Se bajó del coche y miró en ambos sentidos de la calle detenidamente, persiguiendo con la mirada la línea blanca discontinua sobre el asfalto negro. Los muros que guardaban a derecha e izquierda los jardines y las casas, los adultos y los niños, se extendían en dos filas interminables hasta donde alcanzaba la vista. La luz del sol reverberaba en ellos de tal manera que uno a continuación del otro parecían formar dos grandes murallas. Como puzzles discordantes, un fragmento para cada tribu, y ahí, en el centro, contundente, para todos, el río de alquitrán.
Sobre el alquitrán negro pasó un coche blanco, blanco roto, y él alzó la mano inconscientemente a la sombra humana situada al otro lado del parabrisas. Por un momento parecía haber querido pararlo con la confusa intención de preguntar algo. Algo como:
—Perdone, ¿sería tan amable de indicarme dónde queda el número 33 de la calle Letedoma?
Afortunadamente el conductor no prestó atención a su gesto y siguió su marcha pisando un poco más, intencionadamente o no, el acelerador.
El ruido de motor lo hizo tambalearse, revolviéndose con sus pies enmarañados sobre cada uno de los puntos cardinales. Cuando parecía que iba a caerse, sus piernas se decantaron hacia el interior de la acera y su hombro topó con una puerta, cuya pintura gris desconchada parecía caerse a trozos. Al parecer ese era su torpe cuerpo, ochenta quilos de carne y hueso que descubría de pronto bajo su cabeza, enfundados en un traje plomizo y una corbata asfixiante. Su mano de autómata, color sepia, sí, su mano, buscó en el bolsillo derecho del pantalón y sacó, sin pensarlo, unas llaves.
Bastaron un movimiento certero de muñeca y un leve empujón para que la puerta se abriera y, entonces, miró atónito el jardín que le descubría la abertura rectangular de la entrada. Aquel césped era, otro día más, un auténtico desastre. Y el culpable de aquel lamentable desorden, como empezaba a dilucidar, no era otro que el gato de los vecinos, que había vuelto a hacer de las suyas durante la noche.
La idea del gato crispó la expresión de su rostro y, de alguna forma, le obligó a recobrar el sentido y, también, a sentir la vergüenza que empezaba a provocarle su propia actitud. Por primera vez en su vida se había desorientado. Desorientado a los treinta y tres años como un viejo aquejado de una de esas penosas enfermedades degenerativas.
En la puerta había un buzón, en el buzón una abertura y en la abertura una carta colgando a punto de caer al vacío. Una carta que decía:
Carlos y Clara Punzón, calle Letedoma número 33.
Sí, aquel era su nombre. Cinco letras una detrás de otra: C-a-r-l-o-s. Y el de su mujer, Clara. Aquella era su casa y, aquel, su desastroso césped. Dio un paso, dos, tres, hacía el interior y cerró cuidadosamente su puerta mientras sus labios esbozaban una tímida pero incontenible sonrisa. Dentro, lo suyo. Fuera, lejos, a pocos centímetros de una puerta y una fina capa de pintura gris desconchada, de un muro en una sucesión de muros y un nombre de una sucesión de cinco letras, sí, lejos, el mundo de los otros.
El mundo de los otros.
Autor:
RR
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