cría de cebra

Ahí estábamos, cenando con los vecinos.
⎯No soporto a estos pesados de mierda⎯ le había dicho a mi mujer hacía tan sólo unos días, el domingo por la mañana, mientras desayunábamos oyendo el ruido de la taladradora.⎯¿Qué les falta por agujerear? Cada domingo igual.


A mi mujer no parecía importarle. Comía sus tostadas con la parsimonia propia del que se sabe ganador, el triunfo de la persona a la que se le presenta un día festivo por delante. ⎯Tranquilo, ahora saldremos a dar una vuelta.⎯ Esa era mi mujer.
No sé cómo ni por qué tuvo que llegar el día en que el vecino nos invitase a cenar. Me hubiera gustado visualizar todo el proceso: primer acercamiento, supuesta simpatía, ligera amistad, respeto mutuo, no sé, me hubiera gustado seguir un guión para todo este asunto, un director en el rellano que nos diera órdenes, alguien que cuidara de nuestro vestuario, la luz, no tanta luz, hay demasiada luz en esta escalera, deben haber sombras, esquinas sin luz, el director lo dirigiría todo y yo le pediría el guión del día siguiente para “írmelo mirando, en la cama y eso, antes de dormir”, le diría. Así sí que me gusta hacer las cosas: leer el guión de lo que me pasará mañana.
Pero no hubo nada de eso. Todo fue rápido y absurdo, como unas campanadas de fin de año mientras tu hijo se muere en el hospital.
La cuestión es que ahí estábamos, mi mujer y yo, sentados a la mesa en casa de los vecinos.
Minutos antes estábamos en el sofá. ⎯¿Qué queréis beber mientras acabo esto? ⎯nos preguntó la vecina desde la cocina. ¿Por qué nos lo tuvo que preguntar, gritar, desde la cocina, como si nos conociéramos de siempre? Eso es algo que puede hacer tu madre cuando vas a verla los domingos, pero no una vecina a la que había visto dos veces y de casualidad.
⎯Yo me reservo para la cena. ⎯hice ver que estaba hambriento y que me interesaba lo que pudiera haber preparado para cenar.
⎯Sí, yo también, no saques nada. ⎯dijo mi mujer mientras miraba las paredes como un gato siguiendo una mosca.
⎯¿Qué haces? ⎯le pregunté en voz baja palmeando su rodilla.
⎯¿Te has fijado? No hay ni un agujero, no hay cuadros colgados, ni estanterías, nada en las puertas, mira el pasillo, ¿lo ves?, liso. ⎯mi mujer susurraba todos estos misterios mientras seguía con la mirada una mosca invisible y torpe.
⎯Es verdad. ⎯le contesté. Me molestó que mi mujer se hubiera fijado en eso antes que yo porque era una de las cosas que quería comprobar nada más entrar en esa casa. De hecho, era lo único que me interesaba de esa cena: averiguar a qué venían tantos agujeros. Pero no sé por qué, en cuanto entré en la casa, se me olvidó. Simplemente me senté en el sofá al lado de mi mujer después de haber saludado fugazmente a la vecina, que desapareció por el pasillo hacia la cocina, desde nos hablaba: una prisionera de su propia hospitalidad.
Al cabo de unos minutos llegó el marido. Mi mujer se levantó del sofá para saludarlo y yo me di cuenta de que tendría que hacer lo mismo, y eso fue lo que hice.
El marido era una de esas personas que cuando te estrechan la mano esperan que alguien alabe su fuerza bruta, su fuerza de macho dominante, el hombre de la casa soy yo y así te lo demuestro, esto es lo que mide mi polla, seguro que la tuya no es tan larga ni tan gorda. No sabría decir de qué hablamos allí, de pie, el marido midiéndose la polla y pasándome el metro, mi mujer con los brazos cruzados, sonriendo ante dos niños de cuatro años. Supongo que de cualquier estupidez sin importancia.
Y allí estábamos, sentados a la mesa de los vecinos, dispuestos a cenar lo que la prisionera hubiera querido prepararnos.
La cena transcurría con normalidad, si es que alguien sabe lo que es eso, hasta que la vecina, que iba y venía con platos y cazuelas, preguntó:
⎯¿No tenéis hijos? ⎯soltó esta pregunta al aire y fue volando patéticamente de plato en plato, mojando sus alas en la crema de calabacín, posándose en el pan para acabar en mi tenedor y ser atravesada con una mezcla de furia y hastío. Mastiqué la pregunta poco a poco, haciéndola crujir entre mis muelas, arena en las almejas, mastica veinte veces antes de tragar, y tragando al fin aquellas tres palabras y la interrogación, que fue lijando mi garganta como una patata frita sin masticar.
⎯No. Tuvimos, pero ahora ya no ⎯contestó mi mujer sin levantar la vista del bistec.
La vecina se disculpó con un tímido “lo siento” a la vez que el marido carraspeaba, lo que hizo que la tímida disculpa se fuese a convertir en una patética disculpa ya que, la mujer, al darse cuenta de la coincidencia en el espacio y en el tiempo de sus palabras con el carraspeo del marido y, creyendo no haber sido escuchada, repitió “lo siento”, esta vez un poco más alto, para que mi mujer y yo, pero sobre todo mi mujer, se diera cuenta de que ahí había alguien que la escuchaba, de que podía contar con ella, una amiga para toda la vida. Te hemos oído a la primera, me dije, y luego, a todos: ⎯Si me disculpáis, tengo que ir al baño. ⎯ Me levanté y la vecina me indicó la puerta.
Me senté en el borde de la bañera y dejé pasar un par de minutos. Luego tiré de la cadena, me lavé las manos y salí.
La vecina se había llevado los platos. ¿Puedes volver a traérmelo? No había acabado. Pensé. Ir al lavabo un par de minutos y alguien se lleva algo tuyo, lo tuyo. Esa es la vida. El marido jugaba con el tapón del vino mientras comentaba con mi mujer las últimas reformas de la escalera. Yo hacía ver que escuchaba y que me interesaba el coste de la pintura de la baranda.

La vecina salió de la cocina con una bandeja repleta de galletas de diferentes tipos. El marido, un niño de cuatro años con la polla más larga que la mía, cogió una antes de que la mujer dejara la bandeja en la mesa y soltó una risotada: ⎯Estas son las mejores ⎯dijo con la boca llena, mientras yo me fijaba en que era la única galleta que quedaba de ese tipo.
⎯Nunca lo sabremos. ⎯pensé, pero dije en voz alta. Mi mujer me pisó el pie a modo de aviso. Te has pasado, cariño, o, Eres imbécil, cariño. Algo así quiso decir ese gesto arcaico y subterráneo. De todas formas, creo que ninguno de los dos entendió o quiso entender mi frase.
Más tarde la vecina nos ofreció un café. Nosotros nunca tomábamos pero le dijimos que sí, una especie de hermanos traviesos diciendo mentiras.
El marido dijo que tenía que irse y se fue. El trabajo, ya se sabe, dijo antes de salir por la puerta.
Volvimos a sentarnos en el sofá. La vecina se sentó en una butaca a nuestro lado. Puso en marcha el televisor, que hizo un zumbido de central nuclear limpiando desagües, si es que existe ese sonido. Un documental de animales. ⎯Siempre lo tengo en este canal. ⎯La mujer se aposentó en la butaca y cruzó los dedos sobre su barriga. Por un momento pensé que ya no estábamos allí.
En la pantalla, una cría de cebra iba a ser devorada por un cocodrilo mientras bebía en una charca. No había ninguna voz en off que lo anunciara. Simplemente era algo que tenía que ocurrir.

Continúa...