nieve sucia

Un carruaje aparece por la izquierda de la imagen.
Tres caballos, quizá cuatro, lo arrastran.
Hace frío.
Nieve sucia en el suelo.
De los caballos emergen montañas de humo, como si se hubiesen acabado de caer a las brasas.
Un hombre con sombrero se detiene ante la imagen y deja pasar a los caballos y al carruaje, que hace un giro extraño y sigue hacia la derecha.

Más allá, dos monjas caminan una detrás de la otra, quizá buscando una solución, quizá nada.
Aquí, un perro se lame las heridas, la herida, una herida.
En primer plano y acercándose hacia nosotros, dos soldados armados pasean como no queriendo llegar nunca.
Quizá porque ya encontraron la solución, quizá porque no encontraron nada, quizá porque no hay nada que buscar ni que encontrar.
Más allí, una familia llora la muerte de un hijo. La madre trae ropas blancas consigo para tapar al hijo muerto tendido en el asfalto, en la tierra, en el suelo. Detrás, familiares, quizá amigos, quizá conocidos, quizá gente que pasaba por allí y se detuvo ante tal imagen.
Al fondo, unas casas bajas en las que nadie abre la ventana para mirar.
En uno de los tejados, un perro aúlla, o eso es lo que esperamos que haga.
Sin apenas importarle mucho la escena anterior, un niño apunta a otro en la cara con una pistola de juguete. El niño apuntado sonríe dejando ver sus dientes estropeados, como si quisieran decirnos que lo que importa no es la pistola sino la bala. A su lado, una niña se agacha y mira a cámara sonriendo también, quizá para que veamos que sus dientes quieren decir lo mismo.
A lo lejos, un hombre pasa por la calle tocando el violín. Lo acompaña un niño descalzo y otro más pequeño que parece perdido, o quizá ya encontrado.
El hombre mantiene una actitud solemne mientras el niño descalzo representa la desolación.
De todas formas, a ninguno de los dos parece importarle nada.
Dentro de una casa, en una habitación oscura, una mujer de pelo cano se lleva algo a la boca.
No podemos ver qué es. Quizá porque sea algo muy pequeño, quizá porque no sea nada, quizá porque no nos importe.
Hay en su mirada algo que nos dice que ya estamos muertos. Al menos a ella no le importa si lo estamos o no.
En la puerta, a la sombra de la ropa tendida, un perro se lame las heridas, la herida, una herida.

Influenciado por el relato Dentro del encuadre de Robert Coover y acompañado de fotografías de La cámara lúcida de Roland Barthes.

Continúa...

Fiesta en la Mansión Q

Aquella noche se celebró el aniversario de la bienaventurada Monie Q. 18 años. La gran mayoría de los invitados habían cuidado su aspecto al máximo: trajes caros e impecables, peinados de treinta dólares y, algunos de los familiares de Monie, ostentaba alguna piedra preciosa. Los mortales como yo, con nuestra elegancia innata, no necesitábamos parecer árboles de navidad.

Allí me encontré con Roofy, mi compañero de juergas desde que tengo memoria, junto a la mesa de los montaditos.
- ¡Ahí estás! ¿Cómo te va?- le dije y nos dimos un fuerte abrazo.
- Sabes que bien, tío. Qué “mona” va Monie.- sus ojos se desviaron hacia un grupo de muchachas junto a unas cortinas azules. Se apoyó en mí y ladeó la cabeza hacia ellas- Dichosos los ojos,- asentí sonriente.- veinte a uno a que la de la derecha lleva relleno en los pechos.
- Vaya, ¿no es Alice?
- Sí, eso parece. Ahora no se junta tanto con Monie, será que ha madurado.- una cabeza apareció entre nosotros.
- Hola canijos.- espetó Terence.- Probad esto,- dijo mostrando un pedazo de empanada que sostenía con los dedos pringosos, aunque gran parte de ella se encontraba ya alrededor de los labios.- Están junto a las cortinas azules.

Al cabo de un rato, mientras acechábamos por la zona de las cortinas azules, la madre de Monie decidió que había llegado el momento de abrir los regalos que los invitados nos habíamos molestado en comprar. Y lo típico, sus amigas del alma le compraron algo que la hizo gritar de ilusión y se abrazaron durante tanto rato que me dio tiempo de ir a comer algún canapé más. Entre varios habíamos reunido algo de dinero para comprarle un detalle, más por compromiso que por otra cosa. Su reacción fue una resplandeciente sonrisa, un “muchas gracias, de verdad” y dos besos; supongo que fue justo. Cuando terminó de abrir los últimos paquetes, los de sus familiares, se hizo el brindis por la salud y la felicidad de la bienaventurada Monie Q. En aquel momento, las copas chocaron y un temblor extraño sacudió la sala de celebraciones. Entonces mi amigo Roofy desapareció de mi lado. Los demás invitados comenzaron a correr y a dar gritos como locos, entre empujones y codazos. A los pocos segundos, parecía que un torbellino hubiera azotado la sala de celebraciones.

Todos desaparecieron, menos yo, que me quedé de pie en medio de la sala vacía, como el que no ha entendido el chiste, paralizado por la confusión. De repente me entró un miedo difícil de describir, me contagiaron aquella necesidad de refugio de la que estaban poseídos los invitados, así que busqué un lugar donde ocultarme. Pero no lo encontré. Abría armarios y estaban ocupados, revisaba tras las cortinas y encontraba a la gente con los ojos cerrados, rezando. ¿Amy, la gótica, rezando? ¿Terence, el machaca-huesos del colegio, llorando? No debía perder la calma. Al fin y al cabo aquello era de locos. ¿Por qué estaba todo el mundo tan asustado?

Finalmente pude notar que una presencia extraña había invadido el lugar. Un hedor nauseabundo llegó a mi como un golpe bajo, me doblegó y me obligó a seguir caminando con la nariz tapada. Ya había sentido aquel olor antes, durante una extraña pesadilla. Pero era imposible, ¿acaso podemos distinguir los olores en nuestros sueños? Fue uno de aquellos momentos en los que sucumbes a la paranoia, te sientes acosado por tus pesadillas y notas que no puedes hacer nada para escapar. Las luces parpadearon. Recorrí el pasillo del segundo piso con la esperanza de poder esconderme. Podía escuchar las respiraciones agitadas de los demás tras las paredes. Leves gemidos que surgían de todas partes. Pero lo peor era aquel silencio y la ignorancia que lo alimentaba. Aquella peste durante mi pesadilla había parecido tan real.
Finalmente encontré a Roofy. Quería respuestas y él me las iba a dar. ¡Joder si me las iba a dar!

- Roofy, ¿qué sucede? ¡Contesta, Roofy!- grité.- ¿A qué viene todo esto? No me hace ninguna gracia.- trató de decirme algo, pero no pude comprender su balbuceo. Sus ojos estaban absortos. Se quedó sentado en el suelo y levantó la mano para señalar con el dedo algo que estaba detrás de mí. Me giré y descubrí horrorizado al demonio de peluche gigante. No podía mover un músculo mientras se acercaba y su sombra oscurecía mi insignificante cuerpo. Me abrazó con sus gruesos brazos y me ahogué en sus blandos pliegues de algodón.


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Continúa...

Improptu 1

El tiempo no pasa cuando miras el reloj y se escapa lento cuando dejas de mirarlo. El tiempo son las gotas de la ventana. Y lluvia. Y no puedo salir al jardín porque lo ha dicho papá. La bici se moja.



— Aquí tienes, tu regalo de cumpleaños.
— Voy a salir ahora mismo a dar una vuelta.
— No. No puedes salir a dar una vuelta. Falta la cadena. Te la compraré la semana que viene.
— Es igual. ¿Qué más da la cadena?
— Ah, ¿quieres que alguien te robe la bici?
— Es igual. Nadie va a robarme la bici. Es nueva.
— Por eso. Es nueva. Te la van a robar si sales a la calle sin cadena.
— No voy a dejarla sola.
— ¿Te crees que el dinero sale de los árboles?
— Voy con la bici.
Silencio y mi cabeza como en el fuego azul que da el gas en la cocina.
— Papá, voy a salir con la bici.
Veo su mirada y me duele el pecho. No me duele, me...
— Papá, voy...
— Haz lo que te dé gana. Aquí cada uno... los dos hacéis lo mismo. Sí. Tu madre hace igual. Hacéis los dos lo que os da la gana.
Bobo vuelve a escarbar en la tierra del jardín. Se moja y se ensucia de barro; papá le dará en el hocico. ¡Bobo a la bici ni te acerques!
Me ahogo, llueve en mi cara.
— Papá... —no me sale la voz —. Papá...
— ¿Qué?
— Alguien me ha robado la bici.
No hay gritos. ¿No hay gritos?
— Ya sé que te la han robado. Te lo dije.
— Lo siento, papá. Lo siento...
Más lluvia en mi cara. Truenos en mi boca.
— Está en el garaje.
— ¿Mi bici? ¿En el garaje?
Estaba en el garaje, estaba en el garaje, estaba en el garaje...
— ¡Tú me la has robado!
— Así aprenderás a hacerme caso. Podría haber sido cualquiera.
El pasillo es muy largo y... ¿la cocina? La cocina huele.
— Mamá, papá me ha robado la bici.
— Mamá ahora no puede cariño, está haciendo la cena.
Las escaleras chillan si las subes corriendo. La habitación esta fría. Fría como ahora el comedor. Ahora llueve pero el otro día hacía sol. Sol pero también frío como el tobogán del parque en Navidad. Quiero salir a jugar con la bici. La bici está mojada. Y el tiempo no pasa.
— Papá, quiero tener ya la bici.
— No hasta tu cumpleaños.
— ¡Pero yo la quiero ya!
Espera.
— Papá...
— ¿Qué?
— ¡Qué la quiero ya!
— Cállate. No sabes más que lloriquear.
— Pero...
— Pero nada. Eres un malcriado impaciente. Tu madre te ha hecho todo un señorito. Un señorito que tiene que tenerlo todo cuando quiere. No puede ser un segundo más tarde. ¡No! Tiene que ser en el mismito instante que lo desea, y a los demás... ¡a los demás que nos fastidien!
El reloj tiene cuatro números. El tiempo pasa rapidísimo cuando voy con la bici. Aquí, no pasa.
— Papá cuando miro el reloj la hora no cambia. ¡El tiempo no pasa!
Su risa y la cocina y el fuego azul.
— ¿Papá?
— Ese reloj no da los segundos. Eres tan impaciente que no eres capaz de mantener la atención en el reloj ni siquiera el suficiente tiempo para ver como cambia el minutero...

Sí. La bici estaba en el garaje. Ahora está en la calle y se moja. Y papá sigue parado como el tiempo.



Continúa...