Blanco.

— ¿Y este qué color es? —pregunta la madre.
— VERDE —dice el niño.
o
— Velde —cuando es pequeño como un chino.


— ¿Y este? —sigue la madre.
— AZUL —dice el niño.
o
— Azú —cuando es pequeño y suelta el berrido.


Y así la madre señala miles y miles de objetos para que el niño practique los colores. Aquello era fácil. Me doy cuenta después de muchos años. Luego las preguntas se complican demasiado, tanto que casi nunca hay respuestas para nada. Menos para aquellas preguntas cuya respuesta es un simple: Porque sí. Como cuando era niño: "Pero mamá, ¿por qué tengo que limpiarme los dientes dos veces al día?". "Porque sí".
Yo acertaba siempre el color. Tampoco era muy complicado si tenemos en cuenta que había pocas posibles respuestas. A saber:

1. NEGRO
2. BLANCO
3. ROJO
4. AMARILLO
5. AZUL
6. NARANJA
7. ROJO
8. VERDE

A veces GRIS, pero sólo a veces. Mi madre preguntaba poco por el GRIS. Creo que casi nunca. Las posibles respuestas eran pocas. He escrito dos veces ROJO para que la lista tuviera ocho elementos. El ocho es mi número de la suerte y que sea mi número de la suerte depende de que salga más o menos. A mí me sale siempre. Siempre. Aunque salga haciendo trampas. Eso no importa, si no piensas demasiado en ello. Como pasa con todo. Pienso, luego, empiezo a morir más deprisa. Es el estrés, dicen los científicos.
También sale el ocho en la siguiente lista:

1. Mi último coche.
2. Mi mujer.
3. Mi hijo.
4. Mi madre.
5. Mi padre.
6. Mi primer coche.
7. Mi perro Yo-yo.
8. Mi amigo T.

De mi último coche queda con bastante claridad de formas el GRIS de la acera, el NEGRO claro del chasis, el NEGRO oscuro de la carretera y el AZUL desteñido, casi BLANCO, del cielo. Después solo queda el ROJO oscilante que se come al NEGRO claro. El ROJO oscilante que yo mismo busqué, que casi me mata y que ahora solo me reporta dolor físico.

¿Por qué? Porque sí.

De mi mujer el VERDE de la cama, el BLANCO inmaculado del fondo, el MARRÓN de su pelo y el NEGRO que la comía por dentro. Y sus labios. Sus labios ROJOS que ahora sólo me reportan dolor.

¿Por qué? Porque sí.

De mi padre queda el AZUL de su mono de trabajo. Y sus severas cejas, NEGRAS, muy NEGRAS.
De mi madre el BLANCO de su sonrisa.
Del hijo que nunca tuve, ningún color. La NADA. La NADA más absoluta.
De mi primer coche el VERDE. Poca forma ya, sólo color. El BLANCO de los faros, el NEGRO de las ruedas y el NARANJA de la camiseta que se sacó VIOLETA en el asiento NEGRO de atrás. Sus pechos, ROSAS. Mierda. El ROSA. Y, ¡mierda! El VIOLETA. Da igual, para mi siguen siendo ocho. Lo siguen siendo si no pienso demasiado en ello. Como todo.
De Yo-yo, una mancha pequeña MARRÓN sobre una mancha grande de color VERDE. ¿Era un prado?
De mi amigo T su chaleco AMARILLO y el ROJO en su mano, aquella vez que tiramos petardos. Petardos MARRONES. No BLANCOS, como los que me he tragado hace unos minutos. De pequeño si algo te gusta, quieres mucho, nunca poco. Lo gastas al máximo. El doctor me vio triste y me dijo: tómate esto, poco. Y yo dije en casa: mucho.
Nunca crecí, sigo siendo un niño.

A los cuatro años ya sabía decir el color de cualquier cosa que mi madre pudiera señalar. Siempre que la respuesta estuviera entre las ocho que he dado anteriormente. Quizás por esta razón ahora no sé distinguir más que esos colores. No sé ninguno más. Sabía el TURQUESA, pero el otro día me demostraron que estaba equivocado. Señalé algo y dije: TURQUESA. El que me llevaba en brazos gritó: "Eso no es TURQUESA, chiflado. NEGRO de mierda, ¡sal de aquí!". Entonces me lanzó por los aires y el golpe contra el suelo me hizo un daño terrible. Casi tanto como el descubrir que estaba engañado acerca del color TURQUESA. En ese momento sólo veía un semáforo. ROJO, VERDE, ROJO, VERDE, ROJO, VERDE... me hubiera pasado la vida encerrado entre esos dos colores... por mucho que de fondo alguien chillara desquiciado: ¡NEGRO de mierda! ¡Chiflado!
Yo no soy NEGRO, soy BLANCO tirando a MARRÓN. No tengo nada en contra de los hombres de color NEGRO, sólo que... yo no soy NEGRO. ¿Podía saber aquel hombre qué color era el TURQUESA sin saber diferencia el NEGRO de un BLANCO que tira a MARRÓN? No sé. Aún así, parecía un buen hombre. Llevaba puesto un espléndido traje AZUL. Seguro que tenía razón.
La culpa es mía. ¿Quién me mandó señalar? Que señale el que sepa de colores. Yo me callo. Con mis ocho colores tengo bastante.

Tuve ocho cosas. Ahora solo tengo ocho colores. ¿Por qué? Porque sí.

No quiero que mis ojos se cierren, pero se cierran solos. Un petardo BLANCO más o menos, ¿que más dará? Me he tomado ocho. "Mucho" diría el doctor. Y yo: Doctor, el ocho es mi número de la suerte. ¿Por qué? Porque sí. Más BLANCO. Intento pensar, pero hace rato que no puedo, que pienso lento. ¡Más BLANCO! ¿Estoy volviendo al pasado? ¿Volveré a ser niño? ¿Puedo preguntar "por qué"? Ahora sí me interesa. ¡Ja! Porque sí. Jugar a retroceder. ¿Ganaré?
Intento recordar. Cada vez menos forma. Y, casi, menos color. Son las ocho. Los ocho recuerdos desaparecen cuando desaparece el color. Todo se olvida, se difumina hasta convertirse en BLANCO. Y Más BLANCO, más BLANCO, más BLANCO, más BLANCO, más BLANCO, más BLANCO, más BLANCO.


BLANCO.

Continúa...

Nadia

Sus padres pintaron la habitación de color azul porque creyeron que iba a ser un niño.
Pero fue niña.
Entonces volvieron a pintar la habitación, esta vez de rosa.

La llamaron Nadia, por la gimnasta.
Aunque ella nunca mostró simpatía por el rosa, sus padres se empeñaron en abastecerle de complementos de este color, desde la ropa hasta la carpeta del colegio.

Cuando cumplió los doce años, un compañero de clase le dejó un álbum de Joy Division.
Aquello fue un auténtico shock.
Nadia quedó totalmente fascinada por aquella voz, aquella música que parecía venir del más allá.
Se empezó a interesar por el grupo de una forma casi enfermiza.
Los colores rosáceos de su ropa de niña fueron sustituidos por los oscuros, negros y grises principalmente.
Sus padres, ellos que habrían preferido una niña de dibujos animados, veían entrar por la puerta, sentarse a cenar, caminar por la casa, a una sombra.

Al año siguiente, un fin de semana que los padres no estaban, Nadia pintó de negro la habitación.
Como todos aquellos complementos rosas provocaban un efecto extraño a la vista, decidió quitarlos y guardarlos en el altillo.

Ahora la habitación era un agujero negro en casa.
Se tumbó en la cama y puso un disco de Joy Division.

Cuando sus padres llegaron y entraron a la habitación, no se lo podían creer.
Nadia había pintado las paredes, el marco de la ventana y del espejo, la silla, la mesa, la papelera, incluso el suelo.
Una sábana negra cubría la cama y el disco todavía sonaba.
Pero ni rastro de Nadia.

Se pusieron a buscarla por todos los rincones de la casa, por el jardín, preguntaron a los vecinos, nadie había visto a la niña.

Aunque la niña no se había movido de donde estaba.

Allí, tumbada en la cama, rodeada de oscuridad, Nadia tarareaba la última canción.

Continúa...

El Coco

Mira hacia la playa y despide a través de su cuerpo escuálido un profundo suspiro.


— Nunca me ha sentado bien la playa. ¿Te lo había dicho ya? Dicen que sí, que sienta bien, los especialistas. Ahora casi todo el mundo es especialista de algo. La televisión está llena de especialistas. Son gente muy respetable. No. No respetada, he dicho respetable. Se sientan y hablan primero de política, después de mentes criminales, luego analizan las razones por las cuales Menganita, una famosa cantante, perpetró una felación con su novio, un modelo de pies, en los probadores de una tienda de ropa interior. "Perpetró", sí, tal y como lo has oído. Inescrutables son los caminos del lenguaje en el periodismo actual. «¿Por qué no esperó a llegar a casa?» se preguntan todos. Y de nuevo pasan a hablar sobre la política exterior de los Estados Unidos. Aquí no llega la televisión... Es una pena. O... ¿una bendición? —cierra los ojos valorando su pregunta— No, es una pena.
»Dicen que sienta muy bien, que el yodo del agua es buenísimo para mil y una cosas, que hasta la brisa marina es de entre todas la brisas, aires o vientos huracanados, la más beneficiosa. Aquí hay huracanes cada dos por tres. Y te voy a decir una cosa, estoy de acuerdo con los especialistas. A nadie le gustan esas ráfagas de viento que arrancan de cuajo árboles de diez metros de altura. A nadie. Pero a mí no me sienta bien. Siempre me ha irritado el ambiente de la playa. El murmullo de las olas rompiendo en la arena es algo que casi no puedo soportar. Me conduce a la total exasperación. Y aunque sé cómo he llegado aquí, no sé por qué tuve que marcharme de casa. No me mires así, no me desagrada en absoluto tu compañía. Y yo a casa no puedo volver. ¿Sabes tú por qué me marché? Yo no. ¿Te ríes? —el rostro de su interlocutor no se ríe y apenas muestra ninguna emoción— Te ríes a carcajadas de mí, nunca conmigo, como si estuviera loco de atar. Listo para la camisa de fuerza. Sin embargo, es verdad, siempre con el mismo «por qué» entre los labios... y casi ninguna respuesta. ¿Por qué Menganita no esperó a llegar a casa? Quizá le gustaban demasiado los pies de su novio —observa sus propios pies con atención—. ¿Crees que yo podría ser modelos de pies? ¿No? Es verdad. Es verdad que esta Isla me ha destrozado el cuerpo. Esta miserable Isla...
»El lugar de donde vengo no te creas que es el puñetero Edén. Trabajaba en un peaje antes de estudiar para pilotar avionetas. Mirar ticket, anunciar precio del trayecto y decir solícitamente «gracias». A lo que te contestaban «Gracias», «que te den ladrón», o peor aún, te lanzaban esos puñeteros céntimos de euros a la cara, con total alevosía —señala su cara—. ¿Ves esta cicatriz? Veinte céntimos. Si te acercas y lo observas bien puedes ver el dos y medio cero. Por suerte, me dio un poco de refilón.
»Tanto disgusto no valía la pena, esa mierda de trabajo lo podría hacer cualquiera. Bastaba con ser una especie de simio. A decir verdad, conmigo entró a trabajar un chimpancé llamado Shimo. Fue el mejor de nosotros y ascendió rápido. Era absolutamente genial lo que hacía con los pies. Daba el cambio con las manos a los clientes mientras con los pies hacia tareas administrativas, servía un refresco al jefe o, sin más, repicaba sobre la mesa con los dedos (jocoso). ¡Con los dedos, como si estuviera aburrido! Era genial. Ahora no recuerdo si Shimo era un chimpancé o simplemente un tipo extremadamente peludo. Da igual. Triunfó. En poco tiempo llegó a dirigir los peajes a nivel nacional.
»Para mí aquel peaje era un infierno. Y al volver a casa, me encontraba con mi mujer. Le tenía un pánico horroroso. Tenía una boca, tenía una boca... era todo dientes. La primera vez que fue al dentista, cuando era pequeña, se ve que la madre le dijo:
»— Esta es Belinda, mi hija.
»A lo que el dentista contestó:
»— ¿Y su hermana siamesa se llama?
»Si supieras el esfuerzo y el dinero que tuvieron que invertir sus padres sólo para convencer a aquel pobre hombre de que aquello era una dentadura y no dos como él se pensaba. Una millonada. Era algo horrendo, te lo puedo asegurar. Tú te ríes porque no tienes ninguna vergüenza. Tú no tenías que besarla. Además su voz estridente era también insoportable. El aire se filtraba de muy mala manera entre tanto diente. Un día me dijo: Mañana nos casamos. Y no pude decirle que no. En ese momento creí que si le decía que no me comería. Qué tontería, ¿no? Pero por tonto que parezca, así razoné cuando me obligó a ser su marido.
»Un año después un loco que pasaba por el peaje cada día para ir a la oficina tomó la costumbre de intentar atropellarme a las siete de la mañana. Ni un minuto más, ni un minuto menos. A las siete de la mañana. La hora en que yo cruzaba el carril por donde pasan les clientes habituales. ¿Te preguntas por qué no pasaba a una hora diferente? No lo sé. Supongo que tienes razón. De todas maneras el loco sólo llegó a partirme una pierna. Lo denuncié, pero el juez falló a su favor al ver y al escuchar a mi mujer. Con razón además. Tuve que pagarle una indemnización. Le había roto un faro al coche que al parecer era «más caro que mi vida». Esas no fueron las palabras del loco, ni del juez, sino de mi propia mujer en casa. Esas y estas otras: (imitando la desagradable voz de Belinda) «Jo, Yo-yo, eres un completo inútil». Ella siempre decía «jo». Nunca se ponía de mi parte y siempre me decía que era un completo inútil. Para más inri, por si fuera poco, me llamaba Yo-yo. Era una completa idiota. Era... terrible.
»Estuve unos meses en el paro y Belinda... bueno, Belinda murió. Los médicos no supieron la razón de su muerte. Su madre decía que había sido por mi culpa. Francamente, podría ser. Yo la ponía tan nerviosa que... en fin, en esos meses me decía que era un inútil a todas horas y llegó un momento que la pobre mujer se saturó. Aunque por aquel entonces yo decidí achacarlo a su dentadura, como hacía siempre con todos mis problemas. Belinda murió cuando dormía. Me costó mucho asumirlo. Cuando conseguí superarlo, empecé a estudiar para poder pilotar una avioneta. Tenía unas ganas terribles de volar. Simplemente, volar.
»Ahora no puedo volver. Y francamente, no quiero. ¿Para qué? ¿Para volver a ese mundo de chiflados? Además, era un fracasado, seguro que no me echaron en falta. Seguro que pensaron que me habría dado por huir de todo, sin mirar atrás.
»Me fui sin decir nada. Es decir, sí que me despedí. Di dos besos aquí y allá, y alguien me deseo buen viaje. Pero no le dije a mí madre que la quería, no le dije al amor de mi vida que la amaba. No hablo de Belinda. Sino de otra. Lo que más me maravillaba de ella era que tenía una dentadura perfecta. Tampoco le dije a mi mejor amigo que lo admiraba, ni le dije a mi hermano que para él siempre estaría ahí y, bueno, no le di dos palmaditas a mi padre en la espalda. Con eso hubiera bastado. Y, quizás, como consecuencia de todo ello, ahora brotan nuevos porqués en los labios de esas personas. Más porqués al saco. Y, por encima, el sempiterno: ¿Y por qué yo?
»¿Te parece excéntrica mi actitud? ¿Mucho o poco? Porque he cambiado, lo sé. Esta Isla me ha cambiado. ¿Te crees que no me doy cuenta de que hago cosas raras? Tú me has visto. Es eso. Me has visto pasear por aquellas rocas. Las Rocas Humeantes. Vale, voy por ahí cada día, me paró en seco y digo casi chillando: ¿No dejarán nunca de humear estas putas rocas? Entiéndeme. Eso es un ritual. No voy, me paro y digo «cuatro». Eso no tendría ningún sentido. En cambio, lo que yo hago tiene todo el sentido del mundo. Esas Rocas Humeantes van a ser mi perdición. Lo sé.
»¿Sigues riendo? Después soy yo el chiflado. Tú si que estás como una puta cabra. Ahí, sin decir nada, con tus aires de superioridad. ¿Te parece que estoy delirando? ¿Por lo de Shimo? ¿Por lo de Belinda? Bah, desde siempre te creíste mejor que yo. ¿Crees que no lo noto? Siempre con tu estúpida risa, despreciando, odiando. ¿Crees que allí no me trataban así? Pues estás muy equivocado. En casa era más de lo mismo. Por eso puedo soportarlo. Por eso puedo soportarte. Por eso no intento volver, porque esta Isla me parece bien. A pesar de sus huracanes. Esto me parece el puñetero paraíso. Y sino fuera por el murmullo del agua. (furibundo) Ese murmullo me va a hacer perder la cabeza —se levanta de repente y se dirige al agua. Con todas sus fuerzas, con toda su rabia, da una patada a una pequeña ola—. ¡Ahí lo tienes! ¿No dices nada? ¿Te crees mejor que yo? ¡Imbécil!

Camina hacia su interlocutor y le da también a él una patada. Le da en plena cabeza. Esta se desprende del cuerpo y llega al agua rodando por la arena. El agresor mira hacia las rocas que se funden con los restos de una avioneta. Han pasado ya ciento ochenta y dos noches y aún le parece que esos restos desprenden el humo negro que desprendían cuando llegó a la Isla.
El coco y sus cuatro ranuras hechas con navaja a modo de facciones humanas se aleja flotando en dirección a altar mar.

— Eso, vete. Déjame aquí solo. Vete. ¡Vete! Vuelve a casa de una puñetera vez.

Continúa...

una sensación extraña

"Qué será de nosotros", era lo único que repetía aquella abuela rusa de aquel documental.
Lo repetía una y otra vez mientras se balanceaba en una silla carcomida que, probablemente, perteneció a su abuela, una abuela que, supuse, también se habría hecho la misma pregunta unas cuantas veces.
Muchas.

Muchas veces le tuvo que repetir la madre de Seth a Seth que la cena ya estaba lista.
Cuando bajó, la cena se había enfriado.
¿Qué hacías?, le preguntó la madre de Seth a Seth.
Estaba escuchando música, respondió Seth.
¿Qué clase de música?, siguió la madre de Seth.
De todo tipo, contestó Seth.
¿No puedes decirme algún grupo, por si lo conozco?, continuó la madre de Seth.
Entonces Seth, después de tragar un trozo de pollo frío dijo: Da igual, no los conoces.

Sylvia: No los conoces, no puedes opinar.
Sean: Puedo opinar de quien me dé la gana.
Sylvia: Es cierto, pero sería mejor que supieses de lo que hablas.
Sean: Mira, preocúpate de tu vida y de tus problemas, que bastante tienes.
Sylvia: ¿Ah, sí? ¿Qué problemas tengo?
Sean: Tú sabrás, tienes pinta de neurótica.
Sylvia: ¿Y tú, de qué tienes pinta?
Sean: No lo sé, dímelo tú.

"Dímelo tú, qué has sentido, yo sé lo que sentí pero quiero saber qué siente otra persona, qué has sentido tú". Joe miraba a Mariane con la certeza de que no iba a encontrar ninguna respuesta. Aún así, la estuvo esperando.
Entonces Mariane dijo: "Es una sensación extraña".

Es una sensación extraña como la que vivieron los pasajeros del vuelo B-747 procedente de Berlín con destino Tokyo.
Algo sucedió durante la noche del vuelo. Nadie se atrevió a hacer declaraciones. Las noticias que se publicaron fueron confusas. Se habló de magia negra, también de fenómenos paranormales, incluso de extraterrestres.
La cuestión es que a treinta pasajeros de ese vuelo, al aterrizar en Tokyo, les faltaban dientes.
Científicos de todo el mundo no han podido explicar el extraño suceso.
Tanto la compañía aérea como los propios pasajeros afectados nunca han querido hacer declaraciones al respecto.
Pero en algún lugar del espacio o del tiempo deben estar esos dientes.

Esos dientes que me saludaban cada vez que sonreías, cómo recordaré esos dientes un poco mal puestos y esos dientes me transportarán, me guiarán hasta entonces, cuando nos sentábamos en aquel columpio en el que apenas cabíamos y nos contábamos cosas para conocernos, para reconocernos, y nos quedábamos en silencio y entonces yo no sabía qué decir y te miraba y tú sonreías y esos dientes me saludaban y yo no necesitaba nada más para ser feliz que esa noche, ese columpio y esos dientes, incluso sin ti me hubiera bastado para ser feliz, sólo con que me hubieras dejado esos dientes allí, saludándome de vez en cuando, lo demás no me hacía falta, de hecho no lo recuerdo, no recuerdo si hacía frío o calor o llovía, sólo recuerdo que era de noche, ese columpio y esos dientes, tus dientes, dónde estarán esos dientes, por qué todo lo que me hizo feliz ya no sé dónde estará.

No sé dónde estará ese hombre.
Lo vi un día desde la ventana de mi segundo piso, un día que me había quedado en casa porque no me encontraba muy bien.
Yo estaba junto al ventanal que da a la avenida. Me tomaba una taza de leche. Tenía la ventana abierta porque Marnie, mi gata, había salido al balcón. La miraba, miraba sus contoneos, sus extrañas figuras paseando sobre la baranda.
Entonces un hombre se acercó, se detuvo bajo el ventanal y dijo "cuatro".
Y se fue.
Pero no me lo dijo a mí, no sé a quién se lo dijo, a nadie, supongo, hablaba solo, siempre he creído, hablaría consigo mismo, pensé, recordando algo importante.
¿Qué será de aquél hombre?
Ni se imaginará que estamos hablando de él ahora mismo, claro.
¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo? ¿Habrá muerto? ¿Por qué tiene que haber muerto?
Me gustaría saber qué será de aquél hombre.
Pero, sobre todo, qué será de nosotros.

Continúa...

La Sombra.

Resuena en la azotea un manojo de llaves. Este cuelga del pantalón de un hombre que parece una SOMBRA, vestido con un largo traje negro, interminable en la oscuridad de una pronta noche invernal. Una sombra que nace de los pies del SUICIDA.

SUICIDA. ¡Joder! ¡Qué susto me ha dado! A poco me caigo. ¿Qué hace con esas llaves?
SOMBRA. Abro puertas...
SUICIDA. (encogiéndose de hombros) Ah, ¿sí? Mira tu por dónde.
SOMBRA. (murmurando) También las cierro.
SUICIDA. ¿Qué hace usted aquí?
SOMBRA. (impasible) Paseaba por la calle... y he visto que quizá requería mi presencia.
SUICIDA. ¿Piensa que no me puedo tirar solo de la azotea de un séptimo piso?
SOMBRA. No todos pueden hacerlo. Yo diría que usted sí.
SUICIDA. Pues entonces puede irse.
SOMBRA. ¿Podría separarse un poco del borde?
SUICIDA. ¿Por qué?
SOMBRA. Me preocupa que pueda caerse.
SUICIDA. (molesto) No. No puedo separarme del borde. Está decidido.
SOMBRA. En todo caso, podemos charlar un rato. Para morir tiene tiempo. Toda su vida.
SUICIDA. Pues... verá... no. No, porque antes de subir he llamado a mi hermana diciéndole que estaba decidido. Vendrá hacía aquí inmediatamente. Debe estar asustada.
SOMBRA. Debe estarlo. Seguro. ¿Cuánto tardará?
SUICIDA (calculando la caída) No sé. Depende. Hora y media. Vive lejos de aquí. Si hay tráfico en la autopista, quizá tarda más.
SOMBRA. Entonces hay tiempo. ¿Quiere mucho a su hermana?
SUICIDA. (alterándose de pronto) ¿Pero qué le pasa a usted? ¿Quién es? ¿Y qué hace aquí?
SOMBRA. Ya le he dicho que paseaba por la calle y he visto que asomaba la cabeza. ¿Le molesta?
SUICIDA. Pues... ¡Sí! ¡No! Es decir, ¡Sí! Me molesta la sangre fría que tiene. Que me voy a tirar joder... (señalando hacia abajo colérico) Que voy a estampar mi cuerpo contra ese Toyota rojo de ahí. ¿No se lo cree o qué?
SOMBRA. Ya le he dicho que lo veo capaz. Pero no creo que sea oportuno que yo pierda los nervios. Ya los está perdiendo usted por los dos. ¿Le preocupa morir por el impacto de ese coche japonés? ¿O le preocupa que sea rojo?
SUICIDA. ¿Cómo?
SOMBRA. Sí, si le preocupa...
SUICIDA. (desabrido) Ya he oído la pregunta. Lo que pasa es que me parece increíble lo que me está preguntando.
SOMBRA. ¿Pero le preocupa o no?
SUICIDA. (pensativo) Bueno, creo que no. ¿Se refiere a si preferiría que fuese un coche fabricado aquí?
SOMBRA: Eso, o que fuera de otro color.
SUICIDA: A ver, no soy uno de esos que está obsesionado por los productos nacionales. Ni mucho menos. A decir verdad siempre me he considerado un hombre sin patria.
SOMBRA: ¿De verdad?
SUICIDA: Sí. No he conseguido nunca identificarme con una nación o una patria. Me es imposible pasar por alto muchas cosas. Todo ese simbolismo, todo ese...
SOMBRA: ¿Y que sea rojo?
SUICIDA: Joder, dale con lo mismo. Le estaba contando lo que sentía. No tiene usted mucho tacto. Desde luego no valdría como psicólogo.
SOMBRA: Soy psicólogo. Trabajo para la policía y mi faena consiste en evitar que la gente acabe con sus vidas tirándose de la azotea de un séptimo piso.
SUICIDA: Ah, muy oportuno. ¿Cómo sino hubiera decidido subir aquí? Lo que no entiendo es cómo me ha visto. Hay mucha altura y apenas he asomado la cabeza. ¿Cómo sabía que quiero tirarme?
SOMBRA: Intuición, supongo. Como todo aquí, es la explicación más lógica.
SUICIDA. (sentándose en el borde del edificio) Ya... (silencio) Ya que insiste tanto, sí que he estado pensando un poco acerca de lo que sería estrellarme contra ese coche rojo. No porque sea japonés, a ver, eso me trae sin cuidado. Aunque sin saber cómo me ha venido a la cabeza un asiático chillón con una cinta en la cabeza. Un Kamikaze. Me metía la bronca y yo no entendía ni una sola palabra. Pero no es eso. Verá, cuando estaba en la cama pensando en cómo sería mi final la verdad es que me había imaginado otra cosa. Había pensado que caería sobre la acera dejando a mi alrededor un gran charco de sangre. Joder, en el rojo de ese coche ni siquiera se va a ver la sangre. Y, entonces, en mi imaginación, una señora dejaba caer las bolsas de la compra al suelo y emitía un grito horripilante. Ahí abajo no hay ninguna señora... no hay nadie. Claro que también esto está en silencio y en mi sueño sonaba de fondo...
SOMBRA. ¿Puccini?
SUICIDA. (abriendo los ojos de par en par) ¡Sí¡ ¿Cómo lo sabe?
SOMBRA. Intuición, supongo.
SUICIDA. Vaya, realmente es usted un genio. Sí, sonaría Puccini. El final de Madame Butterfly. Así lo he soñado. Y es extraño... Extraño porque no es de mis operas favoritas de Puccini.. A mí realmente me gusta Turandot. Me encanta. Y bueno, la Bohème también me gusta... Pero sobre todo Turandot. Es algo increíble. ¿La conoce?
SOMBRA: Claro.
SUICIDA (levantándose de un salto, exaltado). Cuando torturan a Liú para que diga el nombre de Calaf y está prefiere morir antes que traicionar al amor de su vida... y todo para que Calaf se vaya con la otra, con la Principessa di Gelo que no es otra cosa que una engreída que se cree hija de los dioses. Pero Calaf está emperrado, Calaf es como yo. Sí. Algo se ha encendido en su alma y ya no hay quién lo pare. Ni su propio padre, ciego, desamparado. ¡Nadie! Aunque todo sean quimeras de su fantasiosa mente. Y al final el hielo de la Principessa di Gelo resulta que no es más que una mentira... Es de carne y hueso como todas.
SOMBRA. A veces necesitamos protegernos contra el mundo.
SUICIDA. (paseándose nervioso a pocos centímetros del precipicio) Sí, puede ser...
SOMBRA. Algo más le preocupa.
SUICIDA. ¿Cómo lo sabe?
SOMBRA. Intuición, supongo.
SUICIDA. Sí. Me preocupan muchas cosas. Pero hay algo que me preocupa bastante (rascándose la cabeza). No me gustaría saltar y sobrevivir. Ya sé que esto está muy alto... Sin embargo, imagínese que me tiro y por alguna razón consigo seguir con vida. ¿Y si me quedo en silla de ruedas? Sería horrible... (largo silencio) ¿Sabe quién es Jaques LeFevrier?
SOMBRA. Me suena.
SUICIDA: Ese tipo se quería suicidar. Me contaron la historia hace un par de semanas. Fue a un acantilado y anudó una cuerda a una gran piedra. Se quería colgar. Pero antes, tomó veneno y se prendió fuego. Y quería meterse un tiro mientras estuviera ahogándose y ardiendo e intoxicándose. Total, que así lo hizo. Puso la soga alrededor de su cuello, tomó veneno, se prendió fuego y saltó al vacío. Entonces disparó la pistola, pero no se dio. La bala atravesó la cuerda y LeFevrier cayó al mar. El agua apagó las llamas. Y aquello le causó tanta impresión que vomitó. Vomitó el veneno. Lo acabó recogiendo un pescador que pasaba por allí.
SOMBRA. ¿Esa fue la historia que creo sus dudas?
SUICIDA. Sí, en parte sí. Por suerte el final era algo más... alentador. A los dos días LeFevrier murió en el hospital. De hipotermia.

(Por un segundo puede verse un destello en la oscuridad que procede de SOMBRA. Ha sonreído)

SUICIDA: Es curioso... es curioso cómo las personas podemos llegar a ese nivel de autodestrucción. No entiendo por qué a veces, inspirados como por una profunda decepción, preferimos de esa manera la Nada a todo lo demás. Por mucho que todo lo demás sea el mundo, la vida, la belleza, y todo lo bonito. Y todo lo feo, claro está. Pero lo feo jamás nos decepciona y por eso nos atrae en cierta medida. Y, encima, deseamos la Nada de manera salvaje. Queremos desintegrar hasta el último de nuestros átomos. Incluso hasta el último de los átomos del universo. Pero, ¿no viene a ser lo mismo? ¿No es mi fin el fin del universo? Y en cambio, otros, como Liú en Turandot, se suministran a ellos mismos la muerte, de manera simple, pacífica, por el amor hacia un hombre que ni siquiera les corresponde. Lo de Liú... Lo de Liú es verdadero amor.
SOMBRA: ¿Ha estado enamorado alguna vez?
SUICIDA: Oh, sí. Miles de veces.
SOMBRA: ¿Sí?
SUICIDA: Sí, soy así. A decir verdad, en mi imaginación, mientras sonaba Puccini, aparecía Ella gritando desesperada. Ella me decía que me amaba. O bueno, se lo decía a mi cadáver empapado de sangre.
SOMBRA: ¿Ella?
SUICIDA: Una mujer que conocí hace unos meses. Preciosa, inteligente...
SOMBRA. (interrumpiendo) ¿Pero no ha dicho que se ha enamorado miles de veces? ¿Qué tiene esta de especial?
SUICIDA: Me he enamorado miles de veces. Pero Ella... Ella es especial.
SOMBRA: ¿Por qué? ¿Comparten muchas cosas?
SUICIDA: Sí... Compartíamos muchas cosas. Nuestras pasiones, nuestra manera de pensar, hasta nuestro egocentrismo... Pero además es especial. Es especial, lo vi en su mirada. Tiene unos grandes ojos verdes... Te fulmina con ellos y no sabes ya dónde estás, si en este mundo, o en otro mundo completamente distinto. Algo sublime...
SOMBRA. Interesante.
SUICIDA. Sí. Ella tiene una curiosa manera de ser. Siempre quiso ser pirata. ¿Le dice algo eso?
SOMBRA. No.
SUICIDA. Ya, a mí tampoco. Me lo contó hace poco. Ni siquiera sé por qué lo he dicho. Supongo que siempre intento buscar pistas. Y más con Ella. Quizás no tenga importancia. El otro día estábamos charlando tranquilamente en la terraza de un café y, bueno, no recuerdo a qué vino, pero hice un comentario y ella se echó a reír. Aquello sí fue importante (Da un par de pasos hacia SOMBRA, pero sin mirarla directamente, como ha hecho hasta ahora. Ellos no se miran, SOMBRA, estático, mira al cielo, y SUICIDA mantiene la mirada ora en el vacío, ora en el suelo de la azotea. SUICIDA suspira profundamente).
SOMBRA: ¿Importante? ¿Por qué?
SUICIDA: Sí... a ver... a usted le parecerá una tontería. Pero ella es la típica persona que frente a alguien no tiene ese tipo de reacciones tan efusivas. En eso si que somos diferentes. Yo soy transparente... y, bueno, ella apenas habla de sí misma. Ella parece que está dentro de un caparazón. Yo conseguí ahondar bastante... pero no lo suficiente, creo. O no fue suficientemente importante para ella que yo lo hiciera. O quizás no lo hice. Invento tantas cosas... Pero el otro día (levantando los brazos hacia la noche, visiblemente emocionado), el otro día ella, ante mí, se desternillaba de risa... y, ¿sabe en qué note que era especial ese momento?
SOMBRA: ¿En qué?
SUICIDA: Pues que ella no podía dominarse. Reía y reía. Pero quería parar. ¡Quería parar! Decía "Bueno, basta, basta. Ya es suficiente". Pero seguía riendo. Como si aquella risa, aquella preciosa sonrisa viniera de lo más profundo de su gruesa coraza, como si estuviera desnuda... Fue increíble. Y quizás no pasó realmente. Quizás sólo sea producto de mi fantasiosa mente. Invento tanto, exagero tanto... Pero, ¿no es bonito? ¿Y si pasó realmente? Nunca la volveré a ver, pero aquella manera de reír me llena ahora. No me besó nunca. Ni lo hará... Ella no me quería, lo dijo su silencio (sus ojos se humedecen de pronto). Ella no me quiere...
SOMBRA: ¿Y va a saltar por eso?
SUICIDA: No (intentando recuperar el aplomo perdido). No es sólo por eso.
SOMBRA: No lo entiendo entonces. Es usted un joven vitalista. No parece tener problemas económicos... Lo único lo de esa mujer. Puede seguir junto a ella, aunque no le quiera.
SUICIDA: Ya, pero... ¿qué hacer? ¿Enamorarme cada vez más permaneciendo a su lado? ¿Frustrarme por ello para acabar haciéndole daño? Además, no me voy a tirar por Ella. Tampoco tiene nada que ver que yo tenga una buena situación económica, ni que sea vitalista. Es decir, precisamente... a ver... ¿cómo explicarlo? Me tiro porque soy vitalista. ¡Un Romántico! Porque siento un vacío que nunca sabré llenar. De tanto en cuando consigo llenarlo y parece que está lleno, pero poco después vuelvo a sentirme vacío. No hay ningún camino, sólo dos abismos por los que caigo inevitablemente. En los dos apuro el cáliz con auténtica gula, de manera salvaje... Apuro el cáliz, y el deseo, apuro el cáliz, y el desprecio... Apuro el cáliz hasta estar no poder más, y cansado, renuncio a todo, renuncio entre la evasión de mi fantasía y una extraña sensación de poder. Apuro el cáliz... ¡Y nunca es suficiente! (completamente fuera de sí). ¡Y no sé de cargas! Y la intensidad de esta existencia, precisamente porque soy así, me embriaga con demasiada facilidad. Me abruma. ¿Cómo me protejo del mundo si mi manera de ser no entiende de caparazones? ¿No es una manera de retomar el control el que yo decida cuando llega el final? (cierra los ojos dolorido). Por otra parte tanta reflexión, tanto odio hacia los demás y, sobre todo, hacia mí mismo. Y después están las épocas de hastío, de profunda melancolía que te domina sin saber por qué. El abismo de los sentimientos bajos, de la decadencia, la honda degradación... Para siempre, ¡miles de contradicciones! A veces, es estúpido, pero me embarga un gran sentimiento de culpa. ¡De culpa! ¡Y de vergüenza! ¿Y si sólo importa el momento, y si esto sólo vale la pena por el aria de Liú en la que confiesa que lo que pone tanta fuerza en su corazón es el amor? Tanta fuerza que resiste la cruel tortura, que abraza a la muerte sin miedo... ¿Y si todo vale la pena sólo por la íntima sonrisa de una bella mujer? ¿Y si quiero que en ese mismo momento, en ese mismo momento de máximo frenesí, un rayo me fulmine a mí, y a todo, para que mi aliento sea el primer y último, un auténtico aliento de vida? ¿Y si...

Perturbador, en la oscuridad, resuena el manojo de llaves.

SOMBRA. (con voz lejana) ¿Y si Ella volviera a sonreír?

Aparece una mujer en la azotea del séptimo piso. Tiene el pelo agitado y por sus mejillas corren gruesas lágrimas. Se lanza a los brazos de su hermano.

HERMANA. ¡Menos mal! ¡Estás vivo!
SUICIDA. (desorientado) ¿Qué? ¿Cómo?
HERMANA. Me has dado un susto de muerte.
SUICIDA. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde está? ¿Dónde está el psicólogo de la policía?
HERMANA. ¿Qué? Aquí no hay nadie. ¡He llegado a tiempo! Aquí sólo estamos tu y yo. Tú y yo... ¡Vivos!





Continúa...

mi perro Gregor

Bajamos caminando la cuesta.
Empezaba a amanecer y los hombres que me llevaban atado caminaban cada vez más deprisa.

Les pregunté si podían ir más despacio y me respondieron con una patada en la boca.
Cada vez que me quejaba o me dirigía a ellos la respuesta era la misma.
Escupí la sangre y algún diente y continué caminando arrastrado por esos dos tarados.
No volví a decir nada más hasta que llegamos a nuestro destino.

Nuestro destino era una sucia cabaña rodeada de hierbas.
Me metieron allí de un empujón y cerraron la puerta.

Si existe el infierno, se hallaba ante mis ojos.

A mi izquierda, montañas de basura se alzaban hasta el techo, basura putrefacta que estaba siendo devorada por centenares de ratas y otros animales que jamás había visto.
Me quedé con la espalda pegada a la puerta mientras la jauría chillaba y corría peleándose por un trozo de cartón.
Algún que otro extraño animal se acercó a mis botas y me olfateó. Luego se alejó y se introdujo de nuevo en la orgía infernal.
Entonces miré hacia la derecha y contemplé el verdadero horror.
Si lo que había visto hace unos segundos me había parecido el auténtico infierno, lo que allí se me mostraba eran las entrañas del mismísimo diablo.
Nunca pensé que el ser humano, si es que él era el culpable de la atrocidad que tenía ante mí, fuese capaz de crear algo tan insondable.

Desnudas y apelotonadas, atadas por el cuello a una viga de madera, unas cincuenta personas me estaban observando.
No emitían ningún sonido, no se movían, ni siquiera parpadeaban. Simplemente vaciaban su mirada en mí.
Aunque no sé si en realidad me veían.

Caminé hacia ellas.
El olor que desprendían era nauseabundo y estuve dudando si el hedor provenía realmente de las montañas de basura.
Vi que casi todos tenían los cuerpos llagados, observé piernas cangrenadas, orejas cortadas o roídas por algún animal, uñas rotas infectadas, astillas de madera clavadas en algún que otro ojo.

¿De dónde había salido toda esta gente? Pero, sobre todo, ¿qué estaba haciendo yo en ese lugar? ¿Cómo había llegado hasta ellas?

No recordaba de dónde habían aparecido los dos tarados que me arrastraron a lo largo de la espesa tundra.
Yo estaba paseando con mi perro Gregor a lo largo del río cuando me eché a dormir sobre una gran piedra. A partir de ahí no recuerdo nada más.

Me despertó un brutal puñetazo en el estómago por parte de uno de los tarados, el tuerto.
Me hablaba en un idioma que yo desconocía aunque, no sé por qué, supuse que me estaba despertando e insultando.
Después de mirar su ojo vaciado me volví hacia atrás y descubrí al segundo tarado.
Éste no tenía dientes y sostenía en su mano derecha una rata.
Más tarde pude comprobar que se la estaba comiendo. Viva.

Estuvimos caminando durante unas cinco horas. Parábamos cuando ellos querían.
Yo caminaba delante, atado con una cadena al cuello, y los escuchaba reír y escupir.
Pero, sobre todo, lo que siempre llevaré en mi cabeza será ese tintineo de llaves que cada uno llevaba a su cintura.
¿Para qué demonios querrían tantas llaves?

Y ante mí tenía la respuesta.
Cada una de las personas llevaba un candado en la correa del cuello. Y una cadena unía la correa a la viga.
Me preguntaba si la única manera de liberar a esas personas era con las llaves de los tarados.
Aunque ni siquiera sabía si realmente esas llaves abrirían esos candados.

Y mientras yo pensaba esas estupideces, delante mío esos cuerpos.
Parecía que el tiempo se había parado ahí dentro.
Lo único que se movía era el centenar de ratas y demás monstruos que se divertían en la basura. Los cuerpos seguían inertes y podías decir que estaban vivos porque todos respiraban al mismo ritmo, lo que conformaba una extraña visión, una pastosa montaña de carne viva.
Todos los ojos seguían observándome, como si esperasen una señal, una solución, pero también sin esperar nada, con la vacuidad de quien sabe que para morir no hace falta estar muerto.

Y fue entonces, ante esas miradas, cuando comprendí que nada se podía hacer allí.
Volvieran o no los dos tarados, consiguiera quitarles o no las llaves, esa gente ya estaba muerta.
¿A dónde iban a ir una vez liberados?

Retrocedí y fui hasta la puerta. Giré el pomo y comprobé, para mi asombro, que estaba abierta. Los tarados se habían olvidado de cerrar. O, pensándolo mejor, ¿para qué cerrar esa puerta? Nadie podía salir, nadie querría entrar.
Pero yo ya estaba afuera.

Empecé a correr.
No sentía miedo. Ya no. Ahora sólo corría ladera abajo. Corría tan rápido que pensé que podría empezar a volar en cualquier momento.
Sin rumbo fijo, me alejaba de allí de dónde venía, de mis orígenes, de mi casa, pero también de dónde aquellos tarados me habían traído.
Me alejaba de todo lo bueno y todo lo malo de mi corta vida.

Estuve caminando unas tres horas hasta que divisé una pequeña aldea al otro lado de un valle.

Las calles estaban desiertas.
Un perro famélico cruzó desde la otra acera olisqueando la calle y caminó a mi lado.
Un poco más allá vi la silueta de una anciana salir de su casa. Arrastraba una bolsa negra. Algo se movía dentro.
Llegué a una casa pintada de blanco con una puerta de madera.
Cuando me disponía a llamar,
allí,
debajo de la aldaba,
colgados de un clavo,
dos manojos de llaves.


Continúa...

V.

Vivía en una habitación desnuda, como la mujer que había pintado en la grisácea pared con unas tizas que habían salido de no se sabe dónde. Él era un artista, un pintor que vivía solo, encerrado en aquel hogar inhóspito, rodeado tan sólo de una cama y una almohada, de una pequeña cubeta para asearse y un infecto retrete. Únicamente una puerta y una minúscula ventana accedían al exterior.

Admiraba aquella figura de curvas voluptuosas que dejaba su melena rubia a merced del viento invisible, viento que él mismo creó, e iluminaba las cuatro paredes con una sonrisa ya tierna, ya burlona, ya triste... Ella jugaba con sus emociones.
Su mundo era una selva. El pintor había dibujado verdes helechos a su alrededor, pájaros multicolores que entonaban melodiosos cánticos y, a los pies de la Musa, un pequeño arroyo de agua cristalina. A la reina del paisaje la había llamado V, tal y como ella misma con dulce y clara voz le había susurrado al oído en sueños.
Un día, por debajo de la puerta, alguien deslizó una nota.

Espera, no vengas por mí aún.
V.

El pintor, al leerla, experimentó la vitalidad que antaño había marcado todas y cada una de sus acciones y que había perdido sin remedio meses atrás. Hasta tal punto lo había vuelto sombrío aquella habitación. Tanto que día tras días una desesperación se lanzaba sobre él en cuanto despuntaba el alba y, notando la insignificancia que tarde o temprano lo transformaría en hombre-cucaracha, sólo podía acurrucarse en la cama para llorar sin consuelo hasta bien entrada la mañana. Sentía algo así como si le faltara el aire, algo así como si tuviera la necesidad de volar por los aires su atormentada cabeza para liberar una insoportable presión. Pensó en hacerlo, pensó en pintar una pistola con esas tizas que habían de no se sabe dónde y hacer lo propio. Pero no lo hizo. Durante un atardecer descubrió en su interior una fuerza sobrehumana que le llevó inexorablemente a la pared. Dibujó nubarrones de tormenta, relámpagos, electricidad vibrante en el cemento del tapiz que dio vida a una mujer imponente. Su Musa, su Diosa, su Libertad, su Redención. Y ahora, por increíble que pareciera, ella le mandaba palabras desde algún lugar. ¿Podía ser de otro modo? ¿Acaso podía haber salido aquella criatura por entero de su cabeza? En algún lugar existía el modelo en carne y hueso, aunque no lo recordara. Por suerte, ella había contactado con él.
Tres días después, el pintor tuvo entre sus manos otra nota:

Sólo un poco más, pronto estaremos juntos.
V.


Y él esperó sin poder apenas dominar su impaciencia. La esperanza de encontrarse con la que ya era su amada, con la inaccesible y etérea V que estaba y no estaba, que no veía pero miraba, apaciguó por unas horas su angustia. El pintor vivía ya por completo en una especie de desdoblamiento, en una nueva dimensión abierta entre la realidad y la creación plasmada en el muro, esclavo de la confusión entre verdaderos sueños y falsos recuerdos... A secas, espasmódicos deseos en la oscuridad de un ser hambriento.
Esperó a que llegara el momento y este llegó. La última nota decía:

Ha llegado la hora, te espero más allá de los muros de tu encierro.
V.


El pintor al borde del delirio decidió no esperar un segundo más, se lanzó desesperado a la puerta. No obstante, no consiguió abrirla. Cerró los puños y la golpeó con fuerza. Miró frenético a su alrededor, profirió gañidos indescifrables y, al final, extenuado, cayó de rodillas al suelo. Lo había comprendido todo. Estaba encerrado de por vida. Por la minúscula ventana la luz encarcelada de un nuevo atardecer capturaba el rostro compungido que perdía su mirada en la nada. Se preguntaba cómo podía haberla perdido sin tener la más mínima oportunidad de luchar por ella.
Entonces, movido por una extraña sensación, se sacó rápidamente sus ropas de presidiario, de artista-criminal como le habían llamado, y cogió las tizas que habían salido de no se sabe dónde. El tiempo se detuvo de pronto. Carne y tiza se fundieron en la breve eternidad del momento y, por fin, el pintor sintió la frescura del arroyo y bebió de él como las almas muertas beben del Lete. Una mano pluma acarició su espalda y él se giró para encontrar a su musa, resplandeciente, sin forma, hecha ya todo ideal. Su Redención, su Libertad, su Diosa...
Para siempre y por tan sólo un suspiro de transitoria pasión, había acudido a su llamada. Febril, tembloroso, se aferró a aquella figura-luz y, más allá de los muros de su encierro, la besó como si jamás lo volviese a hacer de nuevo.

Continúa...