como una capa de hielo

Como casi todas las cosas importantes o absurdas, todo empezó con una llamada. Me encontraba yo trabajando sin demasiada alegría en la oficina del norte del país cuando sonó el teléfono. Era Fiódor, un antiguo compañero de estudios. 
Me alegré de escuchar su voz, sobre todo porque era la última persona a la que esperaba encontrar al otro lado del aparato. 
Me dijo que había pensado en mí para un trabajo. 
Se trataba de escribir, simplemente escribir. 
Lo bueno es que a mí, en aquella época, me encantaba escribir; lo malo es que no iba a recibir ni un triste rublo. 
De todas formas, debido en gran parte a mi carácter amable de entonces, acepté de buen grado la invitación y esperé nuevas instrucciones. 


Al cabo de unos días éstas me llegaron en forma de carta. Fiódor me explicaba en qué consistiría mi trabajo. Cada semana tendría que escribir un pequeño relato y también cada semana habría un tema diferente en el que se basaría éste. A mí me pareció bien y estuve pensando y organizando diferentes estructuras en mi cabeza llegando a tener media docena de relatos listos para ser ejecutados. 

Pero entonces, a los pocos días, el cartero dejó una nueva carta de Fiódor en la que exponía el tema a tratar: un locutorio. 
¿De qué demonios estaba hablando Fiódor? ¿Un locutorio? ¿A qué se refería? ¿A aquellos lugares envueltos en ese halo de clandestinidad y crimen organizado que brotaban como setas por la ciudad? ¿De verdad quería Fiódor que escribiera algo que tuviese que ver con un locutorio? ¿Era suya la idea? Más bien parecía la de una mujer, no sé por qué pero pensé que sólo a una diabólica mujer se le podría haber ocurrido ese tema, sólo una mujer era capaz de desquiciarme de aquella manera con una simple decisión, tirando por tierra todos los posibles relatos ya planteados en mi mente. La media docena de relatos ya escritos en mis músculos, mis huesos, mis neuronas, todos estaban ahora mismo en la basura siendo devorados por cucarachas hambrientas de historias. 
Una simple palabra basta para llevarte a la locura y a mí la palabra locutorio me llevó al lugar desde donde escribo estas líneas. 

Pasé los días posteriores a recibir la última, la fatídica carta de Fiódor, metido en la cama. 
No hablaba con nadie, no veía a nadie, excepto a mi madre, quien venía a traerme la comida que yo me limitaba a mirar. 
Una poderosa angustia me cubrió como una capa de hielo. 
Era incapaz de escribir algo que estuviese relacionado con un locutorio. 
¿Cómo era posible que Fiódor se comportase así conmigo? ¿Me estaba poniendo a prueba? ¿Era ésa una broma de mal gusto? 
Fiódor me conocía bien pese no habernos visto en mucho tiempo y sabía de mis temores a defraudar a los demás, unos temores que, literalmente, me paralizaban. 
Y así era como estaba en ese momento, metido en la cama y dándole vueltas a una maldita palabra. 

Una noche me levanté de madrugada empapado en sudor. 
Me vestí, saqué del cajón el cuchillo del abuelo y cogí la carta de Fiódor. 
Salí de casa y paré al primer taxi que vi. Le mostré al taxista el remitente de la carta y me dijo Muy bien. 
Cuando llegué a casa de Fiódor empezaba a amanecer. 
Me bajé del taxi y palpé el cuchillo en el bolsillo de la gabardina. 
Los sudores continuaban y apenas podía caminar. Me senté en la acera a esperar. 
Pasaron las horas. El sol me calentaba como una estufa estropeada. 
Al fin se abrió la puerta. 
Una joven con un niño en brazos salió de casa de Fiódor. Supuse que era su mujer y también supuse que ese era su hijo. 
Empezó a caminar y la seguí manteniendo una cierta distancia, siempre observando sus movimientos desde la acera de enfrente. 
La cabeza estaba a punto de estallarme y los sudores fríos recorrían mi espalda como ríos helados. 
Seguí a la mujer durante más de media hora. 
Me di cuenta de que no llevaba una dirección fija, ahora un parque, ahora una panadería, ahora una frutería, siempre como si no lo tuviera previsto, como si fuera la primera vez que visitara la ciudad. 

Pero al fin se dirigió y entró allí donde yo esperaba que se dirigiera y entrase, a ese maldito lugar que la hacía culpable de mi locura. 
Entonces mi cabeza acabó por estallar y los ríos helados de mi espalda se convirtieron en lenguas de lava surgidas de lo más profundo de mis entrañas 
Ella había sido la manipuladora, la ideóloga, ella llevaba los hilos que movían a Fiódor, ya sabía que él no podía haberme hecho eso, ella era la mujer diabólica y tenía que pagar por ello. 

Crucé la calle. 

A cada paso, el cuchillo golpeaba mi cadera.

                                                                                          


1 comentario:

Anónimo dijo...

Buen texto!