antigua canción

El viento hacía golpear las ramas en la ventana del dormitorio.
Mi mujer dormía a mi lado, acurrucada, dándome la espalda, roncando. Busqué sus pies con los míos y les di una ligera patada.
Dejó de roncar y se movió, quedándose ahora boca arriba.


Las ramas seguían golpeando el cristal y, por un momento, pensé que podrían romperlo. Encendí la luz de la mesita, me incorporé y bajé la persiana. Pero ahora, al golpear las ramas contra la madera de ésta, el ruido se hacía más intenso. Así que decidí subirla de nuevo.
Desvelado como estaba, me calcé las zapatillas de estar por casa y bajé al salón. Pasé por delante de la habitación de mi hija. La puerta estaba cerrada. Era la primera vez que veía esa puerta cerrada.
Mi hijo estaba tumbado en el sofá viendo una película en blanco y negro. El salón estaba a oscuras, sólo iluminado por la luz grisácea de la pantalla.
— ¿Qué estás viendo? —le pregunté.
— Una película —me contestó mientras cogía el mando y apretaba el botón de pausa.
La imagen se quedó congelada mostrando el rostro afligido de una mujer. En el subtítulo se podía leer “Ya nada volverá a ser igual”.
— ¿Qué película es? —pregunté de nuevo.
— Una, ¿qué más da? —me respondió.
Y en ese momento no pude estar más de acuerdo con él. Sonreí. Notaba cómo me miraba de reojo, esperando a que me fuera de allí y lo dejase tranquilo. Es lo único que quiere mi hijo, que lo dejen tranquilo. Es lo único que queremos todos, ahora, después de lo ocurrido: tranquilizarnos.
— Buenas noches —le digo, sabiendo que no voy a obtener respuesta.
Voy al lavabo. La cisterna pierde agua desde hace unos días. Llamé al fontanero. Me dijo: “Mañana estaré ahí”. Mañana era ayer.
Me siento en la taza y me quedo un rato escuchando ese silbido de agua. Creo adivinar la melodía de una antigua canción infantil, aunque no recuerdo la letra.
Afuera, el viento continúa agitando las ramas del árbol, ahora con menos virulencia.
Decido salir al jardín.
Abro y cierro rápidamente la puerta para que no entre mucho aire. Soy consciente de que no he cogido las llaves.
Aunque no ha llovido, el césped está húmedo. Me quito las zapatillas y paseo descalzo. Deben de ser las dos de la madrugada.
Miro hacia arriba y compruebo qué ramas son las que golpean nuestra ventana.
Voy al cobertizo, cojo las tijeras de podar y la escalera. Apoyo la escalera en la fachada y subo hasta el penúltimo escalón. Corto las ramas más cercanas a la ventana. Las contemplo caer y desaparecer en la oscuridad y, en ese momento, pienso que es lo más hermoso que he visto en muchos años. Oigo cómo se estrellan en el césped con un chasquido húmedo y violento.
Miro a través de la ventana. Mi mujer continúa durmiendo.
El viento hace rato que se convirtió en una suave brisa.
Golpeo la ventana con los nudillos con tal de saludarla desde aquí. Al instante, pienso que eso ha sido una estupidez. Por suerte, mi mujer no ha escuchado los golpes. Desciendo con cuidado. Recojo las ramas cortadas y las amontono al lado del cobertizo. Guardo de nuevo las tijeras y la escalera.
Golpeo suavemente la puerta y llamo a mi hijo para que abra. Al cabo de unos segundos, la puerta se abre.
Mi hijo vuelve al sofá mientras yo entro y cierro.
En la pantalla, de nuevo en pausa, la imagen congelada de un hombre que corre por una calle perseguido por otros dos.
“Es inútil que corras. No podrás escapar”, dice el subtítulo.

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