V.

Vivía en una habitación desnuda, como la mujer que había pintado en la grisácea pared con unas tizas que habían salido de no se sabe dónde. Él era un artista, un pintor que vivía solo, encerrado en aquel hogar inhóspito, rodeado tan sólo de una cama y una almohada, de una pequeña cubeta para asearse y un infecto retrete. Únicamente una puerta y una minúscula ventana accedían al exterior.

Admiraba aquella figura de curvas voluptuosas que dejaba su melena rubia a merced del viento invisible, viento que él mismo creó, e iluminaba las cuatro paredes con una sonrisa ya tierna, ya burlona, ya triste... Ella jugaba con sus emociones.
Su mundo era una selva. El pintor había dibujado verdes helechos a su alrededor, pájaros multicolores que entonaban melodiosos cánticos y, a los pies de la Musa, un pequeño arroyo de agua cristalina. A la reina del paisaje la había llamado V, tal y como ella misma con dulce y clara voz le había susurrado al oído en sueños.
Un día, por debajo de la puerta, alguien deslizó una nota.

Espera, no vengas por mí aún.
V.

El pintor, al leerla, experimentó la vitalidad que antaño había marcado todas y cada una de sus acciones y que había perdido sin remedio meses atrás. Hasta tal punto lo había vuelto sombrío aquella habitación. Tanto que día tras días una desesperación se lanzaba sobre él en cuanto despuntaba el alba y, notando la insignificancia que tarde o temprano lo transformaría en hombre-cucaracha, sólo podía acurrucarse en la cama para llorar sin consuelo hasta bien entrada la mañana. Sentía algo así como si le faltara el aire, algo así como si tuviera la necesidad de volar por los aires su atormentada cabeza para liberar una insoportable presión. Pensó en hacerlo, pensó en pintar una pistola con esas tizas que habían de no se sabe dónde y hacer lo propio. Pero no lo hizo. Durante un atardecer descubrió en su interior una fuerza sobrehumana que le llevó inexorablemente a la pared. Dibujó nubarrones de tormenta, relámpagos, electricidad vibrante en el cemento del tapiz que dio vida a una mujer imponente. Su Musa, su Diosa, su Libertad, su Redención. Y ahora, por increíble que pareciera, ella le mandaba palabras desde algún lugar. ¿Podía ser de otro modo? ¿Acaso podía haber salido aquella criatura por entero de su cabeza? En algún lugar existía el modelo en carne y hueso, aunque no lo recordara. Por suerte, ella había contactado con él.
Tres días después, el pintor tuvo entre sus manos otra nota:

Sólo un poco más, pronto estaremos juntos.
V.


Y él esperó sin poder apenas dominar su impaciencia. La esperanza de encontrarse con la que ya era su amada, con la inaccesible y etérea V que estaba y no estaba, que no veía pero miraba, apaciguó por unas horas su angustia. El pintor vivía ya por completo en una especie de desdoblamiento, en una nueva dimensión abierta entre la realidad y la creación plasmada en el muro, esclavo de la confusión entre verdaderos sueños y falsos recuerdos... A secas, espasmódicos deseos en la oscuridad de un ser hambriento.
Esperó a que llegara el momento y este llegó. La última nota decía:

Ha llegado la hora, te espero más allá de los muros de tu encierro.
V.


El pintor al borde del delirio decidió no esperar un segundo más, se lanzó desesperado a la puerta. No obstante, no consiguió abrirla. Cerró los puños y la golpeó con fuerza. Miró frenético a su alrededor, profirió gañidos indescifrables y, al final, extenuado, cayó de rodillas al suelo. Lo había comprendido todo. Estaba encerrado de por vida. Por la minúscula ventana la luz encarcelada de un nuevo atardecer capturaba el rostro compungido que perdía su mirada en la nada. Se preguntaba cómo podía haberla perdido sin tener la más mínima oportunidad de luchar por ella.
Entonces, movido por una extraña sensación, se sacó rápidamente sus ropas de presidiario, de artista-criminal como le habían llamado, y cogió las tizas que habían salido de no se sabe dónde. El tiempo se detuvo de pronto. Carne y tiza se fundieron en la breve eternidad del momento y, por fin, el pintor sintió la frescura del arroyo y bebió de él como las almas muertas beben del Lete. Una mano pluma acarició su espalda y él se giró para encontrar a su musa, resplandeciente, sin forma, hecha ya todo ideal. Su Redención, su Libertad, su Diosa...
Para siempre y por tan sólo un suspiro de transitoria pasión, había acudido a su llamada. Febril, tembloroso, se aferró a aquella figura-luz y, más allá de los muros de su encierro, la besó como si jamás lo volviese a hacer de nuevo.

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