La enfermera entra en la habitación. Saluda a los familiares y los invita a salir. Será un momento, dice. Los familiares salen de la habitación, obedientes, en silencio, dejando cada uno la estela de sus perfumes.
La enfermera se sienta en el pequeño sofá, saca un móvil del bolsillo de la bata y envia un sms. Espera sentada unos segundos hasta que recibe respuesta. Sonríe al leerla. Se incorpora, mira al paciente y comprueba que sigue durmiendo, o inconsciente, muerto no, y sale de la habitación. Ya pueden pasar, dice a los familiares que esperaban en el pasillo. Gracias, contesta uno de ellos, la madre, quizás. Y van entrando poco a poco en la habitación, situándose, casi sin querer, en el mismo sitio en el que estaban antes de salir. Excepto el abuelo, que decide quedarse a los pies de la cama. Uno de los familiares dice que se va a comprar un coche. Entonces se hace un silencio pulcro, casi celestial. Alguien abre el grifo en el lavabo de la habitación contigua y el agua corre por las tuberías y la habitación, antes velatorio, es ahora un arroyo en el que se bañan los familiares del niño, celebrando la recuperación, o quizá no celebrando nada. Uno de ellos mira a su alrededor y comprueba que son muchos ahí dentro. Somos demasiados, piensa. Decide contarlos pero lo interrumpe la enfermera, que entra de nuevo y les invita a salir. Los familiares vuelven a salir. Todos apoyan las espaldas en las paredes del pasillo, excepto la tía, que decide ir a tomar un café. ¿Alguien se viene?, invita. Pero nadie contesta. ¿Queréis algo del bar?, insiste. No, gracias, dice alguien, al fondo, quizá el hijo mayor. Bueno, pues ahora vengo. Da media vuelta y se dirige al ascensor. En el último momento, el abuelo, con la mirada extraviada desde hace años, decide acompañarla. Suben hasta el bar. El bar es el ocho, papá, el ocho, éste. Tú has apretado al seis, pero da igual, no tenemos prisa. En el bar, la tía pide un café; al abuelo no le apetece nada. Se sientan uno enfrente del otro y la tía, mientras da pequeños sorbos, observa las manos del abuelo, que no dejan de moverse, como si quisieran deshacer un nudo que el tiempo fue apretando, día tras día, en silencio, hasta hoy, cuando el abuelo ha decidido deshacerlo. Cuánto tiempo hace que mi padre mueve así las manos, se pregunta la tía. El abuelo mira alrededor. Se levanta, se dirige a una mesa donde hay una pareja sentada y coge una servilleta del servilletero. Vuelve junto a la tía. Papá, aquí también había servilletas, mira. La tía mira a su padre esperando una respuesta que sabe no va a recibir. El abuelo se limpia las manos con la servilleta y la tira al suelo sin disimulo. La tía termina su café de un trago, recoge la servilleta y se levanta, ofreciéndole la mano a su padre. Vamos, le dice. En la habitación, los familiares esperan en silencio a la tía y al abuelo. Alguien carraspea. El herido, aún con los ojos cerrados, se humedece los labios con la lengua. Todos le miran. La tía y el abuelo acaban de entrar. Al ver la escena, la tía pregunta qué ha pasado. Nadie le responde. Entonces se dirige directamente a la madre y, en voz baja, cogiéndola del brazo, le pregunta: ¿Qué pasa? Pero la madre tampoco le responde. No quita la vista del herido, su hijo, el sobrino, nieto, primo, que acaba de humedecerse los labios. El abuelo se sienta en el sillón desde donde la enfermera envió y recibió el sms y se queda dormido. Al cabo de un rato alguien dice, nosotros nos vamos. A nadie parece importarle y de la habitación salen una pareja y sus dos hijos, que se dirigen al ascensor y bajan hasta el parking. Ya en el coche, el hombre le pregunta a la mujer algo que los hijos adolescentes, en los asientos traseros, no pueden escuchar. La mujer responde un seco sí mientras salen del parking. El hijo, sentado detrás del padre, mira por la ventana. Empieza a llover. Está lloviendo, anuncia. Ya lo vemos, le responde el padre. La hija escucha música a través de unos auriculares mientras se mira el dorso de las manos. En la habitación, la enfermera del sms entra de nuevo. Esta vez dice: No, no hace falta que salgan, será un momento. Y cambia la botella del suero, revisa la del calmante y le pone un termómetro debajo del brazo al niño. Mientras espera el resultado de la temperatura, le acaricia el pelo. Un familiar, quizá el tío, observa en secreto el gesto de la enfermera. También, en secreto, puede verle, entre los botones de la bata, el sujetador blanco y, por un momento, el horror del accidente de ese niño, quizá su sobrino, es olvidado por completo y el hombre se abandona en la imagen de esa porción de ropa interior y olvida también a su familia, a su mujer, que ahora se lava las manos en el lavabo, a su suegro, que duerme plácidamente en el sillón, a todos los familiares que le rodean en esos momentos y, finalmente, se olvida de sí mismo, a los pies de la cama, hasta que la enfermera le quita el termómetro al niño, lo mira y le dice a la madre: No tiene fiebre. Ya en casa, la mujer que respondió con un seco sí llama por teléfono a alguien. El padre, en su habitación, se descalza. Los hijos adolescentes cierran las puertas de sus respectivas habitaciones y el pasillo, un segundo antes iluminado, queda ahora en absoluta oscuridad. En la habitación del hospital, el abuelo se despierta y mira el reloj de su muñeca. Luego mira a su alrededor. Alguien dice: Nos vamos, ya vendremos mañana. Y salen de la habitación dos personas más, un hombre y una mujer. La mujer aprieta el botón del ascensor y una luz roja lo ilumina. El hombre espera a su lado. Al cabo de unos segundos, y antes de que el ascensor llegue, la mujer decide bajar por la escalera. Bajo caminando, ¿te vienes?, le pregunta al hombre. No, prefiero bajar en ascensor, le responde. Muy bien, dice la mujer mientras baja los primeros peldaños. Al fin, la puerta del ascensor se abre ante el hombre, que entra y saluda a una mujer que sostiene a un niño en brazos. El niño se mete un juguete de plástico en la boca. La madre, de vez en cuando, dice: Caca. El niño se ríe cuando descubre su imagen en el espejo, agita las manos y lanza el juguete al aire, manchando de babas la camisa del hombre. La madre le pide perdón con la mirada y el hombre dice: No importa, y recoge el juguete del suelo y se lo devuelve al niño. Cuando el ascensor llega a la planta baja, la mujer ya está esperando al hombre. Juntos caminan hacia el coche. En la habitación del hospital, el abuelo va al lavabo. El niño, el herido, sigue durmiendo, o inconsciente, muerto no. Se sabe que no está muerto por el ligero subir y bajar de las sábanas que le cubren. En casa, el padre que se ha descalzado, camina hasta la cocina, abre la nevera, coge una lata de cerveza, la abre y se la bebe a sorbos largos mientras camina por la estancia. La mujer continúa hablando con alguien por teléfono. Los hijos adolescentes siguen encerrados en sus habitaciones.
En la habitación del hospital, la tía se da cuenta de que el abuelo lleva mucho rato en el lavabo. Golpea en la puerta y pregunta: ¿Papá? Pero nadie responde al otro lado. Intenta abrir la puerta pero está cerrada por dentro. La tía aprieta el botón para llamar a la enfermera, que viene en pocos segundos. Mi padre está dentro del lavabo, no responde, le informa la tía. Un momento, ahora vengo, dice la enfermera, y sale a paso ligero de la habitación. Al poco rato vuelve con un hombre que viste de azul: pantalón azul, camisa azul, gorra azul. El hombre de azul pregunta qué ha pasado. La tía explica de nuevo lo ocurrido. El hombre de azul pica con los nudillos en la puerta del lavabo. ¿Hola?, pregunta. Entonces mete la mano en el bolsillo y saca una especie de ganzúa. Con un gesto rápido, eficaz y elegante, el hombre de azul abre la puerta del lavabo. En el coche, mientras conduce, el hombre manchado de babas apoya la mano derecha en la pierna de la mujer. Ésta se la retira y la deja apoyada en el cambio de marchas. El hombre tamborilea con los dedos el ritmo de la canción que suena por la radio. La mujer mira por la ventana: la gente corre a refugiarse de la lluvia, parece ser que a todo el mundo le pilló por sorpresa esta tormenta de verano. Parados ante un semáforo en rojo, las luces de las farolas iluminan las gotas de la ventanilla, que no dejan de moverse, como si buscasen una salida. El semáforo cambia a verde. El abuelo se ha dormido sentado en el váter. Tiene los pantalones bajados hasta los tobillos y apoya la barbilla en el pecho. La tía entra en el lavabo y zarandea al abuelo por los hombros. El anciano se despierta poco a poco y sonríe a su hija por primera vez en mucho tiempo. La tía le dice: Venga, papá, que te has quedado dormido, le ayuda a incorporarse y le sube los pantalones. El abuelo le pregunta: ¿Cuándo nos iremos de este sitio?, pero la tía no sabe qué contestarle. En la casa de los hijos adolescentes, la madre cuelga el teléfono. El padre mira el correo electrónico en su portátil, sentado en el sofá, con la tele encendida. El hijo abre la puerta de su habitación y, el pasillo, hasta ahora en la más absoluta oscuridad, se llena de tanta luz que las paredes y el suelo no son capaces de absorber. El hijo, bajo el umbral de la puerta, quizá por primera vez, observa cómo su sombra alargada llega hasta el otro extremo del pasillo. En la habitación del hospital, los tíos deciden irse, llevándose consigo al abuelo. Otros familiares también aprovechan para despedirse. Ahora, en la habitación, junto al niño herido, sólo quedan los padres. La madre tiene los brazos cruzados y está de pie, junto a la botella del suero. Comprueba que no se detenga el goteo. El padre se acaba de sentar en el sofá después de despedir a los últimos familiares. Ya me quedo yo esta noche, dice el padre. No, no, tú vete a casa, me quedo yo, responde la madre. El hombre con la camisa manchada de babas estaciona el coche en doble fila. Bájate, ya voy a aparcarlo, le propone a la mujer. La mujer coge una bolsa de plástico de su bolso y se la pone a modo de gorro antes de salir del coche y correr hacia la casa. El hombre la mira alejarse corriendo y entrar en la portería. El hijo adolescente, todavía de pie bajo el umbral de la puerta de su habitación, contemplando su sombra alargada, llama a la hermana y le dice que salga un momento. Al cabo de unos segundos, la hermana abre la puerta de su habitación y la luz hace que su sombra también se alargue hasta el otro extremo del pasillo. ¿Qué quieres?, pregunta la hermana. Mira las sombras, responde el hermano. ¿Qué?, vuelve a preguntar la hermana. Mira, y el hermano señala ahora las dos sombras alargadas, unidas por la cabeza, extendidas en el pasillo como sábanas negras al sol. La hermana se lo queda mirando unos segundos, y en su mirada hay una mezcla de compasión y desprecio. El hermano, sin levantar la vista del suelo, le pregunta: ¿Te habías fijado alguna vez?
tormenta de verano
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario