mi perro Gregor

Bajamos caminando la cuesta.
Empezaba a amanecer y los hombres que me llevaban atado caminaban cada vez más deprisa.

Les pregunté si podían ir más despacio y me respondieron con una patada en la boca.
Cada vez que me quejaba o me dirigía a ellos la respuesta era la misma.
Escupí la sangre y algún diente y continué caminando arrastrado por esos dos tarados.
No volví a decir nada más hasta que llegamos a nuestro destino.

Nuestro destino era una sucia cabaña rodeada de hierbas.
Me metieron allí de un empujón y cerraron la puerta.

Si existe el infierno, se hallaba ante mis ojos.

A mi izquierda, montañas de basura se alzaban hasta el techo, basura putrefacta que estaba siendo devorada por centenares de ratas y otros animales que jamás había visto.
Me quedé con la espalda pegada a la puerta mientras la jauría chillaba y corría peleándose por un trozo de cartón.
Algún que otro extraño animal se acercó a mis botas y me olfateó. Luego se alejó y se introdujo de nuevo en la orgía infernal.
Entonces miré hacia la derecha y contemplé el verdadero horror.
Si lo que había visto hace unos segundos me había parecido el auténtico infierno, lo que allí se me mostraba eran las entrañas del mismísimo diablo.
Nunca pensé que el ser humano, si es que él era el culpable de la atrocidad que tenía ante mí, fuese capaz de crear algo tan insondable.

Desnudas y apelotonadas, atadas por el cuello a una viga de madera, unas cincuenta personas me estaban observando.
No emitían ningún sonido, no se movían, ni siquiera parpadeaban. Simplemente vaciaban su mirada en mí.
Aunque no sé si en realidad me veían.

Caminé hacia ellas.
El olor que desprendían era nauseabundo y estuve dudando si el hedor provenía realmente de las montañas de basura.
Vi que casi todos tenían los cuerpos llagados, observé piernas cangrenadas, orejas cortadas o roídas por algún animal, uñas rotas infectadas, astillas de madera clavadas en algún que otro ojo.

¿De dónde había salido toda esta gente? Pero, sobre todo, ¿qué estaba haciendo yo en ese lugar? ¿Cómo había llegado hasta ellas?

No recordaba de dónde habían aparecido los dos tarados que me arrastraron a lo largo de la espesa tundra.
Yo estaba paseando con mi perro Gregor a lo largo del río cuando me eché a dormir sobre una gran piedra. A partir de ahí no recuerdo nada más.

Me despertó un brutal puñetazo en el estómago por parte de uno de los tarados, el tuerto.
Me hablaba en un idioma que yo desconocía aunque, no sé por qué, supuse que me estaba despertando e insultando.
Después de mirar su ojo vaciado me volví hacia atrás y descubrí al segundo tarado.
Éste no tenía dientes y sostenía en su mano derecha una rata.
Más tarde pude comprobar que se la estaba comiendo. Viva.

Estuvimos caminando durante unas cinco horas. Parábamos cuando ellos querían.
Yo caminaba delante, atado con una cadena al cuello, y los escuchaba reír y escupir.
Pero, sobre todo, lo que siempre llevaré en mi cabeza será ese tintineo de llaves que cada uno llevaba a su cintura.
¿Para qué demonios querrían tantas llaves?

Y ante mí tenía la respuesta.
Cada una de las personas llevaba un candado en la correa del cuello. Y una cadena unía la correa a la viga.
Me preguntaba si la única manera de liberar a esas personas era con las llaves de los tarados.
Aunque ni siquiera sabía si realmente esas llaves abrirían esos candados.

Y mientras yo pensaba esas estupideces, delante mío esos cuerpos.
Parecía que el tiempo se había parado ahí dentro.
Lo único que se movía era el centenar de ratas y demás monstruos que se divertían en la basura. Los cuerpos seguían inertes y podías decir que estaban vivos porque todos respiraban al mismo ritmo, lo que conformaba una extraña visión, una pastosa montaña de carne viva.
Todos los ojos seguían observándome, como si esperasen una señal, una solución, pero también sin esperar nada, con la vacuidad de quien sabe que para morir no hace falta estar muerto.

Y fue entonces, ante esas miradas, cuando comprendí que nada se podía hacer allí.
Volvieran o no los dos tarados, consiguiera quitarles o no las llaves, esa gente ya estaba muerta.
¿A dónde iban a ir una vez liberados?

Retrocedí y fui hasta la puerta. Giré el pomo y comprobé, para mi asombro, que estaba abierta. Los tarados se habían olvidado de cerrar. O, pensándolo mejor, ¿para qué cerrar esa puerta? Nadie podía salir, nadie querría entrar.
Pero yo ya estaba afuera.

Empecé a correr.
No sentía miedo. Ya no. Ahora sólo corría ladera abajo. Corría tan rápido que pensé que podría empezar a volar en cualquier momento.
Sin rumbo fijo, me alejaba de allí de dónde venía, de mis orígenes, de mi casa, pero también de dónde aquellos tarados me habían traído.
Me alejaba de todo lo bueno y todo lo malo de mi corta vida.

Estuve caminando unas tres horas hasta que divisé una pequeña aldea al otro lado de un valle.

Las calles estaban desiertas.
Un perro famélico cruzó desde la otra acera olisqueando la calle y caminó a mi lado.
Un poco más allá vi la silueta de una anciana salir de su casa. Arrastraba una bolsa negra. Algo se movía dentro.
Llegué a una casa pintada de blanco con una puerta de madera.
Cuando me disponía a llamar,
allí,
debajo de la aldaba,
colgados de un clavo,
dos manojos de llaves.


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