Finales comienzos.

Clara y yo nos conocimos hace ya treinta años.



Treinta años y un día:

— No he encontrado el atún en el supermercado.
— ¿Qué no había atún en el supermercado?
— Claro que había atún en el super, Clara. Había montonoes y montones de latas de atún allí, cariño —apenas pude articular la palabra "cariño" a causa de lo mucho que me rechinaban los dientes. "Cada vez me revientas más, Clara" pensé rabioso y dije en voz alta —. Dos estantes llenos, repletos hasta los topes de latas de atún. Dos estantes sólo para el atún en el supermercado.
— Ah, ¿y entonces? —su voz me llegaba desde alguna habitación de la casa.
— Pues que no tenían el atún que nos gusta. No tenían ni una sola lata de "Atunes al Peso".
— Jo, ¿tampoco tenían queso? ¿Y entonces?
— No, caramelito... —da igual, ella tampoco me oía —. Queso sí tenían. Un estante frigorífico lleno de queso, cariño. Quince mil tipos diferentes de queso en el supermercado. ¿Sabes cuántos tipos de queso diferentes hay, cariño? ¿eh? Quince mil más o menos.
— ¿Y entonces?
— Y entonces no he encontrado atún en el super. Amor, caramelito, pichoncito...
— Pues podrías haber comprado ese... ese atún que tanto nos gusta...
— ¿"Atunes al peso"?
— No, cariño. No hay queso. Por eso te dije que lo compraras.

Ahí fue cuando llegamos a nuestro punto de inflexión.
Dije: "Ah". Y seguí leyendo el periódico.





Treinta años y dos días:

— ¡Ah! ¡Sí!
— ¿Qué? ¿Qué ocurre? —pregunté después de estar a punto de lanzar el periódico por los aires asustado por la reacción inesperada de Clara.
— "Atunes al peso". Así se llama el atún que me gusta.
— Ah, ¿sí?
— Sí, sí. A ti seguro que te gustaría.
— Lo probaremos entonces. Esta misma noche.

Esa noche no probamos el atún de la célebre marca comercial "Atunes al Peso". Freí un poco de carne en nuestra incombustible sartén de la marca "Nogancha".
— Las "Noganchas" son para toda la vida —me dijo el hombre que me la vendió. Y había resultado ser del todo cierto: las "Claras" te acaban fallando pero las "Noganchas" permanecen fieles hasta el final. Es así de cierto.
Respecto al atún de "Atunes al Peso", no lo volví a probar jamás.




Treinta años y tres días:

Estaba completamente absorto en las noticias del periódico. Cuanta desgracia. Huracanes en América, inundaciones en Asia meridional, pobreza... Sí, eso lo pasaba rápido. Me traía sin cuidado. En cambio, la sección de sucesos era algo tan sublime que no podía dejar de leer ni por un momento. Sólo el darme cuenta de pronto de que alguien me estaba observando mientras leía, sólo eso podía desengancharme de los sucesos . ¿Por qué? Por una solo razón: me sentía desnudo, me sentía avergonzado si alguien me observaba mientras leía los artículos de la sección de sucesos. Simplemente.
Bajé el periódico y la vi de pie, mirando con la boca entreabierta. Clara era realmente guapa y aquella postura, que en ella era demasiado común, le daba un aspecto horroroso. Como si se tratara de alguien con un discapacidad psíquica al que de un momento a otro le tiene que caer la baba porque no puede controlar las reacciones de su propio cuerpo. Alguien deficiente como aquella niña a la que su padre había matado junto a su esposa justo antes de suicidarse, no hace tanto, en Melida provincia de A Coruña. Antes de volarse la tapa de los sesos con el mismo arma que había usado para asesinar a sangre fría, a quemarropa, a su mujer y a su hija, escribió una breve nota. Una nota que decía solamente: "Lamento no haber pillado a mi suegra". Menudo chiflado. Aquello era horrible. "¡Dantesco!" había sentenciado el reportero gallego.
Me irritaba tanto aquella postura vulgar de mi mujer... tanto que con tal de que dejara de hacerlo podría llegar a hacer cualquier cosa. Dije:
— ¿Ya has limpiado el lavabo?
— Sí, lo he dejado como los chorros del oro. Se podría comer en el suelo de ese lavabo sin peligro alguno.
Dije:
— Sublime...
Y pensé: "Dantesco".
Pero a pesar del "sublime" ella no parecía conforme. Atacó sin fuerza, pero con ahínco:
— Antes no me ayudabas nada en casa. Antes nada. Y ahora me ayudas en casi todo. Casi te tengo que suplicar que me dejes limpiar el lavabo a mi sola. ¡No puede ser! ¡Así, no!
Yo estaba indignado.
— Bueno, bueno... hago lo que puedo... todo lo que puedo... joder... ¡estoy pre-jubilado!

Sí, nuestra realidad seguía distorsionándose irremediablemente. Parecía que nos bombardeaban letales ondas. Ondas electromagnéticas de alta frecuencia como aquellas que emitía una torre de alta tensión al lado de un colegio y que provocaban cáncer a niños y profesores en el pueblo de Cilleros, provincia de Cáceres. Pero sobretodo a los niños por el escaso grosor de su corteza cerebral.




Treinta años y cuatro días:

— ¡Joder! ¡Qué susto! ¿Qué haces ahí de pie mirando como leo el periódico?
— No, nada. No sabía que te gustaba leer el periódico.
— Sí, sí —dije desabrido—. Cada mañana leo el periódico.
La miré de arriba abajo. Desde sus pies enfundados en unas zapatillas rojas con la cara de Betty Boop hasta su boca terriblemente entreabierta. En la mano derecha llevaba una sartén de la marca "Nogancha" que parecía bastante vieja. Por lo menos debía tener treinta años.
— ¿Qué haces con esa sartén?
— No sé. Te iba a preguntar por ella. No se que hace aquí. ¿Te suena de algo?
— Pues no, no me suena de nada.




Treinta años y cinco días:

Aquello era impresionante. Increíble. "Un hombre de Barcelona, provincia de Barcelona, despierta un día y ve consternado que su mujer, con una sierra de marquetería, le ha cort...
— ¡Cariño! ¡Cariño!
—¡¿Qué?! ¡Estoy leyendo el periódico! ¡Ahora no! ¡Ahora...
— ¿El periódico? —preguntó extrañada —. Vaya, bueno... es que...
— ¿Qué ocurre?
— Nada... sólo que... ¿sabes de dónde han salido estas zapatillas de andar por casa?
— ¿Esas zapatillas rojas con el dibujo de Betty Boop?
— Sí.
— Pues no. No tengo ni idea de dónde han salido —pensé en ello durante dos segundos y dije al confuso —. Quizás te las compré yo. No sé.

Pasaron los días. Cada vez hubo más nerviosismo, pero sobretodo, más inseguridad. Más desconfianza hacia nuestra vida, hacia Clara. Hasta que...




Treinta años y veintinueve días:

Bajé el periódico y vi a una mujer que ya había visto antes. Me miraba embelesada, con la boca entreabierta. Era muy hermosa y esa postura, aunque poco favorecedora, le daba cierto encanto. Cierto encanto de persona observadora, inteligente. Nos observamos durante bastante tiempo y entonces ella me preguntó:
— ¿Y tú quién eres?
— Me llamo Juan —respondí suspirando.
— Encantada de conocerte, Juan. Yo me llamo Clara.
— Hola, Clara. Un placer.



Treinta años y treinta días:

Acabé de leer la sección de sucesos. Doblegué el periódico y me lo puse bajo el brazo. En ese instante vi a una mujer. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando y me fulminó con su mirada. Una mirada que me reventó por dentro. Una mueca de desprecio que me hirió en lo más profundo de mi orgullo. Nadie más que ella podía reflejar tanta desconfianza en una sola fracción de segundo.



Sí, treinta años y treinta días después Clara y yo habíamos dejado de conocernos.




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