la luz de la farola

Hay un niño en la acera de enfrente.
No tendrá más de siete años.
Es lo primero que he visto esta mañana, desde la ventana de la cocina: un niño de no más de siete años en la acera de enfrente.
Compruebo el reloj.
Las seis y cuarto.
Todavía no ha amanecido.


El niño no parece asustado. De hecho, no parece real.
Apoya un pie en la pared y mete las manos en los bolsillos del pantalón en un gesto inapropiado para su edad. Un asesino a sueldo esperando a su víctima.
Estoy a punto de despertar a mi mujer pero decido quedarme un rato más, como si aquello fuera un acontecimiento que me brinda la naturaleza.
El niño mira a un lado y a otro de la calle sin la impaciencia y la angustia que esperaba encontrar en él. Y es esta falta de impaciencia y angustia la que me hace permanecer inmóvil, de pie, en mi cocina.
Me acerco al interruptor y apago la luz. Ahora lo puedo ver con más nitidez.
Es un niño rubio, con una media melena peinada hacia un lado. Viste jersey rojo y pantalones marrones, quizá de pana.
Por un momento pienso en la grabación de un anuncio: al niño lo hacen posar ahí mientras alguien está preparando las cámaras, los focos, alguien le ha dicho a ese niño “Quédate ahí, apoyado en la pared”, y el niño, acostumbrado al oficio, ha seguido las instrucciones. Pero allí no hay nadie más. En la calle sólo están aparcados mi coche, el de mi mujer y el del vecino de enfrente.

Continúo ahí de pie.
El reloj marca las seis y media.
Abro la nevera y saco el zumo de melocotón. Me sirvo un vaso mientras sigo observando a esa criatura.
El niño sigue en la misma postura de hace un cuarto de hora. Ahora saca algo del bolsillo. Parece un papel, lo desdobla y lo mira como si pudiera estar leyendo algo. Luego lo vuelve a doblar y se lo vuelve a meter en el bolsillo.
Empieza a amanecer.
Oigo el despertador de mi mujer. Puedo escuchar sus pasos por el pasillo hacia el lavabo. Al cabo de unos minutos viene a la cocina.
⎯Estoy aquí, no te asustes ⎯le digo antes de que encienda la luz.
⎯¿Se puede saber qué estás haciendo? ⎯su voz suena a reproche y a sueño.
⎯Mira ⎯le señalo al niño con la barbilla mientras apago la luz de nuevo.⎯No sé cuánto rato puede llevar ahí.

Mi mujer se acerca a la ventana y se apoya en el lavabo. La luz de la farola ilumina el camisón de una manera fantasmagórica y obscena. Uno de los tirantes va cayendo por el brazo y deja un pecho al descubierto pero, sumida como está en la observación de aquel espectro angelical, mi mujer no es consciente de su gesto.
Contemplo aquel pecho desnudo bajo la luz de la farola mientras mi mujer habla.
⎯¿De dónde ha salido ese pobre niño? ¿Tú lo habías visto antes? ⎯pregunta.
⎯Creo que no ⎯respondo sin quitar la vista de su pecho.
⎯¿Qué quiere decir que crees que no? ⎯me vuelve a preguntar.
⎯ No, no lo había visto nunca ⎯respondo y vuelvo a mirar hacia afuera, el niño todavía ahí, apoyado ahora en el otro pie, las manos en los bolsillos.
Mi mujer se sube el tirante despreocupada, sin dejar de mirar al niño.
⎯ Tendríamos que llamar a la policía, ¿no crees? ⎯propone sin mucho entusiasmo.
⎯ Espera un rato. Quizá esté esperando a alguien ⎯le digo.
⎯ No son ni las siete de la mañana. ¿Quién haría esperar a un niño a estas horas? ⎯pregunta.
Mi mujer también se sirve un vaso de zumo.
Bebemos a oscuras, uno al lado del otro, mientras miramos por la ventana de la cocina. Paso el brazo por encima de su hombro y voy deslizando la mano por su espalda en busca del pecho. Lo acaricio por debajo del camisón.
Mi mujer me mira y pregunta:
⎯ ¿Se puede saber qué estás haciendo?
No sé qué contestarle y retiro la mano con una mezcla de vergüenza y apatía. Dejo el vaso sobre la mesa.
El niño sigue ahí, en la misma postura. Ha pasado casi una hora desde que lo descubrí. Mi mujer continúa observándolo mientras da pequeños sorbos al zumo.
La luz de la mañana lo empieza a iluminar todo.
Se apaga la farola.
El tirante del camisón vuelve a resbalar por el brazo de mi mujer, dejando de nuevo el pecho al descubierto.
⎯ Voy a ducharme. Se me hace tarde ⎯anuncio.
⎯ ¿Tarde? ⎯pregunta mi mujer⎯ Hoy es domingo, ¿dónde tienes que ir?
Una sensación de extraño alivio recorre mi cuerpo.
Vuelvo a la cama mientras mi mujer se sienta en una silla para poder seguir mirando al niño.
Percibo un olor que no reconozco. Supongo las sábanas, un nuevo suavizante. Aunque no sé por qué no lo había olido hasta ahora.

Continúa...