pantalla.
Brenda llamando.
Responder. Cancelar.
Como Roy tenía muchas ganas de hablar con Brenda, apretó rápidamente el botón de Cancelar y se volvió a guardar el móvil en el bolsillo y continuó caminando majestuoso tambaleante, quizá por el porro, por el beicon, en fin, de esto ya hemos hablado y no tiene el más mínimo interés.

Roy, ya con el móvil de nuevo en el bolsillo, llegó a su trabajo.
Aquí sí que se puede utilizar el posesivo. ¿Por qué? Porque queda bien.

Una vez en su trabajo, pasó seis horas sentado en una silla de madera observando a personas que miraban cuadros y se fue.
Al salir ya era de día y en aquella zona donde estaba situado su trabajo, un polígono industrial, las farolas habían sido magistralmente reventadas a pedradas por niños y padres y madres y abuelas, por familias enteras las farolas habían sido magistralmente reventadas, así que ahora, al salir Roy de su trabajo, de día y sin farolas, poco se podía ver en esa zona.

Caminando de vuelta a casa un coche le hizo luces y se detuvo a su lado.
El conductor bajó la ventanilla del acompañante.
Roy se acercó.
El conductor le extendió la mano en la que llevaba algo.
Roy extendió la suya esperando recibir aquello que contenía la mano del conductor.
Entonces el conductor soltó un chicle en la palma de la mano de Roy y dijo: Tíralo por ahí, anda.
A lo que Roy, lleno de rabia y furia y melancolía y amor, contestó: De acuerdo, así lo haré.

Ya en casa, se tumbó en la cama, cogió el móvil y llamó a Brenda. No lo cogió. Tres veces la llamó. No lo cogió ninguna vez, dijimos. No lo cogió. Es decir, no hubo comunicación entre Roy y Brenda. Así que Roy le envió un mensaje: Hola Brnda. Me gustaría follarte ahora mismo. ¿Es posible? Si es que sí, no vengas a mi casa. Si es que no, ya sabes donde vivo.
A los pocos minutos Roy recibió un mensaje: Su saldo actual está a punto de agotarse.

Después de un rato, da igual cuánto sea, una hora, dos, qué más da, un rato, un rato, después de un rato alguien llamó a la puerta.
Roy pensó: Esa es Brenda, que no quiere follar.
Fue a abrir.
Un hombre con camisa de franela a cuadros estaba apoyado en el marco de la puerta cuando Roy abrió. Lo hacía como quien llega cansado, o como quien está derrotado por la vida, o como quien quiere apoyarse en el marco de una puerta.
Roy le preguntó: ¿Le puedo ayudar en algo?, a lo que el hombre de camisa de franela a cuadros contestó: Me llamo Frederic y nací en Alburquerque, Nuevo México. Y Roy le preguntó: ¿No Alburquerque, Badajoz? Y el hombre de camisa de franela a cuadros contestó: No, Alburquerque, Nuevo México.
Está bien, dijo Roy. Adiós, dijo el hombre de camisa de franela a cuadros.
Antes de cerrar la puerta, Roy se quedó mirando a aquel hombre de camisa de franela que ahora se alejaba y bajaba las escaleras hacia la calle. ¿Y si no me estaba mintiendo?, pensó Roy.
Cerró la puerta y se volvió a tumbar en la cama.
Sonó el móvil.
Brenda llamando.
Responder. Cancelar.
Cancelar.

Continúa...

APERTURA 10am – CIERRE 5pm

Era una de las mejores mañanas de junio: En el zoo se respiraba tranquilidad antes de su apertura, el aire balanceaba las hojas de los árboles, el sol acariciaba las caras de los entusiasmados invitados y había un tráfico espantoso. 

Las travesuras de los chimpancés hacían las delicias de los más pequeños, los leones, estirados en las grandes losas de piedra, eran objetivos de las cámaras de video y las panteras acechaban cerca de las vallas a los extranjeros perdidos que buscaban la zona de los reptiles en el mapa. Al cabo de unas horas, el número de visitantes había aumentado considerablemente. El calor se fortalecía, los mosquitos comenzaban a molestar y las colas del baño eran kilométricas. Los búfalos miraban con descaro a la multitud amontonada al otro lado del cerco mientras paseaban por el borde de la zanja. Las cebras se perseguían por la pequeña sabana, jugando con sus compañeras las jirafas, que saciaban su delicado apetito con las ramas de una alta acacia. Los hipopótamos se daban un agradable chapuzón en su estanque y los tigres dormían tumbados al sol, ajenos al vocerío humano. Los pájaros sobrevolaban sus nidos mientras las crías asomaban sus picos sobre las ramitas oteando a la muchedumbre que intentaban fotografiarlas por entre las cabezas de los demás individuos. Los loros discutían sobre la calidad de los frutos secos ante las miradas inquietas de los niños.Entrada la tarde, el ambiente estaba demasiado cargado, los hombres y mujeres del parque estaban cada vez mas nerviosos, los flashes de las cámaras empezaban a ponerles histéricos y el vocerío les alteraba los nervios. Algunos se encaraban y lanzaban sus puños contra sus contrincantes, golpeándose el pecho clamando por su territorio. Los más jóvenes escapaban corriendo o se subían a los árboles, esquivando las represalias. Las cebras dejaban de jugar, los pájaros volvían a los nidos para proteger a sus hijos asustados, los tigres rugían y los búfalos sacaban sus cámaras de vídeo digitales. La situación requería la inmediata actuación de los guardias. Disparaban dardos tranquilizantes para detener su huida y atizaban con sus látigos a las crías enfurecidas.
Al caer la noche, el parque cerró sus puertas y los animales se fueron a sus casas.

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Continúa...

Dos hombres y un ataúd.

Ancla sus manos en el cristal protector y cuando sus ojos se humedecen para desprenderse de las primeras lágrimas echa la cabeza hacia atrás como si quisiera invertir el proceso: llorar hacia dentro para no manchar el cristal bajo el cual descansa el muerto.

Aún así, RIGOBERTO no está seguro de que en ese ataúd esté realmente su amigo. Una persona le parece algo demasiado grande como para caber en esa exigua caja de madera. A pesar de ello, él había acabado con su vida mucho antes de que su corazón dejara de bombear sangre, mucho antes de que su cerebro dejara de albergar los impulsos eléctricos que creaban ese universo llamado DARL. RIBOBERTO sigue mirando hacía arriba para no llorar. Mira al techo porque no cree que más allá haya cielo alguno.

A su espalda está el otro hombre que presencia el velatorio. Sólo son dos. Y el cadáver. BURMÁS no mueve ni un solo músculo de su cuerpo. Rígido, preso de una tensión desproporcionada, mira al suelo como si quisiera desaparecer en él. Espera encontrar una pequeña grieta en las baldosas para bajar al infierno y cruzar las llamas con la esperanza casi esquizofrénica de no encontrar en las entrañas de la tierra a su amigo DARL.





RIGOBERTO (como saliendo de un breve sueño). Si todo el mundo tuviera un tercer brazo, Burmás... ¡ay si todo el mundo tuviera un tercer brazo!

BURMÁS (desabrido, molesto por la intervención de RIGOBERTO que ha roto el hilo de sus pensamientos). ¿Un tercer brazo? ¿Para qué tendría alguien que tener un tercer brazo?

RIGOBERTO. Por eso. Por eso mismo se me ha venido a la cabeza esa idea descabellada. Si todo el mundo tuviera un tercer brazo y con él una tercera mano con la que permanentemente sujetará una pistola que apuntará a su cabeza... ¿sabes que pasaría?

BURMÁS (seco). Me da igual. No es el momento.

RIGOBERTO. Sí, lo es. Burmás, aquí no hay nadie. Es el momento.

BURMÁS. Aquí está Darl.

RIGOBERTO (presionando sus puños contra el cristal). ¡Aquí no hay nadie!

BURMÁS. Mierda, Rigo. Mierda.

RIGOBERTO (recalcitrante). ¿Sabes que pasaría? Si todo el mundo tuviera una tercera mano con una pistola permanentemente apuntando a su cabeza... ¿sabes que pasaría?

BURMÁS (irritado, queriendo resolver cuanto antes). ¿Qué pasaría?

RIGOBERTO (empezando con un susurro y levantando el tono de voz muy poco a poco, de manera casi agresiva). Pues que no existiría ese "todo el mundo". No habría humanidad. Por voluntad propia, en un momento u otro, la gente apretaría el gatillo y se volaría la tapa de los sesos. Así, por cualquier cosa. Yo mismo lo haría. Lo haría por cualquier tontería. Sólo necesitaría un pequeño motivo, da igual cuál fuese siempre y cuando me provocara una de esas sensaciones de furor. Uno de esos arrebatadores impulsos... ¿Sabes de lo que te hablo? Por tres segundos te hierve la sangre, contraes tu mandíbula y algo se contrae dentro de ti... Apretaría el gatillo una y cien mil veces... Y no podría arrepentirme porque estaría muerto. Si, en cambio, pudiera pensar después de hacerlo seguro que me parecía la tontería más grande del mundo. Pensaría: ¡cómo pudiste hacerlo pedazo de inútil! No hay nada más importante que la vida... mi vida... y... (voraz) en cambio, hay momentos, instantes, milésimas de segundo, que la vendería... ¡mi vida! la vendería por darme el placer de abordar a la nada. Porque sí. Por destruir. Por... por morir. Por la más absoluta nimiedad. Bueno, nimiedad, por ese mismo tipo de nimiedad que se acumula con tantas otras nimiedades y que hace de una persona inteligente, sensible, un drogodependiente a los sesenta años. Simplemente, llevas sesenta años llevando una vida normal y de repente necesitas el Prozac como el comer. Eso si no te pegas un tiro o te cuelgas en el porche de tu casa. ¡A los sesenta años! Yo no tengo porche, quizás es una idea demasiado...

BURMÁS (sin poder aguantar más la verborrea de su amigo. En un tono lastimoso). ¿Por qué piensas en eso ahora? Darl acaba de morir...

RIGOBERTO (como repitiendo una voz interior). Darl acaba de morir...

BURMÁS. ¡Rigo! ¡Basta! ¿No puedes guardar silencio? ¿No puedes llorarlo en silencio?

RIGOBERTO. No. Sabes que no me puedo callar. No puedo. Me aterra el silencio. Y aquí más. Tengo la impresión de que si dejo de hablar y esto se queda en silencio, Darl empezará a torturarme. Empezará a hablar y a decirme... y a preguntarme... Rigoberto, ¿por qué no hay nadie en mi entierro? ¿Por que sólo estáis vosotros, mis amigos del alma? Y yo... yo no sabría qué decirle... la droga...

BURMÁS. ¡Calla!

RIGOBERTO. Lo siento. Lo siento, Burmás. Intentaste ayudarlo.

BURMÁS (rugiendo). Cállate. Tú no sabes nada.

RIGOBERTO. Sé lo que tengo que saber. Esto también ha sido un palo muy duro para mí. Y sé lo que significa para ti. Lo siento tanto, Burmás. Pero era el destino... era lo que le tenía preparado a Darl, no hay más remedio que asumirlo... es el destino lo que ves al otro lado de este cristal.

BURMÁS (paralizado por una extraña sensación. Sin comprender). ¿El destino?

RIGOBERTO. Sí... las drogas lo destruyeron. Estaba escrito que esto acabaría así. Su familia renuncio a él... sus amigos... su mujer. Sólo quedamos tú y yo. Y tú intentaste que trabajara en el taller donde trabajas. ¿Cuánto duró? ¿Seis meses?

BURMÁS (con un hilo de voz apenas audible). Cinco meses, quince días, dieciocho horas... en el taller...

RIGOBERTO. ¿Cinco meses has dicho?

BURMÁS. Sí. Eso. Eso he dicho. Cinco meses.

RIGOBERTO. Demasiado duro el taller para él.

BURMÁS (apunto de echarse a llorar). Demasiado duro...

RIGOBERTO: Demasiado sucio...

BURMÁS. Demasiado sucio...

RIGOBERTO. Demasiado...

DARL (voz aterradora que retumba en el ataúd). ¡BASTA!

BURMÁS (aterrado por las palabras del muerto da un salto). ¡¿Qué?!

RIGOBERTO (girándose asustado por el grito de BURMÁS). Pero, ¿qué te ocurre? ¿A qué ha venido eso?

BURMÁS (petrificado, señalando el ataúd). Él... él... él...

RIGOBERTO. ¿Él? ¿Qué?

BURMÁS. Él, él... él ha habl...

DARL (con voz estentórea) ¡BASTA! ¡BASTA, BURMÁS!

BURMÁS (resignado, preso en una especie de delirio). Sí... basta... Darl... basta...

RIGOBERTO. ¿Pero te has vuelto loco? ¿Qué te ocurre?

BURMÁS. Yo... Él...

DARL. ¡BASTA he dicho! ¡BURMÁS! Tú no trabajas en un taller...

BURMÁS. Yo no trabajo en un taller...

RIGOBERTO. ¿Qué? ¿A qué viene eso? ¿Dónde trabajas sino?

DARL. Es sólo una mafia...

BURMÁS. Es sólo una mafia...

DARL. La droga... tu me metiste en ese mundo....

BURMÁS. La droga... yo te metí en ese mundo...

RIGOBERTO. ¿A quién? ¿A Darl? ¿Tú? ¿En la droga?

DARL. Tú me destruiste...

BURMÁS. Yo te destruí...

RIGOBERTO. ¿Qué? ¿Pero con quién hablas?

DARL. ¡BASTA!

BURMÁS. ¡Basta!

DARL. Fuiste tú...

BURMÁS. Fui yo...

RIGOBERTO. ¿Tú qué?

DARL. Tú me mataste...

BURMÁS. Yo te maté.

RIGOBERTO. ¿Qué? ¿Por qué? No. No me vengas con esas. Tú no, tú no lo mataste. ¿Con quién hablas?

DARL. Te pagaron para que lo hicieras...

BURMÁS. Me pagaron para que lo hiciera...

RIBOBERTO. No, no... no digas tonterías.

DARL. Yo os quise engañar...

BURMÁS. Él nos quiso engañar...

DARL. Yo estaba acabado, yo estaba muerto de todas maneras...

BURMÁS. Tú estabas acabado de todas maneras... tú... tú... (haciendo un ímprobo esfuerzo) tú estabas muerto de todas maneras.

BURMÁS abre los ojos de par en par y se mantiene a la espera. Sólo recibe silencio del ataúd. Poco a poco comprende que todo se ha terminado. De repente sus piernas le fallan y cae al suelo.
Adoptando una posición fetal emite un grito desgarrador y empieza a llorar desconsoladamente. RIGOBERTO ha dejado de apoyarse en el cristal y se ha vuelto hacia BURMÁS. No para de repetir una y otra vez lo mismo.

RIGOBERTO. No, tú no. No. Pero, ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? ...

BURMÁS (balbuceando entre gemidos). Nunca pensé en hacerlo... No. No lo iba a hacer, no... Él tuvo un mal gesto... él... delante mío... tuvo... y yo... y en mí... el se echó a reir... en mí un impulso. Un impulso fatal. ¡Y el dinero!

RIGOBERTO (Las palabras de su amigo le suenan a algo que ha dicho, pero no es capaz de conectar con la realidad, ni siquiera con el pasado más inmediato. Todo ha sido muy rápido, la estructura que se ha alzado durante años se ha deshecho con demasiado celeridad. Intenta recuperar el aplomo en vano). ¿Un impulso? ¿Un impulso?





BURMÁS sigue llorando. Palpa todo su cuerpo con sus manos temblorosas. Busca su tercer brazo, su tercera mano y su pistola. No la tiene. Tampoco tiene porche, ni valor. Lo único que tiene es la seguridad de que no habría arrepentimiento si lo hiciera. Ahora su vida desaparecerá con las cenizas de DARL. Polvo, vida y más polvo. Y, quizás, gracias al médico, quilos de Prozac.

Continúa...