Mira hacia la playa y despide a través de su cuerpo escuálido un profundo suspiro.
— Nunca me ha sentado bien la playa. ¿Te lo había dicho ya? Dicen que sí, que sienta bien, los especialistas. Ahora casi todo el mundo es especialista de algo. La televisión está llena de especialistas. Son gente muy respetable. No. No respetada, he dicho respetable. Se sientan y hablan primero de política, después de mentes criminales, luego analizan las razones por las cuales Menganita, una famosa cantante, perpetró una felación con su novio, un modelo de pies, en los probadores de una tienda de ropa interior. "Perpetró", sí, tal y como lo has oído. Inescrutables son los caminos del lenguaje en el periodismo actual. «¿Por qué no esperó a llegar a casa?» se preguntan todos. Y de nuevo pasan a hablar sobre la política exterior de los Estados Unidos. Aquí no llega la televisión... Es una pena. O... ¿una bendición? —cierra los ojos valorando su pregunta— No, es una pena.
»Dicen que sienta muy bien, que el yodo del agua es buenísimo para mil y una cosas, que hasta la brisa marina es de entre todas la brisas, aires o vientos huracanados, la más beneficiosa. Aquí hay huracanes cada dos por tres. Y te voy a decir una cosa, estoy de acuerdo con los especialistas. A nadie le gustan esas ráfagas de viento que arrancan de cuajo árboles de diez metros de altura. A nadie. Pero a mí no me sienta bien. Siempre me ha irritado el ambiente de la playa. El murmullo de las olas rompiendo en la arena es algo que casi no puedo soportar. Me conduce a la total exasperación. Y aunque sé cómo he llegado aquí, no sé por qué tuve que marcharme de casa. No me mires así, no me desagrada en absoluto tu compañía. Y yo a casa no puedo volver. ¿Sabes tú por qué me marché? Yo no. ¿Te ríes? —el rostro de su interlocutor no se ríe y apenas muestra ninguna emoción— Te ríes a carcajadas de mí, nunca conmigo, como si estuviera loco de atar. Listo para la camisa de fuerza. Sin embargo, es verdad, siempre con el mismo «por qué» entre los labios... y casi ninguna respuesta. ¿Por qué Menganita no esperó a llegar a casa? Quizá le gustaban demasiado los pies de su novio —observa sus propios pies con atención—. ¿Crees que yo podría ser modelos de pies? ¿No? Es verdad. Es verdad que esta Isla me ha destrozado el cuerpo. Esta miserable Isla...
»El lugar de donde vengo no te creas que es el puñetero Edén. Trabajaba en un peaje antes de estudiar para pilotar avionetas. Mirar ticket, anunciar precio del trayecto y decir solícitamente «gracias». A lo que te contestaban «Gracias», «que te den ladrón», o peor aún, te lanzaban esos puñeteros céntimos de euros a la cara, con total alevosía —señala su cara—. ¿Ves esta cicatriz? Veinte céntimos. Si te acercas y lo observas bien puedes ver el dos y medio cero. Por suerte, me dio un poco de refilón.
»Tanto disgusto no valía la pena, esa mierda de trabajo lo podría hacer cualquiera. Bastaba con ser una especie de simio. A decir verdad, conmigo entró a trabajar un chimpancé llamado Shimo. Fue el mejor de nosotros y ascendió rápido. Era absolutamente genial lo que hacía con los pies. Daba el cambio con las manos a los clientes mientras con los pies hacia tareas administrativas, servía un refresco al jefe o, sin más, repicaba sobre la mesa con los dedos (jocoso). ¡Con los dedos, como si estuviera aburrido! Era genial. Ahora no recuerdo si Shimo era un chimpancé o simplemente un tipo extremadamente peludo. Da igual. Triunfó. En poco tiempo llegó a dirigir los peajes a nivel nacional.
»Para mí aquel peaje era un infierno. Y al volver a casa, me encontraba con mi mujer. Le tenía un pánico horroroso. Tenía una boca, tenía una boca... era todo dientes. La primera vez que fue al dentista, cuando era pequeña, se ve que la madre le dijo:
»— Esta es Belinda, mi hija.
»A lo que el dentista contestó:
»— ¿Y su hermana siamesa se llama?
»Si supieras el esfuerzo y el dinero que tuvieron que invertir sus padres sólo para convencer a aquel pobre hombre de que aquello era una dentadura y no dos como él se pensaba. Una millonada. Era algo horrendo, te lo puedo asegurar. Tú te ríes porque no tienes ninguna vergüenza. Tú no tenías que besarla. Además su voz estridente era también insoportable. El aire se filtraba de muy mala manera entre tanto diente. Un día me dijo: Mañana nos casamos. Y no pude decirle que no. En ese momento creí que si le decía que no me comería. Qué tontería, ¿no? Pero por tonto que parezca, así razoné cuando me obligó a ser su marido.
»Un año después un loco que pasaba por el peaje cada día para ir a la oficina tomó la costumbre de intentar atropellarme a las siete de la mañana. Ni un minuto más, ni un minuto menos. A las siete de la mañana. La hora en que yo cruzaba el carril por donde pasan les clientes habituales. ¿Te preguntas por qué no pasaba a una hora diferente? No lo sé. Supongo que tienes razón. De todas maneras el loco sólo llegó a partirme una pierna. Lo denuncié, pero el juez falló a su favor al ver y al escuchar a mi mujer. Con razón además. Tuve que pagarle una indemnización. Le había roto un faro al coche que al parecer era «más caro que mi vida». Esas no fueron las palabras del loco, ni del juez, sino de mi propia mujer en casa. Esas y estas otras: (imitando la desagradable voz de Belinda) «Jo, Yo-yo, eres un completo inútil». Ella siempre decía «jo». Nunca se ponía de mi parte y siempre me decía que era un completo inútil. Para más inri, por si fuera poco, me llamaba Yo-yo. Era una completa idiota. Era... terrible.
»Estuve unos meses en el paro y Belinda... bueno, Belinda murió. Los médicos no supieron la razón de su muerte. Su madre decía que había sido por mi culpa. Francamente, podría ser. Yo la ponía tan nerviosa que... en fin, en esos meses me decía que era un inútil a todas horas y llegó un momento que la pobre mujer se saturó. Aunque por aquel entonces yo decidí achacarlo a su dentadura, como hacía siempre con todos mis problemas. Belinda murió cuando dormía. Me costó mucho asumirlo. Cuando conseguí superarlo, empecé a estudiar para poder pilotar una avioneta. Tenía unas ganas terribles de volar. Simplemente, volar.
»Ahora no puedo volver. Y francamente, no quiero. ¿Para qué? ¿Para volver a ese mundo de chiflados? Además, era un fracasado, seguro que no me echaron en falta. Seguro que pensaron que me habría dado por huir de todo, sin mirar atrás.
»Me fui sin decir nada. Es decir, sí que me despedí. Di dos besos aquí y allá, y alguien me deseo buen viaje. Pero no le dije a mí madre que la quería, no le dije al amor de mi vida que la amaba. No hablo de Belinda. Sino de otra. Lo que más me maravillaba de ella era que tenía una dentadura perfecta. Tampoco le dije a mi mejor amigo que lo admiraba, ni le dije a mi hermano que para él siempre estaría ahí y, bueno, no le di dos palmaditas a mi padre en la espalda. Con eso hubiera bastado. Y, quizás, como consecuencia de todo ello, ahora brotan nuevos porqués en los labios de esas personas. Más porqués al saco. Y, por encima, el sempiterno: ¿Y por qué yo?
»¿Te parece excéntrica mi actitud? ¿Mucho o poco? Porque he cambiado, lo sé. Esta Isla me ha cambiado. ¿Te crees que no me doy cuenta de que hago cosas raras? Tú me has visto. Es eso. Me has visto pasear por aquellas rocas. Las Rocas Humeantes. Vale, voy por ahí cada día, me paró en seco y digo casi chillando: ¿No dejarán nunca de humear estas putas rocas? Entiéndeme. Eso es un ritual. No voy, me paro y digo «cuatro». Eso no tendría ningún sentido. En cambio, lo que yo hago tiene todo el sentido del mundo. Esas Rocas Humeantes van a ser mi perdición. Lo sé.
»¿Sigues riendo? Después soy yo el chiflado. Tú si que estás como una puta cabra. Ahí, sin decir nada, con tus aires de superioridad. ¿Te parece que estoy delirando? ¿Por lo de Shimo? ¿Por lo de Belinda? Bah, desde siempre te creíste mejor que yo. ¿Crees que no lo noto? Siempre con tu estúpida risa, despreciando, odiando. ¿Crees que allí no me trataban así? Pues estás muy equivocado. En casa era más de lo mismo. Por eso puedo soportarlo. Por eso puedo soportarte. Por eso no intento volver, porque esta Isla me parece bien. A pesar de sus huracanes. Esto me parece el puñetero paraíso. Y sino fuera por el murmullo del agua. (furibundo) Ese murmullo me va a hacer perder la cabeza —se levanta de repente y se dirige al agua. Con todas sus fuerzas, con toda su rabia, da una patada a una pequeña ola—. ¡Ahí lo tienes! ¿No dices nada? ¿Te crees mejor que yo? ¡Imbécil!
Camina hacia su interlocutor y le da también a él una patada. Le da en plena cabeza. Esta se desprende del cuerpo y llega al agua rodando por la arena. El agresor mira hacia las rocas que se funden con los restos de una avioneta. Han pasado ya ciento ochenta y dos noches y aún le parece que esos restos desprenden el humo negro que desprendían cuando llegó a la Isla.
El coco y sus cuatro ranuras hechas con navaja a modo de facciones humanas se aleja flotando en dirección a altar mar.
— Eso, vete. Déjame aquí solo. Vete. ¡Vete! Vuelve a casa de una puñetera vez.
El Coco
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